Entre el amor y la lealtad. Candace Camp
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Como si hubiese estado tirando de una áspera cuerda.
Desmond miró por uno de los oculares del artilugio que tenía frente a él. En fin, la idea no había funcionado. Alzó la cabeza y consideró el problema mientras dibujaba distraídamente sobre el papel que tenía ante él. Era sorprendentemente inmune al desaliento, considerando que su más reciente intento de construir un instrumento espectrográfico había fracasado. Pero era muy difícil sentir algo que no fuera optimismo. El domingo iba a ver a Thisbe. Sonrió para sus adentros.
Encontrarse en una sala de lectura no era precisamente lo ideal. Claro que podrían dar un paseo después y charlar, pero iba a echar de menos esa hora sentado a su lado, profundamente consciente de su presencia. También tenía un toque furtivo, como si estuvieran organizando una cita, lo cual, supuso, era verdad, con la diferencia de que estarían a la vista de todo el mundo en lugar de ocultándose en un sitio más íntimo.
Deseó con toda su alma poder verse con ella en privado. Pasear, charlar y reír con ella era maravilloso. En su vida había reído o sonreído tanto como cuando estaba en su compañía. Pero deseaba desesperadamente tocar su brazo, tomar su mano, aunque esa mano estuviese enguantada. Y, sobre todo, se moría por abrazarla, por sentir su cuerpo en sus brazos, por aspirar el aroma de su cuerpo. Por besarla.
Desmond se removió en la banqueta. Era una tontería pensar en ello. Nada bueno podría surgir de ese romance y debería disfrutar del momento, tomar lo que tenía, sin pensar en lo que quería y en los obstáculos que había entre él y ese futuro deseado. Lo cierto era que todos esos obstáculos se reducían a un solo: era un hombre sin futuro.
Suspiró y arrojó a un lado el lápiz, la molesta pregunta que lo había estado rondando durante todo el día regresando a su mente: ¿Por qué había querido Thisbe que se vieran en el museo? ¿Por qué no había sugerido que la visitara en su residencia? ¿Por qué nunca le permitía acompañarla hasta su casa?
Sus motivos siempre eran lógicos: él debía regresar a su trabajo, hacía frío y no llevaba su abrigo… Y así una tras otra. Pero Desmond no podía evitar pensar que ella no quería que supiera dónde vivía.
Se le ocurrían varios motivos para eso, y ninguno jugaba a su favor. El peor de todos era que se avergonzaba de él. El más desgarrador, que estaba casada. Y entre medias había unos padres estrictos que no le permitían recibir la visita de un hombre, la vergüenza por el lugar en que vivía, o por algún miembro de su familia. Desgraciadamente, los motivos del medio eran los menos probables. Un padre estricto no permitiría que su hija asistiera sola a conferencias, mucho menos que pasara fuera toda una tarde. Era evidente que amaba a su familia, y hablaba de ella siempre con afecto. También vestía demasiado bien para vivir en una choza.
El motivo más obvio era que no quería que su familia lo conociera. Incluso el más permisivo de los padres desaprobaría que su hija fuera cortejada por un hombre sin futuro y, siendo un intelectual, a su padre sin duda le desagradaría profundamente conocer a un hombre que no hubiese estudiado en Oxford, como había hecho él mismo y los hermanos de Thisbe. Peor aún, él no había conseguido permanecer un curso entero en ninguna universidad.
En Thisbe había una cualidad refinada, que seguramente se extendería a toda su familia, de la que él carecía. A pesar de su cultivado lenguaje, del poco acento de Dorset que conservara, su discurso carecía de ese tono que desvelaba el refinamiento. Su ropa era barata, su pelo desaliñado. Su pasado… Bueno, lo cierto era que no tenía nada de lo que enorgullecerse, aparte del hecho de haber conseguido dejarlo atrás.
Era la clase de hombre que perdía los guantes, que olvidaba el abrigo aunque hiciera un tremendo frío, que nunca sabía qué hora era y a menudo llegaba tarde, y que podía pasarse horas hablando sobre un tema que aburría a todo el mundo. Jamás conseguiría ganar dinero suficiente para mantener a su familia, y el poco dinero que conseguía ganar solía gastarlo en un libro o en sus investigaciones. En resumidas cuentas, no era un hombre al que una chica querría presentar a sus padres.
Bueno, pues desde luego había conseguido desinflar el balón de su felicidad. Desmond regresó a su instrumento fallido. Seguramente iba a tener que desmontar todo el artilugio.
Justo en ese momento la puerta del laboratorio se abrió de golpe, llevando al interior un golpe de aire invernal. Carson entró con una amplia sonrisa en su cara.
—Tengo noticias. Le van a encantar, profesor Gordon.
—¿En serio? —Gordon se levantó de la mesa y se colocó las gafas—. ¿Has descubierto algo?
—Así es —tras conseguir la atención que deseaba, Carson se acercó despacio a su mesa y se quitó el sombrero mientras a su rostro asomaba la expresión del gato que acababa de comerse al canario—. He sabido que la duquesa viuda de Broughton está en la ciudad.
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