Luna azul. Lee Child

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en un contrato. Tú estabas ofreciendo moneda de curso legal en el lugar indicado a la hora indicada. Ellos no aparecieron para aceptarla. Es como un principio del derecho consuetudinario. Un abogado lo podría explicar.

      —Nada de abogados —dijo Shevick.

      —¿Te preocupan también los abogados?

      —No me puedo permitir uno. Sobre todo si tengo que encontrar otros mil dólares.

      —No lo tienes que hacer. No pueden tenerlo todo a la vez. Tú estuviste aquí a tiempo. Ellos no.

      —Esta no es gente razonable.

      El barman los miró desde lejos con rabia.

      El reloj de la cabeza de Reacher dio las doce del mediodía exactas.

      —No podemos esperar aquí seis horas —dijo.

      —Mi esposa estará preocupada —dijo Shevick—. Debería ir a casa y verla. Y después volver.

      —¿Dónde vives?

      —Más o menos a un kilómetro y medio de aquí.

      —Puedo ir andando contigo, si quieres.

      Shevick hizo una larga pausa.

      Después dijo:

      —No, de verdad que no podría pedirte que hicieras eso. Ya has hecho suficiente por mí.

      —Eso ha sido ambiguo y amable, sin ninguna duda.

      —Quiero decir que no debo incomodarte más. Estoy seguro de que tienes cosas que hacer.

      —Por lo general evito tener cosas que hacer. Claramente una reacción contra la reglamentación tan literal que hubo en mi vida, cuando era más joven. El resultado es que no tengo ningún lugar particular al que ir, y todo el tiempo del mundo para llegar allí. No me molesta hacer un desvío de un kilómetro y medio.

      —No, no podría pedirte que hicieras eso.

      —La reglamentación que he mencionado fue, como dije, en la Policía Militar, donde, como también dije, nos entrenaron para notar cosas. No solo pistas físicas, sino cosas sobre cómo es la gente. Cómo se comportan y en qué creen. La naturaleza humana, y etcétera. La mayoría eran estupideces, pero algunas tenían sentido. Ahora mismo tienes que hacer frente a una caminata de un kilómetro y medio por un vecindario a través de calles traseras, con más de veinte mil dólares en el bolsillo, lo que te hace sentir raro, porque se suponía que ya no los habrías de tener, y si los pierdes es un desastre total, y hoy ya te atracaron una vez, por lo que lo cierto es que en conjunto la caminata te asusta, y sabes que yo podría ayudarte con esa sensación, y además estás herido por el ataque, y por lo tanto no te mueves bien, y sabes que puedo ayudarte también con eso, por lo que en conjunto me deberías estar rogando que te acompañara a tu casa.

      Shevick no dijo nada.

      —Pero eres un caballero —dijo Reacher—. Me querías dar una recompensa. Si ahora te acompaño a tu casa y conozco a tu esposa, crees que lo mínimo que deberías hacer es invitarme a comer. Pero no hay comida. Te sientes avergonzado. Pero no deberías. Lo entiendo. Estás en problemas con un prestamista. Hace un par de meses que no comes a la hora de comer. Tienes el aspecto de haber bajado diez kilos. Te cuelga la piel. Así que vamos a buscar unos sándwiches de camino. Paga el Tío Sam. De allí viene mi dinero. Tus impuestos en pleno funcionamiento. Vamos a disfrutar charlando un poco, y después te acompaño de vuelta hasta aquí. Pagas al tipo al que debes, y yo sigo mi camino.

      —Gracias —dijo Shevick—. En serio.

      —No hay de qué —dijo Reacher—. En serio.

      —¿Hacia dónde te diriges?

      —Hacia otro lugar. A menudo depende del tiempo. Me gusta el clima cálido. Me ahorra comprarme un abrigo.

      El barman miró de vuelta con rabia, todavía desde lejos.

      —Vamos —dijo Reacher—. Aquí dentro una persona se podría morir de sed.

      CUATRO

      El hombre que se tenía que encontrar con Aaron Shevick en la mesa de la esquina de atrás del bar era un albanés de cuarenta años de apellido Fisnik. Era uno de los dos hombres que había mencionado esa mañana Gregory, el jefe ucraniano. Por consiguiente, había recibido en su casa una llamada de Dino, diciéndole que pasara por el almacén de maderas antes de empezar su día laboral en el bar. El tono de voz de Dino no reveló nada inapropiado. De hecho, en todo caso había sonado alegre y entusiasta, como si le esperaran elogios y reconocimiento. Quizás nuevas oportunidades, o una bonificación, o las dos cosas. Quizás un ascenso, o una mejor posición en la organización.

      No fue así. Fisnik pasó agachado por la entrada para personal en la puerta enrollable, y olió el pino fresco, y oyó el chirrido de una sierra, y se dirigió hacia las oficinas del fondo, sintiéndose bastante bien en general. Un minuto después lo sujetaron con cinta americana a una silla de madera, y de repente el pino olía a ataúdes, y la sierra sonaba a sufrimiento. Primero le agujerearon las rodillas con una DeWalt inalámbrica con una broca para pared de un cuarto de pulgada. Después siguieron. No les dijo nada, porque no tenía nada que decir. Su silencio fue interpretado como una confesión estoica. Así era su cultura. Por su fortaleza se ganó un poco de admiración resentida, pero no la suficiente como para detener el taladro. Murió más o menos al mismo tiempo en que Reacher y Shevick finalmente se iban del bar.

      La primera mitad de la caminata de un kilómetro y medio fue por entre bloques abandonados iguales al bloque en el que estaba el bar, pero después la vista se abrió a lo que alguna vez pudo haber sido un conjunto de tierras de pastoreo de cinco hectáreas cada una, hasta que los soldados volvieron a casa al terminar la Segunda Guerra Mundial, momento en el cual se araron las tierras de pastoreo y se construyeron hileras rectas de casas pequeñas, todas de una sola planta, algunas a más de un nivel, dependiendo de las ondulaciones de los terrenos. Setenta años después a todas las habían vuelto a techar varias veces, sin que hubiera dos exactamente iguales, y algunas tenían ampliaciones y añadidos y revestimiento exterior nuevo de vinilo, y algunas tenían el césped bien cortado y otras jardines silvestres, pero por lo demás el fantasma de la uniformidad mezquina de posguerra todavía marchaba a lo largo de todo el complejo, con parcelas pequeñas y calles estrechas y aceras estrechas y curvas cerradas en ángulo recto, todas medidas para el radio de giro máximo de Fords y Chevys y Studebakers y Plymouths de 1948.

      Reacher y Shevick hicieron una parada en el camino en una estación de servicio. Compraron tres sándwiches de pollo y tres paquetes de patatas fritas y tres latas de refresco. Reacher cargaba la bolsa en la derecha y ayudaba a Shevick con la izquierda. Renquearon y reptaron a través del laberinto. La casa de Shevick resultó estar muy hacia el interior, en una calle sin salida con un ridículo espacio al fondo para dar la vuelta, apenas más ancho que la calle misma. Como el bulbo del extremo de un termómetro de los de antes. La casa estaba a la izquierda, detrás de una valla blanca de madera por la que sobresalían los capullos de unas rosas tempranas. La casa era más bien pequeña y de una sola planta, los mismos huesos y los mismos metros cuadrados que todas las demás casas, con tejas asfálticas y revestimiento exterior blanco brillante. Se la veía bien cuidada, pero no en los últimos tiempos. Las ventanas estaban polvorientas y el césped estaba crecido.

      Reacher y Shevick renquearon por un sendero de cemento apenas lo suficientemente

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