Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski
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Raskolnikof no había ido a visitar a Rasumikhine desde hacía cuatro meses. Y Rasumikhine no sabía dónde vivía su amigo. Hacía unos dos meses, un día se toparon en la calle, pero Raskolnikof se desvió e incluso cruzó hacia la otra acera. Pese a que había reconocido perfectamente a su amigo, Rasumikhine, para no avergonzarlo, fingió que no lo había visto.
Capítulo V
Y pensó: “No hace mucho tiempo me propuse, efectivamente, ir a solicitar a Rasumikhine que me proveyera empleo (lecciones u otra cosa); pero ahora ¿él qué puede hacer por mí? Aceptemos que me encuentre unas lecciones e incluso que sus últimos kopeks, si acaso tiene alguno, los comparta conmigo, de manera que yo pueda adquirir unas botas y arreglar mi traje, ya que no me presentaré así a dar lecciones. Pero ¿después qué haré con unos pocos kopeks? ¿Acaso es esto lo que yo requiero en este momento? ¡Que vaya a casa de Rasumikhine es simplemente ridículo!”.
Le atormentaba más de lo que se confesaba a sí mismo el asunto de indagar por qué iba a casa de Rasumikhine. Con afán buscaba un significado siniestro a ese acto aparentemente tan fútil.
“¿Se puede aceptar que me haya imaginado que podría arreglarlo todo solamente con la ayuda de Rasumikhine, que en él podía encontrar la solución de todas mis graves dificultades?”, se preguntó asombrado.
Pensaba, se frotaba la frente. Y he aquí que de repente —algo que no se podía explicar—, después de estar atormentándose durante largo tiempo, una idea sorprendente y maravillosa surgió en su mente.
“Visitaré a Rasumikhine —pensó entonces serenamente, como el que ha tomado una decisión irrevocable—; visitaré a Rasumikhine, cierto, pero no en este momento...; lo visitaré al día siguiente del suceso, cuando todo haya finalizado y para mí todo haya cambiado”.
Raskolnikof volvió en sí súbitamente.
“Después del suceso —pensó sobresaltado—. Pero este suceso ¿se realizará, se llevará a cabo realmente?”.
Se puso de pie y caminó rápidamente. Casi estaba corriendo con el propósito de regresar a su casa. Sin embargo, cuando pensó en su cuarto sintió algo muy desagradable. Era en su cuarto, en ese miserable cuchitril, donde, hacía ya más de un mes, había madurado el “asunto”. Raskolnikof dio media vuelta y siguió su camino a la felicidad.
Se había apoderado de él un febril estremecimiento nervioso. Temblaba. Pese a que el calor era inaguantable tenía mucho frío. Hizo, cediendo a una casi inconsciente necesidad interna, un enorme esfuerzo para fijar su atención en las numerosas cosas que miraba, con la finalidad de poder librarse de sus pensamientos; pero el empeño fue inútil: a cada instante caía nuevamente en su delirio. Estaba abstraído unos momentos, temblaba, alzaba la cabeza, paseaba la vista a su alrededor y ya no recordaba lo que hacía unos segundos estaba pensando. Ni siquiera las calles por donde iba caminando las reconocía. De esa manera cruzó toda la isla Vasilievski, llegó ante el Pequeño Neva, atravesó el puente y llegó a las islas menores.
En el primer instante, la frescura del panorama y el verdor llenaron de alegría sus cansados ojos, acostumbrados a la blancura de la cal, al polvo de las calles, a los inmensos y aplastantes edificios. Aquí el ambiente no era pestífero ni irrespirable. No se veía ni una sola cantina... Sin embargo, pronto estas sensaciones nuevas perdieron su encanto para él, que cayó nuevamente en un enfermizo malestar.
En ocasiones se paraba frente a alguno de aquellos chalés incrustados en la verde vegetación graciosamente. Miraba por la reja y veía a la distancia, en balcones y terrazas, mujeres elegantemente vestidas y pequeños que jugaban mientras corrían por el jardín. Las flores eran lo que más le gustaba e interesaba, lo que atraía particularmente sus miradas. Veía pasar, de vez en cuando, jinetes muy elegantes, amazonas, maravillosos carruajes. Con la mirada los seguía con mucha atención y antes de que hubieran desaparecido, los olvidaba.
De repente se paró y contó su dinero. Le quedaban solamente treinta kopeks... “Veinte al funcionario policial, tres a Nastasia por la misiva. Por lo tanto, dejé ayer de cuarenta y siete a cincuenta en casa de los Marmeladof...”. Indudablemente, había hecho estos cálculos por alguna razón, pero apenas extrajo el dinero del bolsillo lo olvidó y no lo recordó de nuevo hasta que, cuando pasó poco después frente a una tienda de comestibles, más bien un tabernucho, se dio cuenta de que tenía mucha hambre.
Entró en la taberna, se bebió una copa de vodka y comió un poco de un pastel que se llevó para finalizarlo mientras seguía paseando. No había probado el vodka desde hacía mucho tiempo, y la copita que acaba de tomar le provocó un efecto fulminante. El sueño lo rendía y las piernas le pesaban. Se planteó regresar a casa, pero, cuando llegó a la isla Petrovski, se tuvo que detener: estaba totalmente fatigado.
Entonces salió del sendero, se internó en los matorrales, se dejó caer en la hierba y, de inmediato, se quedó dormido.
Los sueños de un hombre enfermo tienen habitualmente una claridad asombrosa y se parecen tanto a la realidad que hasta llegan a confundirse con ella. A veces, los hechos que se desarrollan son monstruosos, pero son tan creíbles el escenario y toda la trama y están llenos de pormenores tan inesperados, tan ingeniosos, tan logrados, que el que duerme no podría imaginar nada similar estando despierto, aunque fuera un artista del nivel de Turgueniev o Pushkin. Estos sueños no se olvidan con facilidad, sino que dejan una impresión profunda en el desbaratado organismo y el excitado sistema nervioso del enfermo.
Raskolnikof tuvo un sueño espantoso. Se vio nuevamente en el pueblo donde vivió cuando era pequeño junto a su familia. Pasea con su padre por los alrededores de la pequeña población, ya en pleno campo, y tiene siete años de edad. El calor es agobiante, está muy nublado, el paisaje es totalmente igual al que él mantiene en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya no recordaba. El paisaje del pueblo se ofrece completamente a la vista. En los alrededores ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco. Solamente a la distancia, en el horizonte, en los confines del firmamento, por decirlo de esa manera, se puede ver la mancha oscura de un bosque.
Hay una cantina a unos pocos pasos del último jardín de la población, una enorme cantina que provocaba una impresión desagradable al pequeño e incluso, cuando pasaba frente a ella con su padre, lo asustaba. Siempre estaba llena de clientes que gritaban, reían, se insultaban, cantaban espantosamente, con voces desgarradas, y muchas veces llegaban a las manos. En las proximidades de la cantina siempre deambulaban hombres borrachos de rostros aterradores. Cuando el pequeño los veía, temblaba de pies a cabeza y se apretaba fuertemente contra su padre. Un angosto sendero perennemente polvoriento pasaba no lejos de allí. ¡Qué negro era ese polvo! El sendero era tortuoso y, a unos trescientos pasos de la cantina, se desviaba hacia la derecha y rodeaba el camposanto.
Una iglesia de piedra, de cúpula verde, se levantaba en medio del cementerio. Dos veces al año, el pequeño la visitaba acompañado por su padre y por su madre para escuchar la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, fallecida hacía ya mucho tiempo y a la que no pudo conocer. Siempre, en un plato cubierto con una servilleta la familia llevaba el pastel de los fallecidos, sobre el que, formada con pasas, había una cruz. Raskolnikof amaba esta iglesia, sus antiguas imágenes desprovistas de ornamentos, y también a su anciano sacerdote de temblorosa cabeza. Próxima a la lápida de su abuela había un pequeño sepulcro, el de su hermano menor, fallecido a los seis meses y al que no podía recordar, ya que no lo conoció. Porque se lo habían dicho era que sabía que había tenido un hermano. Y cada vez que visitaba el cementerio, se santiguaba piadosamente ante el pequeño sepulcro, se inclinaba respetuosamente y lo besaba.
He aquí el sueño.