La vida como centro: arte y educación ambiental. Ana Patricia Noguera de Echeverri

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La vida como centro: arte y educación ambiental - Ana Patricia Noguera de Echeverri страница 3

La vida como centro: arte y educación ambiental - Ana Patricia Noguera de Echeverri

Скачать книгу

al cuerpo humano como una más de sus formas.

      La Naturaleza convoca nuestra sensibilidad de manera instantánea y apremiante. Nuestros sentimientos responden de inmediato a sus estímulos. Todos los seres humanos somos tocados por el dibujo de una flor. Todos hemos querido hablar de un árbol. Todos hemos aliviado nuestro dolor con el sonido del agua. No hay quien no quede prendado por el movimiento del fuego. Lo natural es el tema más común en el arte y el que con mayor facilidad despierta nuestra sensibilidad. Somos más proclives a escribir un poema sobre una rosa que sobre un cenicero o un armario. Por ello mismo, tendemos a repetir lo que ya otros han dicho, una y otra vez a lo largo de la Historia.

      El ser humano tiene la impresión de no estar suficientemente equipado para comunicar lo que la Naturaleza le lleva a experimentar. Por ello ha depurado la técnica hasta niveles de excelencia, pero al darse cuenta de que ni a través de los más sofisticados recursos de que dispone puede captarla, ha optado por conformarse con rozarla tangencialmente, representarla simbólicamente, elaborar metáforas y analogías que permitan apenas vislumbrarla, atisbar en ella por un instante efímero, entenderla de manera parcial y siempre provisional e incompleta. La Naturaleza es demasiado grande pero el hombre la quiere poseer como el niño que se aferra al regazo de su madre.

      Como todos los seres humanos, he estado en medio de un entorno natural que rebasa mi lenguaje. En Iguazú caminé imantada por el sonido cada vez más poderoso de las cataratas hasta que se volvió más fuerte que mis pensamientos. El agua mojaba mi cuerpo que se hacía pequeño a medida que la visión de la caída de agua crecía en majestuosidad y estruendo. Rendida ante la imponencia de aquel cauce colosal lloré todo lo que pude a falta de palabras, intercambié la mirada con mis compañeras de viaje que se entregaban, atónitas, al poder de lo inefable. Cómplices, unidas por la experiencia milagrosa, sólo atinamos a callar. El sentimiento religioso que despertó en nosotros al estar en medio de las cataratas de Iguazú es similar al que comparten los feligreses al interior de una catedral gótica, y similar es la comunión del sentido del ser como una partícula de un todo inconmensurable.

      Un amigo platica la siguiente anécdota: cuando sus padres lo llevaron por primera vez a la costa, siendo un niño pequeño, al descubrir la inmensidad del mar, exclamó emocionado: “Mamá, ayúdame a mirar”. El ser humano será siempre ese niño inerme, desprovisto de recursos, armado sólo con su poesía para entender lo que sus sentidos le aportan cuando de la Naturaleza se trata.

      En el arte, hay quienes se han obsesionado con un tema y han logrado comunicar a los demás mortales el carácter sagrado de un fenómeno. El pintor inglés William Turner dedicó su vida a pintar la luz. Los cielos de sus óleos y acuarelas doblegan nuestro espíritu como si estuviéramos ante un amanecer real. Es cuando nos sorprendemos del talento de ciertos seres privilegiados que son capaces de tales creaciones reservadas a los dioses. Los pintores impresionistas, como Claude Monet y Camille Pissarro, lograron reproducir, no el paisaje real, sino la vibración emotiva que él comunica, creando una técnica que revela la impresión subjetiva de lo mirado por el hombre. Desde las escenas bucólicas del Renacimiento hasta los paisajes mexicanos de José María Velasco y Dr. Atl en los siglos xix y xx, la pintura del paisaje reproduce una indecible felicidad una y otra vez visitada por los seres humanos.

      Ahora bien, si la Naturaleza es, para el ser humano, ese objeto de respeto y devoción que la ha llevado a colocarse como el tema más visitado en el arte, el mayor de sus lugares comunes; si todo humano quiere pronunciarla, compartirla, registrarla, reproducirla, venerarla y exaltarla, ¿por qué la destruimos?, ¿por qué estamos acabando con ella? Además de admirarla, el ser humano ha tratado de controlarla imaginariamente a través de sus creaciones como si en ellas pudiera ejercer el dominio de un entorno que lo abruma y lo sobrepasa. La Naturaleza nos sorprende, pero también nos atemoriza. Nos recuerda que somos Naturaleza y moriremos. La escalada civilizatoria hacia el dominio de lo natural es una negación de la naturaleza personal. Hemos desarrollado un mundo sintético y tecnológico sujeto a leyes diferentes a las naturales: flores de plástico que no se marchitan; edificios que se elevan sobre las frondas de los bosques (nuevos bosques donde los humanos nos sentimos protegidos); sustancias y aleaciones que distribuimos entre la población como amuletos contra el inexorable deterioro paulatino de la vida individual. Sólo algunas culturas, las menos, conciben la existencia como una expresión efímera y honorable de lo amplio natural y otorgan una importancia primordial a lo colectivo sobre lo individual y a lo natural sobre el progreso. Otras sociedades, ciegas a la desgracia, tienen a sus poetas y a sus artistas que recuerdan cada tanto la gloria en la que fuimos concebidos. Los escuchamos, admiramos sus obras, pero inmediatamente olvidamos. En estas sociedades nos gusta lo natural, pero lo queremos encuadrado en un documental de televisión del Discovery Chanel; deseamos jardines ordenados, mascotas domesticadas, cantos enjaulados en un cd, casas libres de insectos y pesadillas.

      Pero ¿no somos también Naturaleza? ¿Cómo huir de nosotros mismos? Por más que lo intentamos, no logramos ser los muñecos inmortales que quisiéramos ni las máquinas omnipotentes que abatirían el transcurrir del tiempo. Lo dijo el poeta Netzahualcóyotl con profundas y sencillas palabras:

      ¿Es que acaso se vive de verdad en la tierra?

      ¡No por siempre en la tierra,

      sólo breve tiempo aquí!

      Aunque sea jade: también se quiebra;

      aunque sea oro, también se hiende,

      y aun el plumaje de quetzal se desgarra:

      ¡No por siempre en la tierra:

      sólo breve tiempo aquí!

      Y retomando la misma tradición de respeto a la Naturaleza y pulcritud estilística, el poeta Octavio Paz consonó cinco siglos después:

      Soy hombre: duro poco

      y es enorme la noche.

      Pero miro hacia arriba:

      las estrellas escriben.

      Sin entender comprendo:

      también soy escritura

      y en este mismo instante

      alguien me deletrea.

      Porque somos Naturaleza, las imágenes de la Naturaleza funcionan como espejo de nuestro mundo interno. La laguna apacible muestra con su quietud la paz que en algunos momentos logramos o anhelamos. El fuerte oleaje es el movimiento de los impulsos que apenas contenemos, las tormentas y los huracanes representan con fidelidad nuestras pasiones. Cuando el poeta escribe un poema que refleja un fenómeno natural, o el elemento natural es el objeto de su asombro o de su disertación, de manera inconsciente está, al mismo tiempo, haciendo una descripción de su estado anímico, de los conflictos que lo habitan, de los deseos que lo mueven o de los temores que se ocultan de su propia consciencia. A su vez, el lector de un poema sin saberlo se asoma, como Narciso, a un estanque que refleja no sólo su rostro sino también un fragmento de su alma.

      Tomo al azar el libro Alfabeto del mundo, de Eugenio Montejo; lo abro en una página cualquiera, la 31. Leo el poema Acacias:

       Acacias

      Estremecidas como naves,

      acacias emergidas de un paisaje antiguo

      y no obstante batidas en su fuego

      bajo la negra luz de atardecida.

      Yo miro, yo asisto

      a este mínimo

Скачать книгу