Un zulo propio. Itziar Ziga

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Un zulo propio - Itziar Ziga UHF

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intenso debate se llegó a oír que ya era hora de reivindicar la heterosexualidad en la manifestación del 28-J. A Eduard del fagc casi le da un infarto, veintitantos años de activismo para escuchar semejante perla. Hay cierta tendencia en los tiempos que corren a explicar las realidades de hombres y mujeres obviando la tiranía patriarcal, a retratar a bolleras y maricas sin tener en cuenta la homofobia histórica que inevitablemente cruza nuestras vidas porque nos lleva negando y exterminando siglos, no porque sea agua pasada. Me muero de la risa con el victimismo hetero; lo peor es que hay algunos que se lo creen de verdad. Siempre pienso: ¡cariño, no nos eches la culpa a bollos y a maricas de que no te comas un rosco!

      Además, es evidente que muchos gays pasan una noche loca de vez en cuando con una mujer —personalmente, puedo atestiguarlo—, que muchas bollos tienen fantasías con hombres, que la heterosexualidad pura es una falacia. Si yo soy bollo y me lío con un trans masculino, ¿paso a ser heterosexual o bi? Nuestra complejidad no cabe en la estrechez de un mapa que pondría en un extremo a bollos y a maricas, en el otro a heteros y en el territorio intermedio a bisexuales.

      No se trata de con quién follamos, es una cuestión de opresión y de alianzas políticas, de identidades estratégicas.

      En fin, ante la presión de las «bi happens» —y no de sus argumentos—, la comisión aceptó incluir la b. Me pareció una decisión inteligente: sólo faltaba tener a una panda de universitarios acusándonos de bifobia con la tele en directo...

      Hay otro tema a resaltar: ni el grupo bi ni yo hemos vuelto a ninguna reunión de la unitaria. Ya nos vale, marearles con todo el curro que tienen para que nos escuchen y desaparecer sin arrimar el hombro. Este curso que empieza acudiré en nombre del fagc (Y lo hice, pero no volví a ver apenas a ninguna de las alborotadoras bi).

      Y concluyo con la gran Gioconda Belli —se me sale el tampax sólo de recordar sus palabras—: «soy una quijota que aprendió en las batallas de la vida, que si bien las victorias pueden ser un espejismo, también pueden serlo las derrotas».

      Fucksia Radikal en Barcelona

      Más de una noche de fiesta he terminado intercambiándome la ropa con Flori, una amiga punk-butch. Ella arrastra mis vestidos negros por el suelo mugriento con sus aires de camionera y yo me contorneo en sus pantalones de camuflaje. Me encanta este travestismo improvisado en el que las dos aligeramos el peso de nuestra propia identidad. Parodiamos lo que no quisimos ser y nos divertimos con los juegos que nos fueron robados en la infancia, cuando a ella le llamaban marimacho y yo alzaba mi barbilla de princesa proletaria ante las burlas de mi barrio.

      Me he propuesto investigar y escribir sobre las femmes extremas y radikales, sobre las zorras de mis amigas y yo misma, sobre ese espacio fantasmal que hace diez años me parecía inhabitable y hoy es mi hermosa pecera aquí en Barcelona. Y aclaro desde ahora que hablo de una comunidad femme imaginaria. Que compartimos espacios y afectos pero no estamos ni deseamos estar aglutinadas en torno a nuestra hiperfeminidad. Que ninguna de nosotras va día y noche por ahí eternamente maquillada y divina. Que no hablo de femmes como las parejas de las butch, porque ni todas somos bolleras ni solamente follamos con personas masculinas. De hecho, si en algún espacio somos comunidad, es revolcándonos juntas en más de una cama. Y en los baños de bares y discotecas, y en las playas, y en las azoteas soleadas un domingo de colocón...

      Ni yo ni mis hermanas de corsé y lucha tenemos referentes cotidianos en esta cultura latina católica franquista. Nos hemos construido unas a otras, reinventando a Santa Agueda y a Madonna, a Tura Satana y a María Jiménez, a Federica Montseny y a Alaska. Las feministas y las lesbianas —equiparación generalizada por estas latitudes— del culo de Europa rechazaban, al menos en su mayoría y hasta hace bastante poquito tiempo, la feminidad exacerbada para diferenciarse de las hembras latinas heterosexuales, aparentemente encantadas en su rol de mujer-esposa-madre.

      Siempre he flipado con las madres de mis amigas europeas —por aquí Europa se extiende al norte de los Pirineos—. Me parecían todas bolleras a simple vista. La mujer española es —o era— otra cosa. Hablo en pasado por vocación. Tenían por costumbre aterrizar en las bodas, propias y ajenas, rodeadas de encajes sospechosamente similares a los de las cortinas que sellaban las ventanas de sus casas. La hembra latina es muy hembra, como decía. Quizá por ello en los ambientes lésbicos españoles el juego butch-femme es casi tan extraño como la paella en Marte. Tampoco hay que olvidar que cuarenta años de dictadura y aislamiento nos privaron de referentes externos, con lo limitador pero también con lo interesante que conlleva esta eterna autarquía. Sea por lo que sea, las bollos aquí son muy bollos.

      Recuerdo las primeras fiestas only for women a las que asistí a mediados de los noventa en Bilbao. Allí encontré tres estilos predominantes: las camioneras vascas de pantalón hasta la cintura, camisa y chaleco; las hippies de pelo largo eternamente enrojecido por la henna y las punkies-borrokas. Mis amigas de la universidad y yo cantábamos como almejas con nuestros vestiditos popies. Yo en esa época estaba investigando una estética que reflejara mi posicionamiento político y, a la vez, mi deseo. Recuerdo mucha indecisión y mucho cambio. Todavía conservo alguna foto en la que luzco pelo ultracorto informe, cejas sin depilar, mallas elásticas y camiseta reivindicativa. Hasta yo misma entonces me veía hecha un cuadro. También intenté prescindir del sujetador, pero con una talla 90 no es tan fácil parecer andrógina. Era la época en que empecé a follar con chicas.

      Han pasado más de diez años, vivo en una de las ciudades con más fauna queer del mundo y ya no me siento imposible. A pesar de todo, a mis putonescas amigas —Carmela, Majo, Helen, Bego, Laura...— y a mí nos han preguntado demasiadas veces en una fiesta de chicas: «Tú eres hetero, ¿verdad?» Lejos de quejarme, esta confusión me parece interesante. En Barcelona escribí durante tres años para un periódico feminista y empecé a cogerle gusto a presentarme en las entrevistas vestida como una puta. Me encantaban las caras de sorpresa, incluso a veces de rechazo. Ya no me empequeñezco ante las miradas ajenas y celebro no haber renunciado por el camino a parecerme a lo que siempre soñé de mí misma, como la Agrado en Todo sobre mí madre.

      Porque el único problema real que para mí tienen la feminidad y la masculinidad es que se nos imponen. Que se erigen como un objetivo que tratará de boicotear de por vida el fluir de nuestras mutaciones continuas, de nuestra identidad en permanente reconstrucción. Casi todas las femmes a las que estoy entrevistando fuimos princesitas frustradas de pequeñas, reprimidas en nuestra feminidad espectacular por el entorno familiar y social. Unas porque fueron identificadas como chicos al nacer, otras por mil razones. En mi caso no creo que fueran nada terribles. Me cortaban el pelo para que mi madre no se complicara aún más la vida peinándome y ninguna niña iba a mi cole enfundada en un vestido de fiesta.

      Yo sentía que el espejo me devolvía una imagen que no era mía. Deseaba ardientemente tener una melena ondulada larguísima y una vida aventurera recargada de exotismo más allá de los bloques de mí barrio desiertos de glamour. Pido perdón a las santas feministas por ello, pero ¡cómo me excitan hoy las lentejuelas, las plumas, los volantes, que admiraba desde mi asexuada infancia en los vertiginosos cuerpos de actrices y presentadoras de televisión!

      Vale. Soy una pobre cristiana occidental enferma de bipolaridad, como todas. Por más que lo intente nunca podré escapar de la dualidad masculina/femenina. Y como no lo consigo, prefiero reírme antes que castigarme por ello. No hay nada más sacrílego que recitar al revés una oración. Ni más divertido, al menos para esta humilde pecadora que goza como una perra encarnando el deseo masculino para no satisfacerlo.

      Creo firmemente, y no soy la única, que las femmes extremas y radikales, las femme-inistas como propone mi hermana Ulrika Dahl, somos una estafa. Nos calzamos los tacones de la mujer objeto para ser sujeto. Las reflexiones de Javier Sáez Hartza sobre los excesos de masculinidad en las subculturas bear y leather me invitaron ya hace años a repensarme como mujer fraude. Él habla de traición. Esos

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