El desaparecido. Franz Kafka

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tengo que ir arriba a ver –dijo Karl y miró en derredor cómo podía salir.

      –Quédese –dijo el hombre y, poniéndole una mano en el pecho, lo empujó con franca brusquedad de nuevo hacia la cama.

      –¿Por qué? – preguntó Karl enojado.

      –Porque no tiene sentido –dijo el hombre–, en un ratito voy yo también, así que vamos juntos. O bien se robaron la maleta y no hay nada que hacer y puede llorarla hasta el fin de sus días, o el hombre la sigue vigilando y por lo tanto es un estúpido y entonces que siga vigilando, o bien es solo un hombre honrado y dejó la maleta allí y tanto más fácil será de encontrar para nosotros cuando el barco se haya vaciado del todo. Y lo mismo con su paraguas.

      –¿Conoce el barco? –preguntó Karl con desconfianza, y la idea, más bien convincente, de que el barco vacío era lo mejor para encontrar sus cosas le pareció que ocultaba una trampa.

      –Soy fogonero del barco –dijo el hombre.

      –¡Usted es fogonero! –exclamó Karl con alegría, como si eso superara todas las expectativas, y, apoyándose en un codo, miró al hombre con mayor atención–. Justo delante del camarote donde dormía con los eslovacos había una claraboya por la que se podía ver la sala de máquinas.

      –Ahí trabajaba yo –dijo el fogonero.

      –Siempre me interesó la técnica –dijo Karl, varado en una determinada línea de pensamiento–, y seguro que más tarde hubiera sido ingeniero, si no hubiera tenido que viajar a Estados Unidos.

      –¿Por qué tuvo que viajar?

      –¡Bah! –dijo Karl, desechando toda la historia con un gesto de la mano.

      A la vez, miró al fogonero con una sonrisa, como pidiéndole que fuera indulgente incluso con lo que no le había confesado.

      –Habrá tenido su motivo –dijo el fogonero, sin que se supiera si con esto buscaba exigir o rechazar que le aclararan ese motivo.

      –Ahora me podría hacer fogonero yo también –dijo Karl–. A mis padres les da igual a qué me dedique.

      –Mi puesto quedará libre –dijo el fogonero y, con plena conciencia de este hecho, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y apoyó sobre la cama las piernas, enfundadas en unos pantalones arrugados de un material tipo cuero color gris ferroso, con el fin de estirarlas. Karl tuvo que correrse más hacia la pared.

      –¿Se va del barco?

      –Sí, señor, hoy nos marchamos.

      –¿Por qué? ¿No le gusta?

      –Y bueno, así son las cosas, no siempre lo decisivo es si a uno le gusta o no. Por lo demás, tiene razón, no me gusta. Seguro que no piensa en serio esto de hacerse fogonero, pero es precisamente en esos casos donde resulta más fácil terminar siéndolo. Por eso le aconsejo con fuerza que no lo haga. Si en Europa quería estudiar, ¿por qué no quiere estudiar aquí? Las universidades estadounidenses son incomparablemente mejores que las europeas.

      –Es posible –dijo Karl–, pero casi no tengo dinero para estudiar. Leí de alguien que de día trabajaba en un negocio y de noche estudiaba, hasta que se recibió de médico y creo que llegó a alcalde, pero para eso se necesita mucha perseverancia, ¿verdad? Me temo que a mí me falta. Además, no fui un alumno especialmente bueno, no me costó nada despedirme de la escuela. Y quizá las escuelas aquí sean más severas aún. Inglés casi no sé. En general aquí no quieren a los extranjeros, creo yo.

      –¿Ya lo comprobó usted también? Bueno, entonces está por buen camino. Usted es mi hombre. Fíjese, estamos en un barco alemán, pertenece a la línea Hamburgo-Estados Unidos, ¿por qué no somos todos alemanes entonces? ¿Por qué el jefe de máquinas es rumano? Se llama Schubal. No se puede creer. ¡Y ese canalla nos maltrata a nosotros, los alemanes, en un barco alemán! Y no crea –se quedó sin aire, vaciló con la mano– que me quejo por quejarme. Sé que usted no tiene ninguna influencia y que es un pobre muchacho. ¡Pero esto es demasiado!

      Y golpeó la mesa varias veces con el puño, sin sacarle la mirada de encima mientras golpeaba.

      –He servido ya en tantos barcos –y mencionó veinte nombres uno detrás del otro como si fueran una sola palabra, con lo que Karl quedó completamente confundido– y me he destacado, fui elogiado, era un trabajador al gusto de mis capitanes, incluso pasé varios años en el mismo velero mercante –se levantó, como si fuera el punto más alto de su vida– y aquí en esta carraca, donde todo anda en regla, donde no se exige ningún ingenio, aquí no valgo nada, soy un estorbo constante para Schubal, soy un vago, merezco que me echen y recibo mi sueldo por misericordia. ¿Lo entiende usted? Yo no.

      –No tiene por qué tolerarlo –dijo Karl exaltado.

      Ya casi había perdido la sensación de estar sobre la superficie inestable de un barco, sobre la costa de un continente desconocido, tan en casa se sentía en la cama del fogonero.

      –¿Ya estuvo con el capitán? ¿Fue a reclamarle por sus derechos?

      –Bah, váyase, mejor que se vaya. No quiero tenerlo aquí. No me escucha lo que le digo y me da consejos. ¡Cómo voy a ir a ver al capitán!

      Cansado, el fogonero volvió a sentarse y apoyó la cara en ambas manos.

      “No puedo darle ningún consejo mejor”, se dijo Karl. Y sintió, en general, que hubiera preferido buscar su maleta en lugar de dar aquí consejos que pasaban por tontos. Al entregarle la maleta para siempre, su padre le había preguntado en broma: “¿Cuánto tiempo la tendrás?”. Y ahora esa maleta cara quizá ya se había perdido de veras. Su único consuelo era que su padre difícilmente pudiera enterarse de su situación, aun si se ponía a investigar. Todo lo que podía decirle la compañía naviera era que había llegado hasta Nueva York. Lo que apenaba a Karl era que casi no había usado las cosas que había en la maleta, aun cuando hacía tiempo que hubiera necesitado por ejemplo cambiarse la camisa. Había ahorrado en el sitio incorrecto; justo ahora que, al principio de su carrera, hubiera precisado presentarse con ropa limpia, tendría que aparecer con la camisa sucia. Qué perspectiva más bella. De lo contrario, la pérdida de la maleta no hubiera sido tan enojosa, ya que el traje que tenía puesto era mejor que el que estaba en la maleta, que en realidad solo era un traje de emergencia que la madre había tenido que remendar justo antes de la partida. Ahora recordó también que en la maleta había un pedazo de salame de Verona que su madre le había empacado como aporte adicional, del que sin embargo solo había podido comer una mínima parte, porque durante el viaje había estado sin ningún apetito y la sopa que se repartía en la entrecubierta le había resultado más que suficiente. Ahora le hubiera gustado tener el salame a mano para ofrecérselo al fogonero. Porque era fácil conquistar a ese tipo de gente dándole alguna pequeñez, eso Karl lo sabía por su padre, que conquistaba a todos los empleados de menor rango con los que tenía relación comercial repartiéndoles cigarros. Karl solo poseía ahora su dinero como para regalar y, ya que quizá había perdido su maleta, prefería por el momento no tocarlo. Volvió a pensar en la maleta. Realmente no podía entender por qué la había vigilado con tanta atención durante el viaje, al punto de casi no poder dormir, para ahora dejar que se la quitaran con tanta facilidad. Recordó las cinco noches en que había sospechado continuamente que el pequeño eslovaco que dormía dos literas a su izquierda le había echado el ojo a su maleta. Ese eslovaco solo estaba al acecho de que Karl, vencido por el cansancio, finalmente se durmiera por un momento, para poder arrastrar la maleta

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