Colombia, mi abuelo y yo. Pilar Lozano

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un planeta capturador de cometas. Como es grandote, los atrae y los convierte en sus satélites —me sacó de la duda el abuelo.

      Amo la Luna. De niño soñaba con conocerla para brincar seis veces más alto que en nuestro planeta. Allí todos seríamos grandes beisbolistas. Con un batazo la pelota iría seis veces más lejos. ¡Haríamos muchos jonrones!

      Los astrónomos llaman pastoras a las lunas de Urano. Tienen nombre: Titania, Oberón, Ariel, Umbriel y Miranda. Son inmensas. Cada una guía una especie de rebaño de piedras que forman anillos alrededor suyo. Eso lo leí en Internet. El Voyager II (Viajero II), esa nave espacial que revolotea por el universo desde 1977 cargada de aparatos para estudiar y fotografiar lo que encuentra a su paso, descubrió este secreto de Urano.

      ¡Cómo gozó mi abuelo con la instalación de la Estación Espacial Internacional! ¡Una verdadera ciudad científica espacial! Va creciendo cada vez que sube un transbordador al espacio. Solo cuando nos sentamos a ver la página web de la NASA, pude tener una idea más o menos clara de cómo funciona esta maravilla. Cuando mi abuelo era un joven todo esto era simplemente ciencia ficción.

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      Navegar por esta página —www.nasa.gov— fue de las últimas pasiones del viejo. Allí cuelgan las imágenes enviadas por los telescopios espaciales, telescopios robots inteligentes que flotan en el espacio; son subidos al cielo en poderosos cohetes. Y están también las fotos captadas por los laboratorios robots desde Marte. Son como tractores que ruedan por la superficie de ese planeta. Tienen paneles solares para alimentar sus baterías, brazos mecánicos para hacer excavaciones, recoger suelo y rocas marcianas y analizarlas automáticamente en su barriga-laboratorio. Además, están equipados con cámaras fotográficas y filmadoras.

      —¡Te tocará ver a los hombres descender en Marte! Eres un potencial habitante de ese planeta —insistía el abuelo cuando ya estaba enfermo. Le ilusionaba esta idea.

      Y puede ser cierto: cada día sabemos más sobre el planeta más cercano a nosotros. Desde 2018 el Curiosity, una compleja nave espacial, espía a Marte. Ya registró dunas azules, auroras boreales —destellos de luces de verde a morado—, un lago salado de más de 20 kilómetros y tormentas —eternas— de polvo.

      Nunca he dejado de estar atento a las noticias que reseñan los avances en la conquista del espacio. Hace poco me impactó ver la primera foto de un agujero negro; una hazaña posible gracias al trabajo de científicos de 40 países.

      Capturaron un reflejo de hace 55 millones de años. ¡Se necesitó que ocho radiotelescopios, instalados en distintos lugares del mundo —entre ellos Chile, México, Groenlandia, España, Antártida— obtuvieran y procesaran imágenes durante años! ¡En más de mil discos duros las llevaron a Boston y a Bonn donde expertos trabajaron para componer una sola imagen! La fotografía resultante pesa más que todos los datos que subimos los terrícolas a Facebook en 24 horas. ¡Imposible guardarla en la nube!

      Pensar en los agujeros negros me sigue dando escalofríos como cuando era niño y el abuelo me hablaba de ellos. Estos objetos cósmicos son uno de los mayores enigmas del cosmos: cuerpos tan densos que ni siquiera la luz puede pasarles de largo. image

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      Mi abuelo no solo amaba su telescopio. Quería también sus mapas, sus fotos, sus apuntes. Llegó a tener un montón de cosas. Mi padre le insistía: “Papá, esos mapas, esos apuntes los encuentras ya en Internet”. El viejo respondía: “Soy un ser prehistórico, déjenme tranquilo”. Y se alejaba con las manos cubriendo sus oídos.

      Cuando murió la abuela, mis padres resolvieron dejarle una habitación un tanto abandonada y escondida en el último rincón de la casa. Allí montó su refugio; su cuarto de cachivaches, como él mismo lo llamaba.

      Si no estaba de viaje, o mirando las estrellas, él se encerraba ahí. Recuerdo ese lugar perfectamente. ¡Pasé tantas horas allí con Papá Sesé!

      En un rincón puso el baúl —el que más tarde heredé—. Sobre la mesa dejó el globo terráqueo. En cada pared pegó un mapa: un mapamundi gigante, uno de América y dos distintos de Colombia.

      Había también tres butacas —una de las cuales siempre la consideré mía— y un estante donde ordenó sus libros. En el piso acomodó cojines. Cuando se perdía en su mundo, dejaba montañas de documentos regados en el suelo. En medio de ese “desorden” tuvo su sitio, pocos años, el computador. Al final de sus días colgó del techo un balón rojo —su planeta Marte— y sobre él pegó dos astronautas de plastilina: los primeros humanos que llegarían hasta allí.

      Pero el objeto central para mí siempre fue el globo terráqueo. Mi abuelo lo consentía como si fuera un niño. Era maravilloso. Estaba hecho en vidrio y por dentro lo alumbraba una bombilla. Muchas noches apagábamos la luz y lo encendíamos. Nunca lo olvidaré. ¡Me sentía envuelto en un ambiente misterioso que me permitía descubrir los secretos del mundo! Con el globo iluminado desde adentro podíamos ver perfectamente todos los países, cada uno con sus ríos, sus montañas… ¡Era como estar a solas con la Tierra!

      Así como en las ciudades hay calles y carreras para orientarnos y no perdernos, los científicos inventaron líneas imaginarias para ubicar los países en el mundo. Las llamaron paralelos y meridianos.

      Las primeras atraviesan el globo de manera horizontal; los meridianos, verticalmente.

      La línea ecuatorial —¡el centro del mundo!— y el trópico de Cáncer y el de Capricornio, que pasan al norte y al sur de este, son los paralelos más importantes. Mucho más al norte y más al sur, se encuentran las líneas polares.

      La guía para medir los meridianos es la línea vertical que pasa exactamente por Greenwich, una ciudad cercana a Londres, la capital de Inglaterra.

      Pero mi abuelo y yo decidimos llamar carreras y calles a paralelos y meridianos. Nos divertíamos mucho apostando a dar con la dirección de los países.

      Las reglas eran sencillas: la línea horizontal que cruza el globo por la mitad y lo divide en dos partes iguales, el norte y el sur —la línea ecuatorial—, era la carrera número cero. De allí hacia el norte, contábamos 90 carreras, y hacia el sur, otras 90. Claro que en el globo solo aparecían dibujadas de 15 en 15.

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      Las calles empezaban en Greenwich. De ahí contábamos 180 calles al oriente y 180 al occidente. Con las calles ocurre igual que con las carreras: solo están de 15 en 15.

      La dirección de Colombia sería así: país situado entre las carreras 12 norte y 4 sur, entre calles 66 y 79 oeste. Esta manera que nos ingeniamos para localizar los países nos parecía mucho más chévere que señalar que Colombia se encuentra entre los 12 grados latitud norte y 4 grados latitud sur, y entre los 66 y 79 grados de longitud oeste.

      Los

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