Ensayos de hermenéutica. Julio Amador Bech

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Ensayos de hermenéutica - Julio Amador Bech Heterodoxos

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a erigirse en el mundo en clara oposición al espíritu teológico y metafísico. A partir de ese momento, las concepciones positivas se separaron completamente de la alianza supersticiosa y escolástica que más o menos viciaba el auténtico carácter de todos los trabajos anteriores.

      El segundo punto de vista es el de Heidegger, quien, por su parte, mira el mismo proceso desde una perspectiva crítica:

      Ahora bien, la ciencia moderna, a diferencia de las invenciones conceptuales meramente dialécticas de la ciencia medieval y la escolástica, debía fundarse en la experiencia. Y en vez de eso, coloca en primer plano un principio que refiere una cosa que no existe. Exige una representación fundamental de las cosas que contradice la representación común.

      En esta pretensión se fundamenta lo matemático, es decir la imposición de una determinación de la cosa que no está generada desde ésta misma de modo acorde a la experiencia y que, igualmente, subyace a todas las determinaciones de las cosas, las posibilita y les abre un espacio. Una tal concepción fundamental de las cosas no es arbitraria ni de suyo obvia. Por eso se precisó de una larga disputa para convertirla en la dominante. Fue necesaria una transformación de la manera de acceder a las cosas, junto con la forja de un nuevo modo de pensamiento (2009: 116).

      Heidegger concluye con toda claridad que, desde la perspectiva cartesiana, no es la experiencia la que da validez al conocimiento científico, sino una entidad totalmente abstracta, como los son las matemáticas, las cuales no tienen una referencia directa y práctica a los fenómenos que se investigan, sino solamente una relación mediada. Por ello Heidegger utiliza la frase “una cosa que no existe” para referirse a las abstracciones matemáticas. De tal suerte, “La ciencia moderna es experimental sobre el fundamento de la proyección matemática. El impulso experimental hacia las cosas es una consecuencia necesaria del propio sobrepasar matemático, que pasa por alto todos los hechos. Sin embargo, donde este sobrepasar en la proyección se clausura o se agota, los hechos son meramente constatados y surge el positivismo” (Heidegger, 2009: 120). Esto, además, da lugar a la hipóstasis de las matemáticas por lo verdadero: “En la proyección matemática se consuma la vinculación a los principios exigidos por ella misma. Según esta tendencia interna de la liberación para una nueva libertad, lo ma­temático impulsa desde sí a poner su propia esencia como fundamento de sí mismo y, con ello, de todo saber” (Heidegger, 2009: 117). De tal suerte, el modo reductivo de entender a las matemáticas se impone como paradigma de todo conocimiento “exacto y verdadero”.

      Concluimos, así, que este reduccionismo matemático constituye, de suyo, el obstáculo fundamental que debe librar la comprensión profunda, en el ámbito de las ciencias del espíritu. Reduccionismo que, además, da pie a la degradación del modo de concebir el logos, entendido como pensamiento y discurso. Franz K. Mayr ha dado cuenta magistralmente de ello, mostrando de manera deta­llada y sistemática el proceso de degradación del concepto de lenguaje a lo largo de la historia de la filosofía y de las ciencias humanas, el cual culmina en el pobre concepto instrumental del lenguaje, propio de la semiótica, particularmente, la estructuralista, cuyos ejemplos paradigmáticos los encontramos en la obra de A. J. Greimas, así como en la de los estructuralistas Roman Jakobson y Claude Lévi-Strauss.

      En ese sentido, resulta importante señalar que ya en la obra de Charles Sanders Peirce, la lógica es presentada, en su sentido general, con el nombre de semiótica, entendida esta última como la doctrina “cuasinecesaria, o formal” de los signos (Peirce, 1965). Por cuasinecesaria, Peirce entiende la observación de los signos por medio de la abstracción; la cual es, para él, un proceso muy parecido al razonamiento matemático llevado a cabo por una inteligencia científica (Peirce, 1965). Quedan así sentadas las bases para la formalización del lenguaje y el uso de la lógica matemática para el análisis del mismo. Ahí están las coincidencias, no importa que la orientación filosófica de Peirce fuera pragmática y la de Greimas, estructuralista.

      ¿De dónde viene ese concepto reductivo y degradado del lenguaje? De acuerdo con Mayr, mientras que con Heráclito el lenguaje humano “era concebido como adaptación mimética a la esencia de la cosa simbolizada, como presentación del mundo-logos”, con Platón –en contradicción con su propio genio poético– comienza a ser reducido a “un medio de expresión de un pensamiento independiente del lenguaje y su interpretación de la debilidad e insuficiencia del medio lingüístico de expresión” (1994: 319-320). “La teoría aristotélica del lenguaje, entendida como una reflexión última sobre la cultura decadente de la polis, ya había orientado la predicación humana (kat-egoría: acusación) hacia el intercambio de mercancías y la actuación judicial” (1994:139). En una larga y penosa sucesión, nuevos pasos en ese sentido conducen a “la concepción de las ideas como presentación de la cosa”; “la pérdida creciente de los símbolos lingüísticos a favor de los signos precisos y formales”; “la fijación ahistórica del lenguaje en formas estándar que, desde el siglo xvii, llevan a cabo las academias; y el lenguaje sígnico de las matemáticas” (1994: 341-342). Gadamer constata este proceso señalando que

      Es forzoso reconocer que toda comprensión está íntimamente penetrada por lo conceptual y rechazar cualquier teoría que se niegue a aceptar la unidad de palabra y cosa.

      Pues bien, la situación es aún más complicada. Lo que se plantea es si el concepto de lenguaje, del que parten la moderna ciencia y filosofía del lenguaje, hace en realidad justicia al estado de la cuestión. En los últimos tiempos se ha alegado con razón desde el flanco lingüístico que el concepto moderno del lenguaje presupone una conciencia del lenguaje que es a su vez un resultado histórico y que no puede aplicarse para el comienzo del proceso histórico, en particular para lo que era el lenguaje entre los griegos. El camino iría desde la completa inconsciencia lingüística propia del clasicismo griego hasta la devaluación instrumentalista del lenguaje en la edad moderna (1999: 484).

      En ese sentido, resulta verdaderamente ingenua, por no decir irrisoria, la crítica que propone Greimas de las hermenéuticas de Durand y Lacan, poniendo en evidencia su profunda incomprensión de los problemas que plantea la interpretación de los símbolos:

      La misma inversión de la problemática del lenguaje se halla agravada en las especulaciones relativas a la naturaleza simbólica de la poesía, del sueño y de lo inconsciente: esta especie de asombro ante la ambigüedad de los símbolos, la hipóstasis de esta ambigüedad considerada como concepto explicativo y la afirmación del carácter “inefable” del lenguaje poético, de la riqueza inagotable del simbolismo mítico llevan a personas tan sagaces como J. Lacan o G. Durand a introducir en la descripción de la significación juicios de valor y a establecer distinciones entre palabra verdadera y la palabra social, entre un semantismo auténtico y una semiología vulgar […] todo lo que es del campo del lenguaje es lingüístico, es decir, posee una estructura lingüística idéntica o comparable y se manifiesta gracias al establecimiento de conexiones lingüísticas determinables y, en gran medida, determinadas. Llegaríamos tal vez a “desmitificar” a costa de esto ese mito anagógico moderno según el cual hay en el lenguaje zonas de misterio y zonas de claridad. Es posible –es ésta una cuestión filosófica y no ya lingüística– que el fenómeno como tal sea misterioso, pero no hay misterios en el lenguaje [sic] (Greimas, 1987 [1966]: 87-88 [cursivas en el original]).

      En primer lugar, Greimas demuestra la pobreza de su concepto de símbolo, su incomprensión de la poesía y su ignorancia respecto de los fenómenos del sueño y de lo inconsciente. En segundo lugar, cree que no hay misterios en el lenguaje porque lo reduce a sus estructuras formales analizables, pero el lenguaje es mucho más que eso. Se hace, así, evidente, la razón por la cual Durand demuestra que Greimas reduce el símbolo a signo (Durand, 1971 [1964] y 1993 [1979]). Y, si aun el signo lingüístico común (arbitrario, carente de toda

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