Ensayos de hermenéutica. Julio Amador Bech

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Ensayos de hermenéutica - Julio Amador Bech Heterodoxos

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las tragedias clásicas, aunque estuvieran compuestas para una escena fija y solemne y aunque hablasen sin duda a su propio presente social, no eran como los accesorios de la escena, determinados para una sola aplicación o guardados en el almacén para aplicaciones posteriores. El que pudieran ser repuestas y que incluso pronto se las empezase a leer como textos no ocurrió sin duda por interés histórico, sino porque eran obras que seguían hablando (1999: 671).

      Recordemos lo ya señalado anteriormente en el sentido de que en la Grecia del siglo v a. C. la tragedia era todavía ese arte total del rito, inmerso en la sustancia mítica, que conjugaba todas las artes: poesía, música, canto, espacio arquitectónico ceremonial, escenografía y vestuario, para lograr su finalidad catártica. Aristóteles compara la epopeya con la tragedia, señalando sus semejanzas como formas de la perfección literaria, siendo ambas composiciones en verso de gran extensión; el tema, las acciones y las personas principales son serios y elevados por encima de lo cotidiano; indica luego, el filósofo, que la diferencia existente entre los dos géneros es de carácter formal (Aristóteles, 2002: 43-47 [1449b, 1450a y 1450b]; Düring, 1987: 271). En forma sucinta, define a la tragedia como la representación de una acción grave, expresada en un lenguaje poético, representada por actores y teniendo un efecto principal en el espectador, el del placer que se deriva de vivenciar las sensaciones y emociones humanas fundamentales, experimentando un efecto final, catártico, el sentimiento y el placer de eliminar esos afectos (Aristóteles, 2002: 45 [1449b]; Düring, 1987: 272-273). Abunda sobre el carácter de las acciones y su efecto en los espectadores:

      Y puesto que la imitación no lo es sólo de una acción completa, sino de hechos capaces de provocar el terror y la compasión, y estos ocurren sobre todo cuando se producen contra lo esperado unos a causa de otros, pues así tendrán el carácter asombroso en mayor medida que si se deben al azar y la fortuna, ya que incluso de entre los sucesos derivados de la fortuna resultan ser mucho más maravillosos todos los que parecen haberse producido expresamente, como, por ejemplo, la forma en que la estatua de Mitis en Argos mató al culpable de la muerte de Mitis cayéndole encima cuando la contemplaba, pues parece que tales sucesos no se producen al azar, de ello se deduce que necesariamente los argumentos de esa especie son los más bellos (2002: 55 [1452a]).

      Concluye: “Pero el reconocimiento más propio del argumento y más propio de la acción es el que acabamos de decir, pues tal reconocimiento y peripecia acarrearán o compasión o terror, situaciones provocadas por acciones de las que se supone que la tragedia es imitación, puesto que el infortunio y la felicidad dependerán de semejantes acciones” (Aristóteles, 2002: 57-59 [1452a, 1452b]). Son estas características de la tragedia a las que apelará Gadamer “para ilustrar la estructura del ser estético en general”. Afirma que “lo trágico es un fenómeno fundamental, una figura de sentido, que en modo alguno se restringe a la tragedia”, por lo cual resulta de gran utilidad a la hora de mostrar lo que la obra de arte es (1999: 174).

      Aunque parecería obvio, lo dicho así por Gadamer tiene importantes consecuencias: “La tragedia es la unidad de un decurso trágico que es experimentado como tal […] Lo que se entiende como trágico sólo se puede aceptar. En este sentido se trata de hecho de un fenómeno ‘estético’ fundamental” (1999: 176).

      A partir de aquí, Gadamer se propone averiguar qué significan las emociones provocadas por la acción de la tragedia: “Pues bien, por Aristóteles sabemos que la representación de la acción trágica ejerce un efecto específico sobre el espectador. La representación opera en él por éleos y phóbos. La traducción habitual de estos efectos como ‘compasión’ y ‘temor’ les proporciona una resonancia demasiado subjetiva” (1999: 176). De ahí que argumente en el sentido de entender de manera más plena las emociones que produce la tragedia, definiendo éleos como “la desolación que le invade a uno frente a lo que llamamos desolador. Resulta, por ejemplo, desolador el destino de un Edipo” (1999: 176). Al interior de la trama de la tragedia, éleos y phóbos se articulan de tal modo que producen un efecto emotivo muy profundo: “En el modo particular como se relacionan aquí phóbos y éleos al caracterizar la tragedia, phóbos significa el estremecimiento del terror que se apodera de uno cuando ve marchar hacia el desastre a alguien por quien uno está aterrado. Desolación y terror son formas de éxtasis, del estar fuera de sí que dan testimonio del hecho irresistible de lo que se desarrolla ante uno” (1999: 176-177). Concluye:

      Aristóteles piensa en la abrumación trágica que invade al espectador frente a una tragedia. Sin embargo, la abrumación es una especie de alivio y solución, en la que se da una mezcla característica de dolor y placer […] En ese sentido la tragedia opera una liberación universal del alma oprimida. No sólo queda uno libre del hechizo que le mantenía atado a la desolación y al terror de aquel destino, sino que al mismo tiempo queda uno libre de todo lo que le separaba de lo que es (Gadamer, 1999: 177).

      Así, resulta que los sucesos presentados por el mito y la tragedia son profundos y trascendentes, en términos de la experiencia humana y, por eso, mueven las emociones, cuya catarsis deben provocar. Tragedia y mito tienen el mismo fin: que el hombre pueda conocer el thelos divino que subyace y estructura al cosmos. Por lo cual, dirá Gadamer: “Frente al poder del destino el espectador se reconoce a sí mismo y a su propio ser finito” (1999: 178). Se trata de “una especie de autoconocimiento del espectador, que retorna iluminado del cegamiento en el que vivía como cualquier otro” (1999: 179). Más allá de lo puramente estético, es esto, precisamente, lo que ocurre, en esencia, en toda gran obra de arte, es esta experiencia espiritual a la que nos convoca el arte. A partir de aquí, llegamos a un concepto de obra de arte que destaca lo dramático y lo arquetípico como una unidad orgánica, estructurada, para presentar sustan­tivamente los temas universales e imperecederos bajo una forma estética. Puede ampliarse el sentido que tenía en la Grecia clásica, siguiendo la explicación cuidadosa y, desde la filosofía, contundente, de Heidegger:

      Antes no sólo la técnica llevaba el nombre de tέcnh. Antes se llamaba tέcnh también a aquel salir lo oculto que trae-ahí-delante la verdad, llevándola al esplendor de lo que luce.

      Antes se llamaba tέcnh también al traer lo verdadero ahí delante de lo bello. Tέcnh se llamaba también a la poίhsiV [poiesis (creación)] de las bellas artes.

      En el comienzo del sino de Occidente, en Grecia, las artes ascendieron a la suprema altura del hacer salir de lo oculto a ellas otorgada. Trajeron la presencia de los dioses, trajeron a la luz la interlocución del sino de los dioses y de los hombres. Y al arte se le llamaba sólo tέcnh. Era un único múltiple salir de lo oculto. Era piadoso, prόmoV [promos], es decir, dócil al prevalecer y la preservación de la verdad.

      Las artes no procedían de lo artístico. Las obras de arte no eran disfrutadas estéticamente. El arte no era un sector de la creación cultural. ¿Qué era el arte? ¿Tal vez sólo para breves y altos tiempos? ¿Por qué llevaba el sencillo nombre de tέcnh? Porque era un hacer salir lo oculto que trae de y que trae ahí delante y por ello pertenecía a la poίhsiV [poiesis]. Este nombre lo recibió al fin como nombre propio aquel hacer salir lo oculto que prevalece en todo arte de lo bello, la poesía, lo poético (1994: 36).

      En esta aproximación de Heidegger al asunto, puede entenderse que en la obra de arte “el ente sale al estado de no ocultación de su ser. El estado de no ocultación de los entes es lo que llamaban los griegos άlhJeia [alétheia]. Nosotros decimos ‘verdad’ y no pensamos mucho al decir esta palabra. Si lo que pasa en la obra es un hacer patentes los entes, lo que son y como son, entonces hay en ella un acontecer de la verdad” (1985: 63). Heidegger (1985) opone la noción griega de verdad como develación a la noción racionalista que la concibe como idea o representación. Mientras la forma de saber griega muestra la verdad, el racionalismo la reduce y la violenta. Así, para él, la esencia de la obra de arte sería el ponerse en operación la verdad del ente (1985: 63).

      Por medio de la unidad de forma y contenido de la obra de arte se logra su finalidad total, catártica, ya se trate

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