La vida como centro: arte y educación ambiental. Ana Patricia Noguera de Echeverri
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de la estación del tren entre la sombra,
del barco que se queja,
del veredicto serio de las horas.
Tuerce, extravía, lesiona los minutos,
se prende emocionada
de la última teja,
rasguña los tinacos,
suplica y se rebela,
llama al reloj “añejo, vetusto, carcamal”.
La lluvia de la noche
laquea los edificios
pero ella se emancipa con una carcajada,
pinta su rostro
de anuncio luminoso,
se desmiembra en las casas
bajo pantallas tenues,
se cuela por los cuerpos,
los toca y acicala,
los esculpe en arena,
los derrumba.
Vuelve a su viaje interno,
a su sabiduría,
a su propio y circular oráculo.
Y yo que miro todo esto
no la veo.
En un sentido o en otro, nuestro diálogo con la Naturaleza muestra el profundo sentido de desprotección, la orfandad que nos caracteriza como especie consciente de su irrevocable destino y la rendición necesaria ante las leyes cósmicas que nos incluyen, o bien, el denodado esfuerzo de negarlo. El arte en general, y la poesía como una de sus manifestaciones, son la expresión más legible de esa lucha pasional, el lugar común que todos habitamos.
CAPÍTULO 2
Literatura: fértil vientre contra el ecocidio y el olvido
Javier Reyes Ruiz
El estallido de la actual crisis civilizatoria ha provocado que perdiéramos, especialmente a partir del siglo xx, la confianza en el destino. “El navío Tierra navega entre la noche y las tinieblas”, dice Edgar Morin (1999). En el contexto de un indispensable cambio de época, requerimos recuperar el sentido de la utopía (en cuya esencia está la convicción de que es necesario construir un mundo distinto), no sólo para reconectarnos con los sueños colectivos, sino para retomar lo que hemos ido perdiendo en las últimas décadas: razón y rumbo. Es posible prever que las utopías del siglo xxi estarán marcadas por la insurrección de la espiritualidad y las emociones, no para arrinconar a la razón, sino para ponerla en equilibrio. Y a diferencia de siglos pasados, frente al extendido deterioro ambiental de la biósfera, las utopías de hoy no podrán ignorar el papel protagónico que juega la Vida, esa bondad suprema, como la llamaba Xavier Villaurrutia, que es la que permite que el mundo sea el mundo. Y en este contexto, la literatura se conecta no sólo como territorio en el que se debaten las utopías, sino como espacio en el que se describe y analizan las virtudes y las profundas contradicciones de las sociedades humanas.
Jaime Labastida inicia uno de sus libros (2015: 15) expresando que cuando el humano adquirió el lenguaje articulado empezó a “hablar(se) a sí mismo para edificar el amor, comprender el sueño y luchar contra la muerte”. Miles de años después seguimos con esos viejos empeños, pero nuevas circunstancias nos obligan a darle prioridad al enfrentamiento con la muerte, es decir, a apostar por la vida. Y en tal sentido, hoy resulta impostergable que la literatura, esa creación profundamente humana, se levante como voz y como arma, sin perder la belleza y la verdad como parte de su esencia, para edificar un proyecto civilizatorio que sintonice menos con la muerte.
¿Cuál es la función de la literatura en un mundo en el que pareciera que la vida ya no es una prioridad? ¿Siguen siendo útiles las obras literarias, en medio de una realidad cargada de sin sentido humano y deterioro ecológico? ¿No sería mejor salir a sembrar un árbol o limpiar un río que aposentarse a leer un libro?
Este capítulo parte de la premisa de que la literatura sigue plenamente vigente como compleja expresión humana, no sólo porque el ejercicio de escribir y de leer permite continuar la saga de descubrimientos del sentido de la vida, sino porque impulsa la invención y los sueños. Por eso no basta con salir a sembrar árboles o limpiar ríos, es indispensable escarbar en nuestra interioridad, reconstruirnos permanentemente en los otros, reubicar nuestra presencia humana en el seno de la naturaleza que también somos; y en este trayecto la literatura es un motor fundamental, sobre todo aquella que es optimista pero no ingenua, que sin perder la capacidad de denuncia, sea franca partidaria de la esencia de la vida.
Aunque la literatura ha sido siempre una madeja de posibilidades y propósitos, destaca que se convirtió también una lograda forma en que el humano ha conseguido atrapar el tiempo vivo de cada época. Es por ello que frente a la crisis que enfrentamos la literatura puede brindar múltiples contribuciones. Voy a referirme sólo a dos de ellas: su aporte al entendimiento de la vida y su colaboración para crear y arraigarnos en territorios que le dan sentido al ser y estar en el mundo.
1 1. La primera se refiere a que aporta una mayor comprensión sobre la vida y sus posibilidades. Con la literatura hemos aprendido que la vida es mucho más profunda y compleja que el inconmensurable latido de la biósfera. Hoy estaríamos muy limitados en la comprensión del significado y la complejidad de la vida sin los aportes de los enormes naturalistas y biólogos como Van Leeuwenhoek, Charles Darwin, Hans Sloane, Paul Ehrlich, Jared Diamond, entre tantos otros. Pero también sabríamos mucho menos de la esencia de la vida sin Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Pessoa, Nabokov, Neruda, Borges, por citar unos entre miles.
2 Sin embargo, y quizá suene esto a un atrevimiento mayor: las obras literarias, con todas sus vacilaciones y ambigüedades, han comprendido y abordado de manera más profunda e integral el vínculo entre el individuo, la cultura y la naturaleza. Así, en las últimas décadas a tantos escritores les debemos que hayan ido mucho más allá de la descripción o la denuncia de la barbarie que hoy predomina; que se hayan arriesgado a abonar a la comprensión de la vida actual, pero no desde el plano de la conformidad o la neutralidad académica, sino desde el territorio de lo subversivo y lo posible.
3 Poetas y narradores nos han hecho comprender, con palabras de estrujante verdad y belleza, que vivimos en el vientre de un presente precario, que la incertidumbre es hoy ánimo y atmósfera, que sentimos el abrazo amargo del desencanto y que hay un estruendo de un terremoto civilizatorio. Xavier Villaurrutia, poeta nuestro, escribió hace algunos años: “… no es la noche sino la ceguera lo que llena de sombra nuestros ojos” (Paz et al., 2008)
4 Pero a pesar de este oscuro panorama, hay tantos escritores que, a punta de palabras luminosas, nos conducen a no desmoralizarnos ante una realidad que es un mar de sombras, pues como ha enfatizado Lipovetsky (2008), la denuncia apocalíptica es fácil y cómoda, el verdadero compromiso, intelectual y ético, es pensar el mundo para encontrar salidas.
5 En este sentido, cuántas obras literarias han sido un refugio o un regazo para defendernos de una realidad de espanto. Y con ellas hemos aprendido que la vida es ancha, que en ella sigue habiendo lugar