Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski
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Miró rápidamente a su alrededor como si buscara algo. Tenía la necesidad de sentarse. Su mirada deambulaba buscando un banco. En ese instante estaba en el bulevar K***, y a unos cien pasos de distancia vio el banco. Apresuró el paso cuanto pudo, pero cuando iba caminando le ocurrió un pequeño suceso que, durante unos minutos, llamó su atención. Se encontraba viendo el banco desde lejos cuando se dio cuenta de que a unos veinte pasos delante de él estaba una mujer a la que inicialmente no le prestó más atención que a todas las demás cosas que, hasta ese instante, había visto en su camino. ¡Cuántas veces llegaba a su casa sin recordar ni siquiera las calles que había transitado! Incluso se había habituado a caminar por la calle sin mirar nada. Sin embargo, en esa mujer había algo raro que asombraba desde el primer instante, y lentamente fue captando la atención de Raskolnikof. Inicialmente, esto sucedió contra su voluntad e incluso lo puso malhumorado, pero de inmediato la emoción que lo había dominado comenzó a cobrar una fuerza que iba en aumento. De repente le asaltó el deseo de intentar descubrir lo que hacía tan rara a esa mujer.
A juzgar por las apariencias, debía ser, por supuesto, una joven, casi una adolescente. Llevaba la cabeza descubierta, sin sombrilla, pese al sol inclemente, y sin guantes, y al caminar balanceaba toscamente los brazos. Tenía un ligero vestido de seda, abrochado a medias, muy mal ajustado al cuerpo y con una rasgadura en el talle, en lo alto de la falda. A su espalda ondulaba un jirón de tela. Sobre los hombros llevaba una pañoleta y caminaba con paso indeciso e inseguro.
La atención de Raskolnikof acabó por despertar completamente con este encuentro. Cuando llegaron al banco alcanzó a la joven, y ella, más que sentarse, se dejó caer y, echando hacia atrás la cabeza, cerró los ojos como si estuviera muy agotada. Cuando la observó de cerca, se dio cuenta de que su estado era debido a un exceso de alcohol. Esto era tan raro, que Raskolnikof se preguntó en el primer instante si no habría cometido un error. Estaba viendo un pequeño rostro casi de niña, de unos dieciséis años, quizá quince, un rostro adornado de cabellos rubios, bello, pero algo abotagado y congestionado. La muchacha parecía estar totalmente inconsciente; cruzó las piernas, adoptando una posición desvergonzada, y daba la impresión de que no se daba cuenta de que se encontraba en la calle.
Raskolnikof no tomó asiento, pero tampoco quería irse. Se mantenía de pie frente a ella, indeciso.
Ese bulevar, siempre tan poco frecuentado, se encontraba totalmente solitario a esa hora: era casi la una de la tarde. No obstante, a unos cuantos pasos de allí, en la orilla de la calzada, había un hombre que por una razón u otra parecía sentir un gran deseo de aproximarse a la joven. También había visto, indudablemente, a la muchacha antes de que llegara al banco y la siguió, pero Raskolnikof le impidió ejecutar sus planes. Veía con rabia al muchacho, aunque disimuladamente, de manera que Raskolnikof no lo notó, y aguardaba impacientemente el instante en que el harapiento muchacho le dejara libre el camino.
Todo estaba totalmente claro. Ese hombre era un señor de unos treinta años de edad, fuerte, grueso y muy bien vestido, de piel roja y boca encarnada y pequeña, coronada por un bigote muy fino.
Raskolnikof sintió una violenta furia cuando lo vio. Repentinamente lo asaltó el deseo de insultar a ese presumido.
—Svidrigailof, dígame, ¿usted qué está buscando aquí? —dijo cerrando los puños y con una sonrisa sarcástica.
—¿Esto qué significa? —respondió el interpelado arrogantemente, frunciendo el ceño y al tiempo que su rostro adquiría una expresión de enojo y sorpresa.
—Esto lo que significa es: ¡Fuera de aquí!
—Miserable, ¿cómo te atreves?...
Alzó su fusta. Con los puños cerrados, Raskolnikof se abalanzó sobre él, sin darse cuenta de que su enemigo podía deshacerse fácilmente de dos hombres como él. Pero en este instante alguien lo sujetó por la espalda con mucha fuerza. Entre los dos rivales se interpuso un oficial de policía.
—¡Señores, tranquilos! En los sitios públicos no se permiten peleas.
Y al darse cuenta de su destrozado traje le preguntó a Raskolnikof:
—¿A usted qué le sucede? ¿Cuál es su nombre?
Con mucha atención, Raskolnikof lo observó. El policía tenía un noble rostro de soldado y tenía grandes patillas y bigotes. Sus ojos parecían llenos de inteligencia.
—Justamente usted es el hombre que necesito —gritó el muchacho tomándolo del brazo—. Yo soy Raskolnikof, antiguo estudiante... Digo que lo necesito por usted —agregó dirigiéndose al otro—. Guardia, venga conmigo; quiero que vea algo...
Y sin soltarle el brazo, llevó al policía al banco.
—Venga... Vea... Está totalmente ebria. Se paseaba por el bulevar hace un instante. Solamente Dios sabe lo que será, pero por supuesto, no tiene apariencia de mujer de la vida alegre profesional. Yo pienso que la hicieron beber y, para abusar de ella, se han aprovechado de su borrachera. ¿Entiende usted? Luego la dejaron libre en este lamentable estado. Mire que su vestido está desgarrado y mal puesto. Ella misma no se ha vestido, sino que la vistieron. Esto es un trabajo de unas manos inexpertas, de unas manos masculinas; es evidente. Y ahora mire para ese lado. A ese hombre con el que casi llegué a las manos hace un instante no lo conozco: es la primera vez que lo veo. Él la miró como yo, hace unos momentos, en su camino, se dio cuenta de que estaba embriagada, sin conciencia, y sintió el deseo de aproximarse a ella y llevársela Dios sabe adónde, aprovechándose de su ebriedad. Estoy completamente seguro de no estar cometiendo un error. No estoy errado, confíe en mí. Vi cómo la vigilaba. Yo destruí sus planes, y ahora solamente espera que me marche. Mire: se ha apartado un poco y está encendiendo un cigarrillo para disimular. ¿Cómo podríamos librar esta desdichada muchacha de él y acompañarla a su casa? Piense a ver si se le ocurre alguna cosa.
Al instante, el policía entendió la situación y se puso a analizar. Eran evidentes las intenciones del grueso hombre; pero tenía que conocer las de la joven. El policía se inclinó sobre ella para examinar su cara más de cerca y sintió una franca compasión.
—¡Qué pena! —dijo, sacudiendo la cabeza—. Es una pequeña. Es indudable que le han tendido un lazo... Escuche, joven, ¿dónde vive usted?
La chica alzó sus pesados párpados, miró a los dos hombres con una expresión de confusión e hizo un gesto como rechazando sus interrogaciones.
—Escuche, guardia —dijo Raskolnikof, buscando en sus bolsillos, de donde sacó veinte kopeks—. Tome, aquí tiene dinero. Busque un coche y acompáñela a su casa. ¡Si pudiéramos averiguar dónde vive!...
—Jovencita —dijo nuevamente el policía, tomando el dinero—: detendré un coche e iré con usted a su casa. ¿Adónde la llevo? ¿Cuál es su dirección?
—¡Déjeme tranquila! ¡Qué pesados! —dijo la joven, haciendo nuevamente el gesto de rechazo.
—Es terrible. ¡Qué vergüenza! —se dolió el policía, sacudiendo de nuevo la cabeza con un gesto de recriminación, de compasión y de rabia—.