Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski страница 26

Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski Colección Oro

Скачать книгу

colgar debajo de su sobretodo el hacha del nudo corredizo, observó con mucho cuidado su americana, sus pantalones, sus botas, de manera tan minuciosa como lo dejó la poca luz que había en la cocina.

      Su ropa, a simple vista, no presentaba ningún vestigio sospechoso. Solo las botas tenían manchas de sangre. Cogió un trapo, lo mojó y las lavó. Pero sabía que no estaba viendo bien y que quizá no podía ver manchas totalmente visibles.

      Después, en mitad de la cocina, quedó indeciso, presa de una idea preocupante: pensaba que quizá había enloquecido, que no se encontraba en disposición de razonar ni de protegerse, que solamente podía ocuparse en cosas que lo llevaban a la ruina.

      “¡Dios mío! Es necesario escapar, escapar...”. Y salió corriendo al vestíbulo. Sintió entonces el pánico más hondo que había sentido en toda su existencia. Durante un instante se mantuvo paralizado, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos: la puerta del apartamento, la que daba a la escalera, esa a la que había llamado hacía unos instantes, la puerta por la cual había entrado, se encontraba entreabierta y de esa manera había permanecido durante toda su estancia en el apartamento... Sí, estuvo abierta. La anciana no recordó cerrarla o quizá fue precaución y no olvido... Lo que lo molestaba era que él vio a Lisbeth dentro del apartamento... ¿Cómo no se le ocurrió pensar que la puerta tenía que estar abierta, porque ella entró sin llamar? ¡Era imposible que entrara filtrándose por la pared!

      Se lanzó sobre la puerta y echó el pasador.

      “He hecho otra estupidez. Hay que escapar, hay que escapar...”.

      Descorrió el pasador, abrió la puerta y afinó el oído. De esa forma estuvo un largo rato. A la distancia se escuchaban gritos. Llegaban, indudablemente, del portal. Dos voces muy fuertes intercambiaban insultos.

      “¿Esas personas qué hará ahí?”.

      Aguardó. Finalmente las voces dejaron de escucharse, de repente cesaron. Seguramente los que discutían se habían ido.

      Ya se preparaba para salir, cuando se abrió ruidosamente la puerta del piso inferior y canturreando, alguien comenzó a descender la escalera.

      Y pensó: “Pero ¿por qué hacen tanto ruido?”.

      Nuevamente cerró la puerta, y otra vez esperó. Finalmente, todo quedó sumergido en un hondo silencio. Ni el rumor más ligero se escuchaba. Pero sintió unos pasos cuando ya iba a bajar. El ruido provenía de lejos, probablemente del principio de la escalera. Cuando pasó el tiempo, Raskolnikof recordó a la perfección que, apenas escuchó estos pasos, presintió que finalizarían en el cuarto piso, de que ese hombre iba a casa de la anciana. ¿Este presentimiento de dónde surgió? ¿Quizás el sonido de esos pasos tenía alguna característica significativa? Eran regulares, lentos, pesados...

      Hasta el primer piso llegaron los pasos. Continuaron ascendiendo. Cada vez eran más perceptibles. Incluso se escuchó un jadeo asmático por un instante... Ya se encontraba en el tercer piso... “¡Aquí viene, aquí viene!...”. Raskolnikof quedó inmóvil. Le daba la impresión de que estaba viviendo una de esas pesadillas en que nos persiguen enemigos despiadados que casi nos alcanzan y nos asesinan, al tiempo que nosotros estamos como clavados en el suelo sin poder movernos para protegernos.

      En el tramo que finalizaba en el cuarto piso ya se escuchaban las pisadas. De repente, Raskolnikof salió de esa enajenación que lo tenía paralizado. Con paso rápido y seguro, regresó al interior del apartamento, cerró la puerta y echó el pasador, todo tratando de hacer el menor ruido posible.

      Lo guiaba el instinto. Cuando cerró bien la puerta, se quedó al lado de ella, encogido, aguantando la respiración.

      En el rellano ya estaba el desconocido. Estaba frente a Raskolnikof, en el mismo lugar desde donde, hacía un rato, el muchacho había intentado escuchar los ruidos del interior cuando solamente la puerta lo separaba de la anciana.

      El extraño respiró hondamente en varias ocasiones.

      “Debe ser un individuo grueso y alto”, pensó Raskolnikof tocando el mango del hacha con la mano. Ciertamente, todo eso parecía una pesadilla. El visitante tiró del cordón de la campanilla con violencia.

      Al vibrar el sonido metálico, al desconocido le pareció escuchar que algo se movía dentro del apartamento y escuchó con atención durante unos segundos. Llamó nuevamente, oyó otra vez y, de repente, sin poder dominar su impaciencia comenzó a sacudir la puerta agarrando el tirador con firmeza.

      Raskolnikof veía espantado el cerrojo que se estaba agitando dentro de la hembrilla, pareciendo que iba a brincar de un instante a otro. De él se apoderó un siniestro pánico.

      Los temores de Raskolnikof eran comprensibles por lo agresivo de las sacudidas. Concibió, por un momento, la idea de agarrar el cerrojo, y con él la puerta, pero renunció a hacerlo, porque entendió que el otro se podía dar cuenta. Perdió totalmente la calma; nuevamente le daba vueltas la cabeza. “Me caeré”, pensó. Pero en ese instante escuchó que el visitante comenzaba a hablar, y esto le devolvió la serenidad.

      —¿Estarán dormidas o las habrán asfixiado? —susurró— ¡Que se las lleve el demonio! A ambas: a Aleña Ivanovna, la anciana bruja, y a Lisbeth Ivanovna, la hermosura imbécil... ¡Mujerzuelas, abran de una vez!... No tengo dudas, están durmiendo.

      Tiró del cordón por lo menos diez veces más y tan fuerte como pudo. Se encontraba desesperado. Se notaba claramente que era un individuo enérgico y que conocía muy bien la casa.

      Se escucharon en este instante, ya muy próximos, unos pasos rápidos y suaves. Obviamente, otra persona iba al cuarto piso. Raskolnikof no escuchó al nuevo visitante hasta que llegó al descansillo.

      —Es imposible que no haya nadie —dijo, con voz alegre y sonora, el recién llegado hablándole al primer visitante, que continuaba haciendo sonar la campanilla—. Koch, buenas tardes.

      De inmediato, Raskolnikof se dijo: “A juzgar por su voz es un hombre joven”.

      —No entiendo qué diablos sucede —contestó Koch—. Hace un instante casi echo la puerta abajo... ¿Y usted me conoce?

      —¡Qué pésima memoria tiene! Anteayer, en el Gambrinus, le gané, una tras otra, tres partidas de billar.

      —¡Ah, por supuesto!

      —¿Y usted dice que no se encuentran allí? ¡Qué extraño! Hasta me parece que no es posible. ¿Esa anciana adónde puede haber ido? Debo hablar con ella.

      —Amigo mío, yo también debo hablarle.

      —¡Qué le vamos a hacer! —dijo el muchacho—. Debemos irnos por donde vinimos. ¡Y yo que pensaba que de aquí saldría con dinero!

      —¡Por supuesto que nos tendremos que ir! Pero ¿por qué me dijo que viniera? La misma vieja me dijo que viniera a esta hora. ¡Con lo que he caminado para venir de mi casa aquí! ¿Dónde demonios estará? No lo entiendo. Esta vieja bruja jamás se mueve de casa, porque apenas puede caminar. ¡Y, de repente, se le ocurre irse a pasear!

      —¿Y si le preguntamos al portero?

      —¿Pero para qué?

      —Para saber si se encuentra en casa o cuándo regresará.

      —¡Preguntar,

Скачать книгу