El desaparecido. Franz Kafka

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El desaparecido - Franz Kafka

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de disculpa.

      ¡Si tan solo hubiera ayudado! ¿No era ya demasiado tarde? El fogonero se interrumpió de inmediato tras oír la voz conocida, pero sus ojos, inundados por las lágrimas de la honra viril mancillada, los recuerdos horribles y el extremo desamparo actual, ya ni siquiera podían reconocer bien a Karl. ¿Cómo iba a cambiar –se dio cuenta de pronto Karl, en silencio, frente al que había callado–, cómo iba a cambiar de repente su discurso si le parecía que ya había expuesto todo lo que había para decir sin recibir el menor reconocimiento, al tiempo que sentía que no había dicho nada y no podía exigir a estos señores que volvieran a escucharlo todo? Y justo en un momento así aparecía Karl, su único partidario, con la intención de darle buenos consejos, pero mostrándole en cambio que todo, todo estaba perdido.

      “Si me hubiera acercado antes, en lugar de mirar desde la ventana”, se dijo Karl, bajando la vista frente al fogonero y golpeándose con las manos las costuras del pantalón como signo de que era el fin de toda esperanza.

      Pero el fogonero malinterpretó esto, sospechando seguramente que Karl se hacía algún reproche oculto a sí mismo y, con la buena intención de disuadirlo, empezó como coronación de sus acciones a pelearse con Karl justo en el momento en que los hombres junto a la mesa redonda hacía rato que estaban indignados por el ruido inútil que los molestaba en su importante trabajo, en que el jefe de caja empezaba lentamente a considerar inentendible la paciencia del capitán y se inclinaba por estallar de inmediato, en que el auxiliar, de nuevo volcado por completo hacia la esfera de los señores, medía al fogonero con miradas furibundas y en que el caballero del bastón de bambú, a quien el capitán le echaba de cuando en cuando una mirada amable y que estaba harto del fogonero y hasta asqueado de él, sacó un pequeño anotador y, ocupado a todas luces en cuestiones completamente diferentes, hacía oscilar la mirada entre el anotador y Karl.

      –Ya lo sé, ya lo sé –dijo Karl, al que ahora le costaba defenderse de la chorrera de palabras que le dirigió el fogonero, que igual le reservaba una sonrisa amistosa en medio de toda la disputa–. Usted tiene razón, tiene razón, nunca lo dudé.

      Por miedo a que le pegase, le hubiera gustado agarrarle las manos gesticuladoras, aunque más ganas tenía de llevárselo a un rincón y susurrarle un par de palabras apaciguadoras que nadie más tuviera que oír. Pero el fogonero había perdido el control sobre sí mismo. Karl empezó incluso a sentir una especie de alivio ante la idea de que, llegado el caso, el fogonero podría someter a los siete hombres presentes con la fuerza de su desesperación, aunque sobre el escritorio, como le mostró una mirada en esa dirección, había un complemento con muchos, demasiados botones de la línea eléctrica: una mano que los oprimiera podía hacer que se rebelara el barco entero, con todos sus pasillos llenos de personas hostiles.

      En ese momento, el hombre del bastón de bambú, por lo demás tan desinteresado, se acercó a Karl y le preguntó, en tono no muy alto, aunque claramente por encima del griterío del fogonero:

      –¿Cómo se llama usted?

      Como si alguien hubiera estado esperando ese comentario al otro lado, tocaron a la puerta. El auxiliar miró al capitán, que asintió. Acto seguido, el auxiliar se dirigió a la puerta y abrió. Afuera apareció un hombre de contextura mediana cubierto por una vieja chaqueta de corte imperial, no apto por su aspecto para el trabajo con las máquinas pero que sin embargo era… Schubal. Si Karl no lo hubiera reconocido en los ojos de todos los presentes, que expresaron un cierto alivio, del que ni siquiera el capitán estaba exento, lo habría tenido que notar, asustado, en el fogonero mismo, que cerró los puños en los extremos de sus rígidos brazos como si esos puños fueran lo más importante y estuviera dispuesto a sacrificar por ellos todo lo que tenía en la vida. Allí se concentraba ahora toda su fuerza, hasta la que lo mantenía erguido.

      De modo que ahí estaba el enemigo, alegre y contento en su traje de domingo, un libro de contabilidad bajo el brazo, probablemente con el detalle de los sueldos y los permisos de trabajo del fogonero, y que ahora miraba a uno por uno a los ojos, admitiendo abiertamente que lo primero que quería comprobar era el estado de ánimo de cada uno de los presentes. Los siete ya eran sus amigos, porque si bien antes el capitán había tenido o quizá solo fingido tener ciertas objeciones contra él, después del disgusto que le había causado el fogonero no parecía albergar la menor queja respecto a Schubal. No había severidad que alcanzara contra un hombre como el fogonero, y si algo podía reprochársele a Schubal era que con el correr del tiempo no hubiera podido quebrar la resistencia del fogonero, de modo tal que este se había atrevido hoy a aparecer frente al capitán.

      Ahora bien, se hubiera podido suponer tal vez que la confrontación del fogonero con Schubal no dejaría de provocar ante los hombres el mismo efecto que ante un fuero superior, puesto que si bien Schubal era bueno simulando, no tenía por qué poder sostenerlo hasta el final. Un breve chispazo de su maldad debía bastar para tornarla visible a los señores, de eso ya se ocuparía Karl. A fin de cuentas conocía superficialmente la sagacidad, las debilidades, los humores de cada uno de los señores, y desde este punto de vista no había sido tiempo perdido el que había pasado allí hasta el momento. Si al menos el fogonero hubiera estado en mejores condiciones, pero parecía completamente incapaz de seguir luchando. Si le hubieran puesto a Schubal enfrente, le habría abierto su odiado cráneo a golpes de puño como si fuera una nuez de cáscara fina. Pero no estaba en condiciones ni de dar el par de pasos hasta él. ¿Por qué Karl no había previsto lo que era tan fácil de prever, es decir que Schubal finalmente vendría, si no por propia voluntad, entonces convocado por el capitán? ¿Por qué no había convenido con el fogonero en su camino hacia aquí un plan de guerra preciso, en lugar de, como habían hecho en realidad, meterse de manera atrozmente improvisada en donde encontraron una puerta? ¿Estaba el fogonero en condiciones de seguir hablando, de decir sí y no, como sería necesario en el interrogatorio que en el mejor de los casos tendría lugar de manera inminente? Parado ahí, las piernas bien separadas, las rodillas inseguras, la cabeza un poco para arriba, el aire corría por su boca abierta como si adentro ya no hubiera pulmones que lo procesaran.

      Karl, en todo caso, se sentía con tanta fuerza y en sus cabales como tal vez no lo había estado nunca en su país. ¡Si hubieran podido verlo sus padres, luchando por una buena causa en un país extranjero frente a personalidades destacadas y completamente preparado, si bien no había logrado aún la victoria, para la batalla final! ¿Hubieran revisado la opinión que tenían de él? ¿Lo hubieran sentado entre ellos y lo hubieran elogiado? ¿Lo hubieran mirado por una vez, por una sola vez, a esos ojos que estaban consagrados a ellos? ¡Preguntas problemáticas y el momento menos indicado para hacérselas!

      –Vengo porque creo que el fogonero me acusa de algunas deshonestidades. Una muchacha de la cocina me dijo que lo vio camino aquí. Señor capitán, y todos ustedes, caballeros, estoy dispuesto a refutar cada acusación en base a mis documentos, en caso necesario por medio de declaraciones de testigos imparciales y libres de influencias que están al otro lado de la puerta.

      Así habló Schubal. Ese era sin duda el discurso claro de un hombre y, por el cambio en la cara de los oyentes, se podría haber creído que por primera vez en mucho tiempo habían vuelto a escuchar sonidos humanos. A todas luces no se daban cuenta de que incluso ese bello discurso presentaba huecos. ¿Por qué la primera palabra objetiva que se le había ocurrido había sido “deshonestidades”? ¿Debería haber empezado por ahí la acusación, en lugar de por sus prejuicios nacionales? Una muchacha de la cocina había visto al fogonero camino a la oficina, ¿y Schubal había entendido todo de inmediato? ¿Sería el sentimiento de culpa lo que agudizaba su discernimiento? ¿Y ya se había traído testigos y hasta los calificaba de imparciales y libres de influencias? Canalladas, nada más que canalladas, ¿y los señores toleraban esto y hasta lo reconocían como un comportamiento correcto? ¿Por qué había dejado pasar tanto tiempo entre el anuncio de la muchacha de la cocina y su llegada a este lugar si no había sido con el objetivo de que el fogonero adormeciera de tal modo a los señores que estos perdiesen paulatinamente su claridad de juicio,

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