Cicatrices del ayer. Пиппа Роско
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Читать онлайн книгу Cicatrices del ayer - Пиппа Роско страница 4
–Hoy es mi cumpleaños –dijo casi en un susurro, como si de verdad estuviera compartiendo un secreto.
–¿De veras? –preguntó Maria con una gran sonrisa.
–Normalmente no… celebro las cosas –murmuró casi como disculpándose.
Maria quiso decirle que lo entendía, que ella también odiaba celebrar su cumpleaños. Pero le pareció demasiado personal, demasiado intrusivo. Estiró el brazo con la botella de champán que todavía tenía agarrada y se la ofreció. Matthieu la agarró con sus grandes manos y se la llevó a los labios sin apartar ni un instante los ojos de ella. Tras dar un buen sorbo, se la devolvió, y ella puso los labios donde habían estado los suyos. Aquella certeza le despertó de nuevo la sangre, provocándole un sonrojo en las mejillas y entre los senos.
Matthieu podía ver lo que su cuerpo estaba pidiendo, y temió que ni siquiera ella fuera consciente. Y que Dios ayudara a todos los hombres cuando fuera consciente de su poder. La belleza de aquella mujer podía hacer caer ejércitos enteros.
–Tú sabes cómo me llamo –afirmó él.
Maria sonrió y asintió, entendiendo lo que quería decir.
–Maria. Maria Rohan de Luen –afirmó con acento fuerte.
Matthieu murmuró aquellas palabras casi inconscientemente, y ella lo miró a los labios de un modo que la bestia interior que había en él rugió de orgullo. No debería estar allí. Asintió brevemente con la cabeza a modo de despedida. Porque si no se iba de allí enseguida, tal vez no se iría nunca. Y ella era demasiado pura, demasiado inocente. Nunca la habían besado hasta aquella noche.
Matthieu esbozó una sonrisa casi de disculpa y se dio la vuelta para marcharse. Había llegado a la puerta y tenía la mano en el picaporte, pero las palabras de Maria lo detuvieron.
–¿Puedo preguntarte una cosa más antes de que te vayas?
Él giró la cabeza sin saber qué esperar. Pero desde luego no era lo que dijo ella a continuación.
–¿Me enseñas tus cicatrices?
Matthieu escuchó en su interior un rugido furioso, como si una herida grande se hubiera reabierto. Se le debió notar en la cara, porque Maria dio un paso atrás. Él se arrepintió al instante. No quería que se asustara. Pero se asustaría igualmente si veía las cicatrices. Como todas.
Recordó la primera vez que se desnudó ante una mujer. A los diecisiete años, era lo bastante ingenuo como para pensar que Clara sentía algo por él. Pero, ¿por qué no enseñárselas a Maria? No volvería a verla jamás cuando saliera de aquella habitación.
–No son bonitas –le advirtió.
–Eso me da igual –respondió ella desafiante sin apartar los ojos de los suyos ni un instante.
Allí estaba aquella fuerza otra vez. El acero que había reconocido dentro de su suave perfección.
Matthieu apretó los dientes, se dio la vuelta y regresó a su lado, sacándose la camisa de la cinturilla del pantalón mientras se acercaba. Se desabrochó los botones uno a uno, y Maria siguió manteniéndole la mirada. Cuando llegó al último botón, la miró una última vez antes de quitarse la blanca camisa y dejarla a un lado. Maria no apartó la mirada al principio, y eso tenía que reconocérselo. Pero Matthieu terminó por cerrar los ojos, no estaba dispuesto a ver aquellas hermosas facciones arrugadas por el asco.
Sintió cómo Maria acortaba la distancia entre ellos, el calor de su cuerpo apretado contra el suyo. En las partes sin dañar, porque los nervios de la piel herida que cubrían casi la mitad de su torso habían perdido sensibilidad. Se preparó para el momento de abrir los ojos, esperando encontrar repulsión y horror en ellos, o incluso la mórbida fascinación que descubría en ocasiones.
Pero lo que vio al abrirlos fue maravilla y algo parecido a la admiración.
Maria estaba completamente embelesada. «No me gusta el fuego», había dicho Matthieu. Sí, tenía el torso desfigurado gravemente por las cicatrices que le recorrían desde el antebrazo hasta el cuello, cubriéndole casi la mitad del pecho. Los dibujos que formaba la cicatriz en el pecho eran dolorosamente hermosos para ella, y no podía ni imaginar el dolor que debió experimentar para que se curaran, ni el tiempo que debió necesitar.
–¿Qué ves? –preguntó Matthieu. Exigió casi.
Y ella dijo las palabras que le vinieron a la cabeza.
–Magnificencia.
«Masculinidad pura». Aunque esto último no llegó a decirlo en voz alta. Dejaría claro el deseo que sentía. Extendió la mano, pero él la atrapó al vuelo y la envolvió con sus grandes dedos con suavidad y al mismo tiempo firmeza.
Maria le lanzó una mirada fija, consciente de que estaba reteniendo el aire en los pulmones. Consciente de que tenía la piel en llamas por el deseo de volver a sentir la conexión que habían experimentado antes cuando se besaron.
Apretó la mano de Matthieu, entrelazada en la suya, y acortaron la distancia entre sus cuerpos. Él se contenía, pero Maria se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo por contenerse. El instinto pudo más que ella y le depositó un suave beso en el pecho, en el músculo pectoral cubierto por una zona de cicatriz que le recordó a un gran roble blanco, nudoso y majestuoso al mismo tiempo.
Trazó el camino que sus labios habían cubierto por el pecho con la mano libre, deleitándose al sentir cómo Matthieu contenía la respiración. Por muy inocente que fuera, podía reconocer el deseo en sus ojos porque lo sentía en su interior.
Depositó otro beso en el centro de su pecho y se sintió extrañamente expuesta. Quería saberse rodeada por sus brazos, esconderse allí de aquella pasión que le resultaba abrumadora. Un escalofrío de deseo le recorrió todo el cuerpo, y fue entonces cuando Matthieu le soltó por fin la mano. Maria lo miró a los ojos, que estaban clavados en los suyos.
–No sigas.
–¿Por qué?
–No sabes lo que estás haciendo. Lo que estás pidiendo –afirmó él casi con rabia.
–Tal vez sea un poco ingenua, pero…
–¿Un poco ingenua? Eres completamente inocente, Maria.
–¿Y eso significa que no sé lo que quiero?
–Significa que no entiendes las implicaciones de lo que quieres.
–Eso le sucede a todo el mundo, ¿no?
–Esto es algo que debes hacer con alguien capaz de quedarse a tu lado.
«Nadie se queda nunca a mi lado», aseguró su mente, rebatiendo todos y cada uno de sus argumentos. Sabía en el fondo que aquello era lo que anhelaba con todo su ser. Nunca había estado tan segura de nada en su vida, y temía que si Matthieu se alejaba ahora, perdería algo con lo que solo había soñado en sus noches más oscuras.
–No pido nada más que esta noche.
Matthieu se había equivocado. Era una seductora. Una seductora que le estaba ofreciendo algo que le resultaba casi imposible