Make it new. Barry M. Katz
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Por la misma razón, Silicon Valley ha dejado de ser una denominación geográfica significativa, en parte porque las actividades que connota se extienden desde Santa Cruz, en el sur, a Skywalker Ranch, a una hora en coche del Golden Gate. Además (como me han recordado más de uno de mis interlocutores) la historia del Silicon Valley no comienza en la Bahía de San Francisco (en el Norte de California), ni se limita a ella: no habría existido el PARC de Xerox sin la presencia de Bolt, Beranek y Newman en Cambridge (Massachusetts). Tampoco hubiera sido posible la creación del Augmentation Research Center sin la generosidad de J.C.R. Licklider, del ARPA en Washington. Ni hubiera existido Shockley Semiconductor sin los Bell Labs de Nueva Jersey, ni los laboratorios de investigación de Atari sin el Architecture Machine Group del MIT. Y no estaríamos enseñando diseño interactivo a los estudiantes de grado en el California College of the Arts, si no se hubiera llegado el movimiento del Arts & Crafts hace más de cien años. Por otra parte, espero que resulte obvio que mi decisión de escribir sobre la excepcional historia de Silicon Valley no implica que no haya fuera de aquí diseñadores innovadores, consultoras influyentes o start-ups de éxito; y que no existan importantes incubadoras de tecnología y excelentes escuelas de diseño en otras partes de Estados Unidos y del mundo. No hay nada, incluido el ecosistema de la innovación de Silicon Valley, que no forme parte de otro sistema más grande.
Por último, he de subrayar que aunque los objetos seguramente juegan un papel en esta historia, los lectores no deben esperar un “libro de diseño”, en el sentido tradicional de fotografías bien hechas y productos listos para exhibirse en los museos. Me preocupan tanto las personas y las prácticas como las ideas y las instituciones, y me esfuerzo en rastrear los productos antes de que tomen forma en los laboratorios de investigación. Por ello me ocupo de seguir su pista hasta los clientes que los compran y los usan. A lo largo del camino, hago todo lo posible para evitar palabras a la moda como “contracorriente” y “convencional”.
Cada obra histórica tiene que ver tanto con lo que trata como con lo que no trata, y este libro no es una excepción. Una crónica de la Guerra de Secesión no puede detenerse en una batalla concreta, en una estrategia, ni en la peripecia de cada soldado. La destreza del historiador se mide por su capacidad para hacer selecciones juiciosas, para conseguir que una cosa pueda representar a otras muchas. Su tarea consiste en mostrar temas amplios con suficiente detalle como para dotarles de sustancia y, a la vez, dar a los hechos singulares un contexto suficiente que les proporcione sentido. (7) Esto no siempre es fácil, y nadie es más consciente que yo de que no todas las personas con talento, ni todas las instituciones creativas, ni todos los productos innovadores reciben aquí la merecida atención. Detrás de cada empresa de las que me ocupo hay decenas de compañías; detrás de cada producto, cientos de artículos similares. Dado que mi planteamiento se ha centrado en lo que caracteriza a la región de Silicon Valley, algunas disciplinas, como la arquitectura, por ejemplo, tendrán que esperar mejor ocasión para un tratamiento individualizado. Sólo puedo esperar que viéndolo con distancia, los lectores tengan una imagen global rigurosa y adecuada.
Muchas de mis decisiones derivan del esfuerzo por fundamentar este inventario, en la medida de lo posible, en fuentes primarias originales e inéditas. Esto incluye archivos universitarios, registros de empresas, correspondencia comercial y personal, dibujos y prototipos; pero, sobre todo, decenas de entrevistas a personajes del mundo del diseño de distintas épocas. Cuando trato episodios de los que he tenido una experiencia personal (el desarrollo de la informática de sobremesa en el SRI o en el PARC de Xerox, por ejemplo) lo hago desde la inusual perspectiva del diseño. Por el contrario, fenómenos tan peculiares como esas flores “increíblemente llamativas” que crecen de forma perenne en el jardín encantado de Apple, reciben menos atención de la esperada. Tanto ellas como su creador han estado muy arropados, no solo por el mundo de los negocios, sino también por la prensa especializada y los medios más convencionales. He tenido el privilegio de acceder a un amplio abanico de fuentes restringidas y he dejado a los lectores más interesados las referencias más accesibles para que puedan buscarlas en Internet.
Mi esperanza no es solo que este libro llene ese vacío que solo ha tenido su causa en el desinterés, sino que sirva también de estímulo a otros investigadores. Los historiadores de Silicon Valley pueden sentirse interesados al ver que el diseño es tan importante como cualquiera de los otros factores que han definido la región. Los historiadores del diseño, por otra parte, encontrarán esa motivación al comprobar que el diseño actual es algo diferente a crear objetos y darles forma. Más aún, espero que resulte informativo e incluso estimulante para la comunidad de diseñadores cuya historia narra y a quien respetuosamente está dedicado.
1
SANTA CLARA, EL VALLE QUE “DELEITA LOS CORAZONES”
En el verano de 1951, pocas semanas después de graduarse en la Universidad de Washington, Carl Clement se hallaba en Sacramento, cumpliendo un período de dos semanas como reservista del ejército. Un amigo suyo acababa de encontrar un trabajo de ingeniero en Hewlett-Packard, una compañía de instrumentos electrónicos que tenía por entonces 250 trabajadores en el condado de Santa Clara. Clement se subió a su viejo Chevrolet de 1938 y recorrió el trayecto de tres horas que le separaba de Palo Alto donde pudo concertar una entrevista con Ralph Lee, responsable del departamento de ingeniería de producción de HP. Cuando Clement explicó que acababa de terminar su licenciatura en “diseño industrial”, Lee le pregunto si no podía haber llegado a graduarse como ingeniero. A pesar de ello, le ofreció un trabajo como dibujante e hizo lo posible para proporcionarle un taburete, una mesa de dibujo y una caja de lápices. El 1 de agosto de 1951, Carl Clement se convirtió en el primer diseñador profesional en el Valle de Santa Clara, en lo que las guías turísticas todavía denominaban el valle que “deleita los corazones”.
Cada detalle de esta encantadora anécdota tiene su peso. Ralph Lee, que había pasado los años de la guerra en un laboratorio secreto de radiación del MIT antes de mudarse al oeste, compartía la idea imperante por entonces del diseño industrial. En su opinión, no dejaba de ser una variante artística del dibujo técnico y un refugio para aquellos que “no podían triunfar” en el mundo de la ingeniería electrónica. Clement, cuyos estudios se habían visto interrumpidos por tres años de guerra (en los que sirvió como técnico de radar en el Army Signal Corps), preveía un futuro que iba más allá de la armoniosa convivencia de la forma y la función que caracterizaba a los productos de consumo. Y aunque el condado de Santa Clara era ya el hogar de una creciente industria electrónica (a pesar de los incansables esfuerzos de Frederick Terman, decano de ingeniería e la Universidad de Stanford), era todavía más conocido por sus huertos de albaricoques, sus nogales y sus campos de habas.
Durante la primera década de la postguerra Hewlett-Packard suministraba instrumentos a las industrias de la radio y la televisión, por entonces en clara expansión. Clement