Luna azul. Lee Child

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Luna azul - Lee Child

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style="font-size:15px;">      —Muéstremelo —dijo Reacher.

      El hombre empezó a andar, dirigiéndose hacia el este como antes, arrastrándose de manera lenta, con las manos un poco hacia afuera, como para mantener el equilibrio. Las muecas y los jadeos se oían alto y claro. Quizás estaba empeorando.

      —Necesita un bastón —dijo Reacher.

      —Necesito muchas cosas —dijo el hombre.

      Reacher se colocó junto a él, a la derecha, y le envolvió el codo, y sujetó el peso del hombre en la palma de la mano. Mecánicamente, lo mismo que un palo o un bastón o una muleta. Una fuerza ascendente, básicamente a través del hombro del tipo. Física newtoniana.

      —Inténtelo ahora —dijo Reacher.

      —No puede venir conmigo.

      —¿Por qué no?

      —Ya ha hecho lo suficiente por mí —dijo el hombre.

      —Ese no es el motivo. Habría dicho que en realidad no podía pedirme eso. Algo ambiguo y amable. Pero en cambio fue mucho más enfático. Dijo que no puedo ir con usted. ¿Por qué? ¿Adónde está yendo?

      —No se lo puedo decir.

      —No puede llegar hasta allí sin mí.

      El hombre inhaló y exhaló, y sus labios se movían, como si estuviera ensayando algo que decir. Levantó la mano y se tocó el rasguño de la frente, después la mejilla, después la nariz. Más muecas de dolor.

      —Ayúdeme a llegar hasta la manzana a la que tengo que ir —dijo—, y a cruzar la calle. Después dese la vuelta y vuelva a su casa. Ese es el favor más grande que me podría hacer. Lo digo en serio. Le estaría agradecido. Ya le estoy agradecido. Espero que lo entienda.

      —No lo entiendo —dijo Reacher.

      —No tengo permitido ir con nadie.

      —¿Quién lo dice?

      —No se lo puedo decir.

      —Suponga que de cualquier manera yo iba en esa misma dirección. Usted podría irse y cruzar la puerta y yo podría seguir de largo.

      —Usted sabría adónde fui.

      —Ya sé adónde va.

      —¿Cómo puede saberlo?

      Reacher había visto todo tipo de ciudades, por todo Estados Unidos, este, oeste, norte, sur, todo tipo de dimensiones y épocas y condiciones actuales. Conocía sus ritmos y sus gramáticas. Conocía la historia horneada en esos ladrillos. La manzana en la que estaba era uno de otros cien mil lugares como ese al este del Mississippi. Oficinas administrativas de mayoristas de la industria textil, algún minorista especializado, alguna industria ligera, algunos abogados y agentes de transportes y agentes de bienes raíces y agentes de viajes. Quizás algunos cuartos de alquiler en los patios traseros. Todos en su pico en términos de actividad a fines del siglo XIX y principios del XX. Ahora desmoronados y corroídos y vaciados por el tiempo. De ahí los locales tapiados y el restaurante abandonado ya hacía tiempo. Pero algunos lugares resistían más que otros. Algunos lugares resistían más que todos. Algunas costumbres y algunos apetitos eran tercos.

      —A tres calles de aquí hacia el este, y cruzando la acera —dijo Reacher—. El bar. Ahí es adonde usted está yendo.

      El hombre no dijo nada.

      —Para efectuar un pago —dijo Reacher—. En un bar, antes de la comida. Por lo tanto a alguna clase de usurero local. Esa es mi suposición. Quince o veinte mil dólares. Usted está en problemas. Creo que ha vendido su coche. Consiguió el mejor precio en efectivo fuera de la ciudad. Quizás un coleccionista. Una persona común y corriente como usted, puede haber sido un coche antiguo. Fue hasta allí en el coche y ha vuelto en autobús. Pasando por el banco del comprador. El cajero puso el efectivo en un sobre.

      —¿Quién es usted?

      —Un bar es un lugar público. Me da sed, igual que a cualquiera. Quizás tengan café. Me sentaré en otra mesa. Puede fingir que no me conoce. Va a volver a necesitar ayuda para salir. Esa rodilla se va a endurecer un poco.

      —¿Quién es usted? —dijo otra vez el hombre.

      —Mi nombre es Jack Reacher. Fui policía militar. Me entrenaron para detectar cosas.

      —Era un Chevy Caprice. Antiguo. Todo original. En perfectas condiciones. Muy pocos kilómetros.

      —No sé nada de coches.

      —A la gente ahora le gustan los Caprice viejos.

      —¿Cuánto le pagaron?

      —Veintidós quinientos.

      Reacher asintió. Más de lo que pensaba. Billetes frescos y nuevos, todos apretados.

      —¿Lo debe todo? —dijo.

      —Hasta las doce en punto —dijo el hombre —. Después sube.

      —Entonces va a ser mejor que vayamos yendo. Este podría llegar a ser un proceso relativamente lento.

      —Gracias —dijo el hombre —. Mi nombre es Aaron Shevick. Estoy para siempre en deuda con usted.

      —La amabilidad de los desconocidos —dijo Reacher—. Hace girar el mundo. Alguien escribió una obra de teatro al respecto.

      —Tennessee Williams —dijo Shevick—. Un tranvía llamado deseo.

      —Uno de esos ahora mismo nos vendría bien. Tres bloques por cinco centavos sería una ganga.

      Empezaron a andar, Reacher dando pasos lentos y cortos, Shevick saltando y picoteando y dando tumbos, todo torcido a causa de la física newtoniana.

      TRES

      El bar estaba en la planta baja de un edificio de ladrillo viejo y simple en el medio de la calle. Tenía una puerta marrón maltrecha en el centro, con ventanas mugrientas a ambos lados. Por encima de la puerta había un nombre irlandés parpadeando en un neón verde, y harpas y tréboles de neón semimuertos y otras figuras polvorientas en las ventanas, todas promocionando marcas de cerveza, algunas de las cuales Reacher reconoció, y algunas de las cuales no. Ayudó a Shevick en el bordillo del otro lado, y a cruzar la calle, y a subir el bordillo de enfrente, hasta la puerta. La hora de su cabeza daba las doce menos veinte.

      —Yo entro primero —dijo—. Después entra usted. Funciona mejor de esa manera. Como si nunca nos hubiéramos conocido. ¿Vale?

      —¿Cuánto tiempo? —preguntó Shevick.

      —Un par de minutos —dijo Reacher—. Recupere el aliento.

      —Vale.

      Reacher tiró de la puerta y entró. La luz era tenue y el aire olía a cerveza derramada y desinfectante. El lugar tenía un tamaño decente. No era cavernoso, pero tampoco simplemente un local al frente. Había largas filas de mesas

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