Superior. Angela Saini

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y fuéramos una única especie, algunas poblaciones se hubieran ido diferenciando de las demás desde entonces, generando niveles de diferencia. Como bien señala el antropólogo británico Tim Ingold, Darwin apreciaba «grados» entre los «más excelentes de las razas superiores y los salvajes que ocupaban el lugar más bajo de la jerarquía». Llegó a sugerir, por ejemplo, que los niños de los salvajes tenían una mayor tendencia a protruir los labios al succionar que los niños europeos porque se hallaban más cerca de la «condición primordial», lo que los asemeja a los chimpancés. Gregory Radick, historiador y filósofo de la ciencia de la Universidad de Leeds, señala que Darwin hizo una gran contribución, osada y original, a la teoría de la unidad racial, pero nunca negó la jerarquía evolutiva. En su opinión, los hombres estaban por encima de las mujeres y las razas blancas eran superiores a todas las demás.

      Cuando vinculamos todo esto a la política del momento, el resultado es devastador. La incertidumbre en torno a los datos que ofrecía la biología abrió un espacio a la ideología que creó nuevos mitos raciales con datos científicos reales. Había quien decía que las razas color café y las amarillas estaban algo más arriba en la escala evolutiva que los negros, mientras que los blancos ocupaban el peldaño superior y, por lo tanto, eran los más civilizados y humanos. Este éxito de las razas blancas cristalizó en el discurso de la «supervivencia del más apto», que implicaba que los pueblos más «primitivos», como se decía, estaban condenados a perder la lucha por la supervivencia a medida que evolucionara la raza humana. Según Tim Ingold, en vez de defender que la evolución actuaba para adaptar mejor a una especie a su entorno, Darwin empezó a perfilar la evolución como «la doctrina imperialista del progreso».

      «Al incluir el surgimiento de la ciencia y la civilización en el marco del mismo proceso evolutivo que había convertido a los monos en humanos y a las criaturas situadas más abajo en la escala evolutiva en monos, Darwin no tuvo más remedio que atribuir lo que veía al predominio de la razón sobre la herencia genética», escribe Ingold. «Para que la teoría funcionara tenía que haber diferencias significativas en la herencia de “tribus” y “naciones”». La lógica dictaba que si los cazadores-recolectores vivían de forma tan distinta a los habitantes de las ciudades, debía ser porque sus cerebros no habían progresado hasta alcanzar el mismo estadio evolutivo.

      Los partidarios de Darwin, que en algunos casos eran racistas fervientes, echaron leña a la hoguera de esta errónea teoría (después de todo, sabemos que los cerebros de los cazadores-recolectores no son distintos a los del resto). El biólogo inglés Thomas Henry Huxley, apodado el «bulldog de Darwin», afirmaba que no todos los humanos eran iguales. En un ensayo que escribió en 1865 sobre la emancipación de los esclavos negros, afirmó que el cerebro del blanco medio era más grande, y añadió: «No cabe duda de que los peldaños más altos de la jerarquía civilizatoria no están al alcance de nuestros oscuros primos». Huxley pensaba que liberar a los esclavos era un deber moral para los blancos, pero, según los datos científicos aportados por la biología, la idea de la igualdad de derechos para las mujeres y la gente de color parecía ilógica y delirante. Mientras, en Alemania el seguidor más ferviente de Darwin era Ernst Haeckel, profesor de Zoología de la Universidad de Jena desde 1862 y un orgulloso nacionalista. Le gustaba buscar similitudes entre los negros africanos y los primates, pues, en su opinión, eran una especie de «eslabón perdido» de la cadena evolutiva que llevaba de los monos a los europeos blancos.

      El darwinismo no acabó con el racismo. La idea de la existencia de razas diferentes y su superioridad relativa se redefinió en nuevas teorías. La ciencia, o la falta de ella, legitimó el racismo en vez de aplastarlo. Toda pregunta real y razonable sobre la diferencia entre los seres humanos que se haya podido formular ha acabado en agua de borrajas por culpa del poder y del dinero.

      * * *

      Me abro camino a través de un espeso matorral de bambú y de repente me encuentro ante una intricada pagoda de madera.

      Al fondo del soleado Jardín para la Agricultura Tropical hay una casa tunecina cubierta de una gruesa capa de musgo verde. Si no conociera su historia, las edificaciones de este tranquilo laberinto me parecerían hermosas. Son como enormes y etéreas reliquias de otro mundo, de lugares extraños tal y como fueron imaginados por gentes de una época distinta. En ningún momento dejo de ser muy consciente de que cada una de estas casas fue una especie de hogar para personas reales como yo, a las que privaron de las vidas que vivían a miles de kilómetros de distancia para que entretuvieran a los visitantes que pagaban por verlos. Me lo recuerda una brillante cara roja, probablemente pintada por unos vándalos, que veo a través de la pequeña ventana rota de un castillo marroquí que se conserva en pie completo, con sus almenas y sus azulejos celestes. La veo, me pilla por sorpresa y me asusta.

      Por hermosas que fueran estas casas, nunca fueron hogares. Eran jaulas de oro.

      Resulta difícil imaginar cómo sería la vida en estos zoológicos humanos. Quienes vivían aquí no eran esclavos. Recibían un salario, como si fueran actores contratados, pero a cambio tenían que bailar, actuar y cubrir sus rutinas diarias a la vista de todo el mundo. Sus vidas eran un espectáculo en directo. Ante todo, eran objetos y humanos solo en segundo lugar. No se hizo gran cosa para que estuvieran confortablemente instalados en sus nuevos hogares temporales ni tampoco por aclimatarlos. Después de todo, se trataba de subrayar lo diferentes que eran, de imaginar que hasta en climas fríos andarían por ahí con la poca ropa que llevaban en lugares cálidos, de pensar que su conducta no cambiaría al margen de donde vivieran. Se hacía creer a los visitantes que las diferencias culturales estaban entreveradas en sus cuerpos como las rayas de una cebra. «Cada vez que se producía un nacimiento se montaba un nuevo espectáculo», me comenta Gilles Boëtsch, del Centro Nacional de Investigaciones Científicas. La gente hacía cola para ver a un bebé.

      La ciencia había creado una distancia entre quienes observaban y los observados, entre los colonizadores y los colonizados, entre los poderosos y los carentes de poder. Quienes veían así a gentes de tierras lejanas, extrañamente fuera de contexto como una mera referencia en un libro, trasplantados a pueblos falsos de París, tendían a creer que no somos todos iguales. Los visitantes que echaban un vistazo a las casas de los zoológicos humanos debían considerar a sus habitantes meras curiosidades, y no solo porque su aspecto y conducta fueran diferentes, sino porque otros, que no tenían su aspecto, controlaban sus vidas. Los que estaban fuera de las jaulas iban vestidos, eran civilizados y respetables, mientras que los que estaban dentro iban desnudos, eran semibárbaros y los habían subyugado.

      «Es más fácil tildar de inferiores por naturaleza a personas a las que ya se considera oprimidas», escriben las académicas norteamericanas Karen y Barbara Fields en su libro Racecraft, publicado en 2012. Explican que la inevitabilidad que se suele asociar a la rutina social la acaba convirtiendo en algo casi natural. No fue la idea de raza la que llevó a la gente a tratar a otros como si fueran subhumanos. Ya los trataban así antes de que entrara en juego la raza, pero cuando la invocaron, la subyugación redobló su intensidad.

      Cuando la ciencia empezó a buscar respuestas a la cuestión de la diferencia humana, el asunto adquirió una cualidad peculiar, porque la observación de los seres humanos los convirtió en bestias extrañas. Daba la impresión de que todo transcurría en medio de la mayor objetividad científica, pero al final el estándar de la belleza e inteligencia ideales siempre acababa siendo el del científico mismo. Sus propias razas estaban seguras en sus manos. El naturalista alemán Johann Blumenbach, por ejemplo, idealizó a la raza caucásica a la que pertenecía y describió a los etíopes como «patasarqueadas». Si las piernas eran diferentes nunca se planteaba la posibilidad de que los raros fueran los caucásicos. Se pensaba que las criaturas encerradas en los zoológicos humanos no habían podido alcanzar el ideal de perfección física y mental de los europeos blancos.

      La distancia creada por la ciencia al imponer la idea de que las jerarquías raciales eran cosa de la naturaleza generó un desequilibrio de poder y permitió tratar como a desiguales a las gentes que vivían en

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