Un zulo propio. Itziar Ziga

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Un zulo propio - Itziar Ziga UHF

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hombres. Sin embargo, los estafamos cuando nuestra imagen les anticipa una posesión que nunca tendrán. El producto a la venta terminará decidiendo por sí mismo con quién se irá, por cuánto tiempo y bajo qué condiciones. Y para colmo muchas preferiremos yacer con otra mujer, con un trans, con un mariquita... eso sí que les jode. En este engaño creo que radica el potencial desestabilizador de las femme-inistas dentro del mapa heteronormativo. Sólo pensarlo, me hormiguea el estómago de placer.

      En nuestro espacio falseado convergemos femmes extremas de procedencia trans y bio, trabajadoras sexuales autónomas, travestis descaradas, lesbianas, hetero-insumisas, omnívoras. Como señala Ulrika, todas aquellas que sabemos celebrar y a la vez parodiar la feminidad. «Soy una caricatura de todo lo que el hombre ha intentado inculcar a la mujer y la mujer no ha aceptado», afirma orgullosa la travesti Gina/Jordi Burdel. Aquellas que están encantadas con su poder de seducción femme fatale sin asomo de crítica, las que son capaces de clavarme el tacón de aguja en el ojo si piensan que me acerco demasiado a su territorio de caza —¡Nena, no me ofendas, métete tu maromo por el coño!—, no me interesan lo más mínimo. Y por aquí hay muchas, os lo aseguro. Quizá robamos ropa en las mismas tiendas pero no vamos a los mismos sitios. ¡Cómo me divierte pensar que, a simple vista, puedo parecer una de ellas!

      El contacto con las teorías y los activismos feministas es otro denominador común a todas las femmes que estoy entrevistando, tanto como la sombra de ojos. Y es curioso también cómo a casi todas nosotras esta iniciación en el mundillo feminista nos hizo abandonar por un tiempo la depilación y otras señas de identidad princesiles. Vamos, que pasamos por nuestra etapa de aprendices de camioneras con el fin de evitar que el malvado patriarcado siguiera inscribiendo en nuestros cuerpos su vergonzosa marca. «Estaba investigando qué mujer quería ser y ésta fue una fase de mi búsqueda muy interesante porque me di cuenta de que yo soy feliz siendo femenina. Nosotras hemos hecho un camino de ida y vuelta con la feminidad y no se tiene que despreciar nuestra elección», me dijo Paula, que es argentina, post-española. Entre nuestras madres embutidas en los retales que sobraron de sus cortinas y nosotras hay un trecho. Y quien no quiera verlo, prejuzga.

      Las que desgarramos las cortinas de nuestras madres para tejer nuestros vestidos coincidimos en ello: el deseo de construirnos desde el placer. Y lo que de verdad me sale del coño es no justificar políticamente nuestra opción. Nunca me ha entrado en la cabeza cómo se puede defender la libertad de las mujeres y, a la vez, juzgar a aquellas que deciden enfundarse una minifalda trepadora, subirse a los tacones más temerarios, balancear las caderas al caminar o pintarse la cara como una puerta. Por qué la credibilidad de una mujer es inversamente proporcional a la profundidad de su escote.

      Si fue el feminismo quien destapó que los géneros son una imposición cultural, ¿por qué algunas feministas siguen valorando más a las mujeres que performan la masculinidad, con la misma insistencia que las señoras de bien recomiendan a las marimachos que se feminicen?, ¿acaso el rosa no puede ser un color elegido, reapropiado?, ¿desde qué dudosa autoridad pretenden algunas mujeres biológicas cuestionar los excesos de feminidad en mujeres transexuales, convertirse en severas institutrices de cómo debe interpretarse el papel de la perfecta señorita?, ¿por qué no aceptar y gozar de una vez de la diversidad mutante en el marasmo de los géneros?

      Con esta prepotencia no he podido nunca, y a veces pienso que he extremado mi feminidad sólo por el gusto de sacar al ogro de la cueva y arrancarle la cabeza. Y ahora me sonrío a través del espejo, erguida en mis tacones imposibles, con el pecho dulcemente estrangulado por un corsé y un dildo balanceándose entre mis piernas. De verdad, ¿alguien piensa que parezco una sierva del patriarcado?

      Jugando con nuestra hembra latina

      Cuando mis años de militancia universitaria compulsiva en Bilbao —feminista, libertaria, antimilitarista...— dieron paso a tiempos de precariedad, nomadismo e indecisión, todo lo que oliese a pancarta y asamblea me producía urticaria. Estaba agotada de tanta dialéctica y de tanta seriedad. Tardé un tiempo en recuperar el paso y las ganas de hacer política. Vivo en Barcelona hace ocho años y es la ciudad en la que ha podido encarnarse mi deseo.

      Mónica —una de las princesas guerreras a las que estoy entrevistando— y yo nos llamamos ex_dones desde hace cinco años. Somos el eslabón perdido entre el feminismo y el esperpento, un grupo fantasma y vago. Con los años nuestro proyecto ha ido centrándose en lo que bautizamos como pantojismo: el intento de sacar un provecho estético y político de tanto arrebato drama queen.

      El pantojismo es una herramienta lúdica y absurda desde la que exorcizar a esa hembra latina sufriente que llevamos adherida a nuestras entrañas como si de un alien se tratara. Sus larvas fueron inoculadas por una educación sentimental que entroniza el autodesprecio, la búsqueda compulsiva de pareja y el victimismo. Como las heroínas de las coplas que cantaban nuestras abuelas y madres mientras limpiaban la casa; mujeres eternamente engañadas, despechadas, agraviadas por el Amor y el Destino. El nombre lo hemos tomado prestado de Isabel Pantoja, una famosísima cantante española de coplas actualmente envuelta en turbios asuntos de corrupción inmobiliaria y de la que siempre se ha murmurado que en la intimidad prefiere retozar con otras hembras.

      En nuestros talleres parodiamos los momentos más patéticos de nuestras biografías amorosas para endulzar un poquito el corrosivo sabor a ridículo que se nos quedó impregnado «aquella noche». Utilizamos técnicas de dinamización teatral y los guiones de la televisión más carroñera para reírnos de nuestro lado inconfesable. Nos interesa escarbar en nuestras miserias de culebrón con ironía, y dejar de presuponer que, porque somos licenciadas, feministas y post-modernas, hemos dejado de perder la compostura cuando las cosas no salen como habíamos deseado. Somos herederas de esa vieja voluntad feminista de transgredir la frontera entre lo político y lo íntimo.

      La imaginería flamenca Feria de Abril nos viene de perlas. Nadie que no se haya enfundado un vestidazo de volantes sabe lo que inspira a la hora de parodiar a la mujer arrebatada, —ni lo alucinantemente bella y altiva que se siente una—. Martirio, una cantante post-coplera, dijo una vez que la peineta era la prolongación de la espina dorsal. ¡Toda una cyborg-flamenca! Nosotras decimos que se nos sube la peineta cuando el alien drama queen se apodera de nosotras, cuando nos invade un ataque irrefrenable de pantojismo, esos quince minutos tontos en los que una es capaz de perpetrar los chantajes emocionales más rastreros. En una parte muy importante y divertida de nuestros talleres invitamos a las participantes a construir su personaje pantojil a través de la indumentaria. Salen mutaciones increíbles: la sevillana punk, el latin lover trans, la camionera con lentejuelas, la marika dama de las camelias...

      Para nosotras, el pantojismo es un juego desde el que investigar los excesos y peligros insondables de la feminidad extrema que, voluntaria pero también irremediablemente, llevamos dentro.

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