La vida como centro: arte y educación ambiental. Ana Patricia Noguera de Echeverri

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La vida como centro: arte y educación ambiental - Ana Patricia Noguera de Echeverri

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antídoto de la pesadumbre, nos regala en las inflexiones de sus notas y en la agudeza de sus letras la posibilidad de renovarnos a la luz del canto.

      Diego Echeverri teje sobre la inmensidad del agua: el agua como origen, como encuentro, como celebración sin límites, como triunfo de la sensualidad, pero a la vez como concierto de preocupaciones por ser blanco de la barbarie, manantial en agonía. Elba Castro nos cuenta de la misteriosa bisagra que existe entre la imaginación de la Naturaleza y la embriagada fantasía de algunos creadores de bestiarios, de donde surgen seres que flotan entre el mito y la verdad. Diana Gómez nos presenta la posibilidad de humanizar en la calle los sentidos, de ver a esta como arteria de la vida y, en consecuencia, encontrar oportunidades para escuchar el eco de la Naturaleza y propiciar, así, que el espíritu urbano se robustezca. Finalmente, José Antonio Caride y Héctor Pose cierran el libro con una invitación a escuchar las voces que nos ofrece el mundo, muchas veces secretas o escondidas en los contextos, y que necesitamos aflorar a la superficie para entender mejor dónde estamos y lo que somos.

      En los distintos capítulos, los autores muestran que el arte aliado a la educación ambiental puede contribuir al descubrimiento, en estos tiempos de profunda crisis, de la nueva medida de las cosas, la cual está mucho más allá de lo humano, pero lo incluye. El espíritu de esta obra apunta al arte como fuerza, como brillo vivo en el horizonte que, al vincularse con la educación ambiental, hace creer, como diría el poeta René Char, que todo sigue siendo todavía posible.

      Prólogo

      Víctor M. Toledo

      Educar para la vida: arte, ciencia y naturaleza

      Vivimos ya, y se irán acrecentando, horas cruciales. Todo se polariza y el mundo se convierte en un tablero de ajedrez, en el que cada movimiento se vuelve más decisivo en la medida en la que la partida avanza. Es el juego de la supervivencia de la humanidad y de su entorno planetario incluida la totalidad del mundo vivo. Este es el marco que se vuelve reto o desafío estelar, no sólo para la llamada educación ambiental, que en el fondo debe ser una educación por, con y para la vida, sino para cualquier acto humano. ¿Cómo educar para la vida en un mundo que insiste en abolir al organismo y sustituirlo por la máquina, que desprecia lo orgánico por el aparato y a la trama por el mecanismo?

      El acto primero que debe remontarse es el de un mundo escindido, porque eso es la civilización moderna, y que por ende convierte al alma de sus miembros en un “rompecabezas sin sentido”. No sólo porque sitúa al individuo separado de los “otros”, sino porque en el individuo mismo rompe sus balances intrínsecos. Estamos frente a la esencia de la crisis del individuo, que es una de las tres crisis mayores junto con la social (se vive la más despiadada de la desigualdades de la historia) y la ecológica (el equilibrio roto del ecosistema global) a la que nos ha llevado la civilización engendrada, multiplicada y expandida por Occidente. La educación, en medio o adentro de este panorama devastador, o instruye para tomar conciencia social y ambiental –remontar la adversidad y “hacerse cargo” de la realidad–, y encara la circunstancia, o se convierte en un mero mecanismo edulcorante, en un anestésico o congelador de las conciencias, en una fuga hacia el vacío. La tarea para un educador verdadero es entonces ardua, múltiple y compleja, pero no imposible.

      El mundo está dividido, sobre todo porque en la modernidad el pensamiento ha subyugado al sentimiento, hasta llegar al extremo de “pensar que se siente”. Dicho de otra manera, la razón siempre está por delante y por encima de la pasión, y la ciencia por encima del arte; y esto se expresa casi en todas las prácticas educativas o pedagógicas y en todos sus niveles. Lo que en las primeras etapas de la historia humana era una síntesis, el sentipensamiento –un balance entre los dos actos supremos del ser humano, y entre estos y su soporte somático, el cuerpo–, hoy ha quedado desarticulada. Sus consecuencias son terribles; condenan a la humanidad a mirarlo todo desde el racionalismo, desde el imperio de la razón, y de manera separada del sentir; se gestan individuos rigurosamente razonables, bajo fórmulas separadas de la intuición, la ética y la estética.

      Lo que una educación por la vida requiere es restaurar ese balance entre el pensar y el sentir, ciencia y arte, y en estos tiempos de emergencia se trata de poner ambos al servicio de seres dedicados a la participación, el involucramiento, la emancipación y la salvación de la especie y del planeta. Se trata de ir afinando procesos educativos dedicados a formar militantes, no diletantes, comprometidos legítimamente con la defensa de la naturaleza, es decir, practicantes de una ecología política. Lo anterior significa que el educador ambiental debe tener habilidad, capacidad, claridad y conocimientos suficientes para involucrar a los educandos, no sólo desde el punto de vista cognitivo sino también desde el afectivo. La nueva noción del sentipensamiento obliga al educador a echar mano tanto de las ciencias como de las artes para articular su discurso y prácticas pedagógicas, y por supuesto una elevada dosis de imaginación y de sentido común.

      El libro que recién abre el lector intenta inscribirse en este torrente de innovación que ya se ha señalado. Se aproxima a un tema que ha estado en general ausente, que deja atrás la idea de que la conciencia ambiental (y con mayor precisión, socioambiental) sólo se logra instruyéndose en los panoramas develados por la investigación científica, y se vuelca a explorar los posibles roles y contribuciones de la actividad artística, no sólo la información veraz y el conocimiento, sino que además explora la incorporación a través de la emoción, la intuición y el sentimiento.

      Lo conforman ensayos centrados en la literatura y, en menor medida, en la música y en la fotografía. Aunque el libro deja fuera campos tan importantes como la danza (bio y ecodanza), la escultura y el teatro (nótese que fue en México donde surgió el primer grupo de teatro ecológico registrado: Ecoludens, ver: www.ecoludens.blogspot.com, cada capítulo realiza aportes y exploraciones de gran interés, y ofrece múltiples reflexiones desde ángulos diversos marcados por la trayectoria y experiencia de cada autor.

      Como una primera inmersión al tema, celebramos su aparición y deseamos que la obra encuentre un amplio número de lectores y, sobretodo, que impulse acciones efectivas en defensa de la naturaleza mediante una educación atenta por igual a la ciencia y al arte.

      CAPÍTULO 1

      La Naturaleza: ese lugar común

      Carmen Villoro

      El arte en general y la poesía en particular han abrevado siempre de las imágenes que otorga el mundo natural. Los criterios de belleza, en diferentes culturas, están basados en atributos propios de la Naturaleza: armonía, fuerza, equilibrio. Considerada por el hombre una obra de arte de Dios, la Naturaleza lo asombra, lo postra, lo inquieta. El hombre ve en ella una sublime manifestación de lo sagrado que rebasa su capacidad de entendimiento. Minúsculo y frágil frente a sus fuerzas, sobrecogido por su majestuosidad, el ser humano le ha rendido tributo dibujándola, pintándola, reproduciendo sus pautas en la música y la danza, describiéndola en la literatura, cantándola en la poesía.

      La pintura paisajista, que surge con el Renacimiento, hace una apología de la Naturaleza como antes lo hizo el arte sacro de las figuras religiosas. El campo, el bosque, el mar, son tratados como escenarios donde se manifiesta la grandeza de la Creación. El gran reto de los pintores de academia ha sido retratar la luz, elemento natural relacionado en todas las culturas con lo divino. Cómo se han esforzado para poder plasmar los efectos del viento en pastizales y velámenes de barcos, en el oleaje y el vuelo de los pájaros. Qué rigor en la técnica para transmitir la consistencia del fuego en las hogueras y las temblorosas llamas de las velas, el colorido de la tierra y sus productos vegetales, la textura de las montañas y las transparencias del agua de ríos, mares y cascadas. Los naturalistas han capturado animales, árboles, frutos y flores en ese intento de transmitir su belleza y su gracia.

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