Cicatrices del ayer. Пиппа Роско

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Cicatrices del ayer - Пиппа Роско Bianca

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tomó una mano en la suya con delicadeza, acariciándosela hasta que tropezó con la cicatriz que le cubría la palma hasta la muñeca. Maria apartó la mano y se rio con cierta sonrojo.

      –Mi madrastra las odia –confesó, consciente de que sin duda había notado las pequeñas cicatrices y punzadas que tenía en los dedos, aparte de la más grande–. Dice que las damas de alta alcurnia deberían tener unas manos inmaculadas y finas.

      –¿Y tú qué piensas? –preguntó él.

      Maria dio la vuelta a sus manos y las observó con imparcialidad por primera vez en mucho tiempo. Viéndolas como algo más que una parte del cuerpo, como las herramientas que utilizaba para crear sus piezas de joyería, para fundir y moldear metales preciosos, para crear cosas bonitas.

      –Yo creo que hablan de trabajo duro, sacrificio y lecciones duramente aprendidas, y estoy orgullosa de cada una de ellas.

      A Matthieu le resultó extraño escucharla hablar de aquel modo de un tema que para él había marcado tanto su vida, y que lo hiciera con orgullo y desafío en lugar de con asco o una fascinación enferma. Él se había encontrado con ambas reacciones. Y luego había otro tipo de mujeres, las que simplemente veían lo que él podía darles en lugar de las cicatrices que cubrían casi la mitad de su torso.

      –Tú no lo entenderías –aseguró la joven.

      Y Matthieu se rio con ganas y ella lo miró con asombro. Entonces él asintió, se aflojó la corbata y se desabrochó el botón superior, luego ladeó la cabeza y se tiró ligeramente del cuello de la camisa. Sabía que así vería una parte de las cicatrices que le besaban el cuello brillar bajo la luz de la luna.

      –Lo siento.

      Mientras se volvía a abrochar la camisa, reflexionó sobre las veces que había escuchado aquella frase. Desde los médicos y enfermeras que lo trataron al principio hasta el propio Malcolm. Y peor, de las mujeres que finalmente decidían que no podían soportar tocarlo. Todos tenían aquel tono de compasión mezclada con repulsión. Pero la voz de aquella mujer no era así y por primera vez preguntó:

      –¿Qué es lo que sientes?

      –Que creas que tienes que esconderlas.

      Matthieu sintió una descarga que le atravesó el cuerpo. Nadie le había dicho nunca algo así.

      –Las mías son de fundir –continuó ella–. Es…

      –Ya sé lo que es fundir –Matthieu sintió que el tono le hubiera salido más áspero de lo debido–. Interés profesional. Me dedico a la minería.

      Ella asintió, como si aquello lo explicara todo, incluida su multimillonaria empresa, de la que claramente no sabía nada.

      –Pero no te gusta –afirmó.

      –No me gusta el fuego.

      –Yo no puedo trabajar sin él –respondió ella sin indagar sobre la causa de sus heridas. Agitó las pulseras de plata que le colgaban de la muñeca. Joyas. Seguramente se dedicaba a la joyería.

      Matthieu no se había dado cuenta de lo fuerte que era la luz del salón de baile hasta que se apagó. La gala benéfica debía haber terminado y el personal del hotel había terminado de limpiar. Miró de reojo el reloj y vio que eran casi las dos de la madrugada.

      –¿Qué vas a hacer ahora? –preguntó a la joven.

      Ella se encogió de hombros.

      –No lo sé. No puedo volver a la suite porque mi hermano estará allí y no estoy preparada para…

      –No puedes quedarte toda la noche aquí –aseguró Matthieu–. El hotel está completo por la gala. Puedes quedarte en mi suite.

      Y por primera vez en la noche, fue como si sus palabra hubieran roto el hechizo. Allí estaba la vacilación, la incertidumbre sobre sus intenciones. Pero no tenía nada de qué preocuparse.

      –Estarás sola en ella –aseguró levantándose y poniendo freno a sus deseos–. Vamos –dijo tendiéndole la mano.

      Capítulo 2

      MARIA lo siguió a través de los oscuros pasillos del hotel, agarrada a la botella de champán con la que se había hecho al principio de la noche, agradecida de que él mantuviera la cordura, cuando estaba claro que la de Maria había salido volando. Porque al principio, cuando le dijo que podía quedarse en su suite, tuvo un momento de inseguridad. Pero luego, cuando añadió que estaría sola en ella, se sintió… decepcionada.

      Y eso era absurdo. Hasta ella misma podía reconocerlo. Después de todo, acababa de decirle que estaba enamorada de otro hombre. Pero Theo nunca, nunca había despertado en ella los sentimiento que aquel hombre le suscitó con su presencia, su contacto… sus labios.

      Sabía que debería sentirse avergonzada, pero no era capaz. Los anchos hombros del desconocido ocupaban casi por completo la anchura del pasillo tenuemente iluminado mientras Maria le seguía. Era grande en comparación con ella. No se consideraba pequeña con su metro sesenta y cinco de altura, pero él debía sacarle al menos treinta centímetros.

      El hombre se detuvo al final de la última puerta del pasillo, sacó una llave tarjeta y la abrió, haciendo un gesto para dejarla pasar. Maria tardó unos instantes en captar el increíble lujo de la habitación.

      Sí, su familia tuvo mucho dinero en el pasado, pero su pequeño apartamento compartido en el sur de Londres era la prueba de la situación actual. ¿Y aquello? Mullidas alfombras y enormes ventanales que se abrían a la impresionante vista del panorama nocturno de Lac Peridot. Atisbó por el rabillo del ojo los muebles obscenamente caros y una puerta que seguramente llevaría al dormitorio y al baño incorporado.

      Maria se giró, esperando encontrarlo justo detrás de ella. Deseando que así fuera. Pero lo encontró en el umbral, como si se mostrara reacio a entrar.

      –Ni siquiera sé cómo te llamas –murmuró Maria–. Para poder darte las gracias.

      –Matthieu.

      Ella repitió su nombre, la palabra se le deslizó por la lengua, y vio un deseo repentino y profundo en sus ojos. Lo sintió. Y la alimentó con una confianza en sí misma que no sabía que tenía.

      –Gracias, Matthieu.

      Él sacudió la cabeza quitándole importancia y se dio la vuelta.

      Pero Maria no estaba preparada para dejarle ir.

      –Yo te he contado un secreto –dijo deteniendo su marcha mientras buscaba desesperadamente algo que decir–. Antes de que te vayas, ¿te importaría compartir tú uno conmigo?

      Matthieu frunció entonces el ceño, como si recordara su anterior confesión, como si estuviera pensando si acceder o no.

      –¿Como mi color favorito? –preguntó acercándose despacio a ella.

      –No, eso ya lo sé. Es el azul –aseguró Maria sonriendo al ver su expresión asombrada–. Llevas un traje azul oscuro. La correa de tu reloj es de cuero azul.

      Matthieu

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