Entre el amor y la lealtad. Candace Camp

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Entre el amor y la lealtad - Candace Camp Top Novel

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Erlenmeyer! ¿Lo dice en serio?

      —Sí. ¿Lo conoce?

      —Por supuesto. ¡Su teoría sobre el naftaleno es brillante!

      A continuación se lanzaron a una animada discusión sobre el naftaleno, los anillos de benceno y la experimentación, que duró varios minutos. Hasta que no apareció el señor Andrews en la puerta y carraspeó Thisbe no se dio cuenta de que no quedaba nadie más allí. Ni siquiera se oía ruido en el vestíbulo.

      —¡Oh! Me temo que el señor Andrews querrá cerrar la sala de conferencias —por supuesto, el señor Andrews les permitiría quedarse si ella se lo pidiera, pero no había ningún motivo para que el pobre hombre permaneciera allí por un capricho suyo.

      —¡Oh! —el joven miró a su alrededor—. No me había dado cuenta de que…

      —Yo tampoco.

      Se dirigieron hacia la salida.

      —Que tenga un buen día, señorita —saludó Andrews con una reverencia.

      Afortunadamente no se había dirigido a ella como «milady», como solía hacer en el pasado. Thisbe había logrado quitarle esa costumbre, aunque de vez en cuando aún se le escapaba. Era evidente que le perturbaba. No se sentía cómodo dirigiéndose a ella como «señorita Moreland» y, al parecer, era incapaz de llamar a su madre otra cosa que no fuera «Ilustrísima».

      Permanecieron en el vestíbulo. A Andrews aún le llevaría un rato recoger la sala de conferencias, de modo que disponían de unos minutos.

      —Lo siento —continuó ella, deseosa de proseguir con la conversación—, no hemos hecho otra cosa que hablar de mis intereses. Ni siquiera le he preguntado cuál es su campo.

      —Ya, bueno —él la miró con cierto recelo—. Estoy trabajando en un proyecto con el profesor Gordon.

      —¿Archibald Gordon? —Thisbe lo miró fijamente—. ¿El que cree en fantasmas?

      —Eso es lo único que se dice de él —el joven suspiró—. Pero se trata de un respetado científico.

      —Era un respetado científico hasta que empezó a coquetear con fraudes como la fotografía de espíritus —espetó Thisbe antes de sonrojarse—. Lo siento, eso ha sido una grosería. Todo el mundo me acusa de ser demasiado franca. No pretendía… menospreciar sus convicciones. Si usted es un espiritista… —sería muy decepcionante, pero, por supuesto, eso no era algo que pudiera decirle.

      Para su inmenso alivio, él sonrió.

      —No se preocupe. No me ofende, ni tampoco soy espiritista. No creo en supersticiones o leyendas. En Dorset, donde yo me crie, son muy abundantes y mi tía solía contarme historias de fantasmas y magia y cosas como corazones de buey atravesados con espinas en la chimenea para evitar que la bruja bajara por ella, esa clase de cosas. Yo sabía que eran tonterías. Pero uno no puede ignorar que la gente haya visto imágenes espectrales, y no me refiero a esos que aseguran haber visto a lady Howard en su carruaje fantasma recorriendo las marismas. Me refiero a esas personas que se despiertan y descubren a un ser querido de pie junto a su cama.

      —Eso son sueños. Todo el mundo tiene sueños raros de vez en cuando.

      —Pero rechazarlo sin más es ignorar la evidencia. Personalmente, dudo que la fotografía de los espíritus logre capturar la imagen de los fantasmas, pero hay que tener en cuenta las pruebas que existen. El señor Gordon vio las fotografías, vio cómo se tomaban, y no vio ninguna señal de fraude, y por eso cree en ello. Debe admitir que nadie ha logrado explicar cómo los fotógrafos de espíritus logran que aparezca la imagen fantasmal sobre la placa fotográfica.

      —Puede que no, pero ¿no hubo una mujer en Boston que afirmó que el fantasma de una de las fotos era en realidad una foto suya que le habían hecho en el mismo estudio? Yo diría que esa es una prueba concluyente.

      —Y por eso me cuesta creerlo —él asintió—. Pero, si aceptamos la palabra de esa mujer como prueba, ¿cómo podemos rechazar la de todas esas personas que aseguran que esas imágenes pertenecen a sus seres queridos? Sin duda una madre sabrá reconocer a su propio hijo.

      —En mi opinión, un familiar doliente tienen tantos deseos de creer que se trata de la persona que ha perdido, que imagina sus rasgos en esa foto y los identifica con ese ser querido. Las imágenes son pálidas y difusas, ¿no es así? Un bebé vestido con traje de cristianar y gorrito no es fácil de distinguir de cualquier otro vestido igual y, si el rostro está algo borroso, no resultará difícil ver lo que quieras ver.

      —¿Y si usted también lo viera? ¿Y si tuviera la evidencia ante sus ojos?

      —Seguiría mostrándome escéptica.

      —Eso no me cabe duda —él soltó una carcajada.

      —Sin embargo —continuó Thisbe—, si pudiera demostrarlo con absoluta certeza, sin asomo de duda, tendría que creérmelo.

      —Y eso precisamente es lo que intentamos hacer —el rostro del joven se iluminó de entusiasmo—. Estamos haciendo experimentos. Mi objetivo es demostrar, o refutar, la presencia de un espíritu que permanezca después de la muerte. Me da igual cuál sea la hipótesis correcta. Lo que me importa es la investigación. En este mundo hay muchísimas cosas que desconocemos, que no vemos. Muchas de las cosas que ahora sabemos habrían sido tildadas de imposibles hace cincuenta, incluso veinte, años. El telégrafo, por ejemplo. ¿Quién habría creído que se podría enviar un mensaje a alguien a kilómetros y kilómetros de distancia, y en un instante? O la fotografía. La electricidad. Y sin embargo siempre estuvo allí… pero no lo veíamos.

      En opinión de Thisbe, investigar fantasmas no podía considerarse ciencia, pero le gustó la alegría en la mirada del joven, la pasión que traslucía por aprender e investigar. Así se había sentido ella toda su vida, con esa ansia por saber, la excitación del descubrimiento. Le había gustado ese hombre nada más verlo, pero en ese mismo instante tuvo la convicción de que era importante.

      —¿Y cómo pretenden demostrar la teoría? —preguntó.

      —Necesitamos encontrar la herramienta adecuada. Piense en todas esas estrellas que no éramos capaces de ver antes de que se inventara el telescopio. Todos esos detalles minúsculos que nos resultaban invisibles hasta la invención del microscopio. ¿Y si los espíritus de las personas hubiesen estado allí todo el tiempo, y simplemente no teníamos la capacidad para verlos?

      —¿Quiere inventar una herramienta para que podamos verlos?

      —Esa es mi esperanza. La fotografía de espíritus se basa en la idea de que la cámara puede captar lo que el ojo no ve, lo que sucede demasiado rápido, o sin la suficiente nitidez. Mi campo de trabajo es el de las propiedades de la luz. La luz no es visible a nuestros ojos como colores hasta que empleamos un prisma. Pero William Herschel descubrió que había otra clase de luz, la infrarroja, que ni siquiera podemos ver con un prisma.

      —Sí, he oído hablar de eso —Thisbe asintió—. Utilizó un prisma para separar los colores y luego aplicó un termómetro a cada color para comprobar cuál se calentaba más deprisa. Pero lo que descubrió fue que el termómetro subía más rápidamente fuera del espectro. De modo que tenía que haber otra parte del espectro que existe, pero que no podemos ver.

      —Exactamente.

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