Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski
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Читать онлайн книгу Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski страница 27
—¡Escuche! —dijo de repente el muchacho—. ¡Mire bien! Cuando se tira, la puerta cede un poco.
—Bien, ¿y qué?
—Esto evidencia que no se encuentra cerrada con llave, sino con pasador. ¿Cuando se mueve la puerta lo escucha resonar?
—Ajá, ¿y qué?
—Pero ¿no entiende? Esto demuestra que una de ellas se encuentra en la casa. Si ambas hubieran salido, habrían cerrado por fuera con llave; de ninguna manera habrían podido echar el pasador por dentro... ¿Lo escucha, lo escucha? Para poder echar el pasador hay que estar en casa, ¿no entiende? En fin, que están y no desean abrir la puerta.
—¡Sí! ¡Por supuesto! ¡No hay dudas! —dijo Koch, sorprendido—. Pero ¿qué diablos estarán haciendo?
Y comenzó a sacudir la puerta con furia.
—Es inútil. ¡Déjelo! —dijo el muchacho—. En todo esto hay algo extraño. Usted ha llamado muchas veces, ha sacudido la puerta con violencia y no abren. Esto puede significar que ambas están desmayadas o...
—¿O qué?
—Es preferible que avisemos al portero para que vea lo que sucede.
—Excelente idea.
Ambos se dispusieron a bajar.
—No —dijo el muchacho—; usted quédese aquí. Yo buscaré al portero.
—¿Por qué me tengo que quedar?
—Jamás se sabe lo que puede suceder.
—Está bien, me quedaré.
—Escúcheme: estudio para juez de instrucción. Hay algo aquí que no está muy claro; esto es notorio..., ¡notorio!
Después de decir esto en un tono vehemente, el muchacho comenzó a descender, a grandes zancadas, la escalera.
Koch, cuando se quedó solo, llamó otra vez discretamente y después, pensativo, comenzó a sacudir la puerta para asegurarse de que el pasador estaba echado. Posteriormente, jadeante, se inclinó, y colocó el ojo en la cerradura. Pero no logró ver nada, debido a que la llave estaba puesta por dentro.
Raskolnikof, de pie frente a la puerta, sujetaba con mucha fuerza el mango del hacha. Era presa de una especie de delirio. Se encontraba dispuesto a luchar con esos hombres si lograban entrar en el apartamento. Al escuchar sus golpes y sus comentarios, en más de una ocasión casi le puso fin a la situación hablándoles a través de la puerta. Por momentos lo dominaba el impulso de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso quería que entraran en el apartamento. “¡Qué terminen de una vez!”, se decía.
—Pero ¿ese hombre dónde se habrá metido? —susurró el que estaba fuera.
Ya habían transcurridos varios minutos y nadie subía. Koch comenzaba a perder la serenidad.
—Pero ¿dónde se metió ese hombre? —rezongó.
Finalmente, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso pesado, lento, ruidoso.
“Señor, ¿qué hacer?”.
Raskolnikof descorrió el pasador y entreabrió la puerta. No se escuchaba el menor ruido. Sin más indecisiones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y comenzó a descender. De inmediato —solamente había bajado tres escalones— escuchó gran algarabía más abajo. ¿Qué podía hacer? No había ningún lugar donde ocultarse... Subió de nuevo rápidamente.
—¡Eh, tú! ¡Aguarda!
El que gritaba acababa de salir de uno de los apartamentos inferiores y corría escaleras abajo, en tromba, no ya al galope.
—¡Mitri, Mitri, Miiitri! —gritaba hasta desgañitarse—. ¿Te volviste loco? ¡Así llegues al infierno!
Se extinguieron los gritos; los últimos provenían de la entrada. Todo quedó de nuevo en silencio. Pero, pasados apenas unos segundos, algunos hombres que charlaban a grandes voces comenzaron a subir de manera tumultuosa la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la voz sonora del muchacho de antes.
Entendiendo que no los podía esquivar, se fue a su encuentro decididamente.
“¡Qué sea lo que Dios quiera! Si me detienen, estoy perdido, y si dejan que pase, también, ya que después me recordarán”.
Parecía inevitable el encuentro. Ya solamente los separaba un piso. Pero, de repente..., ¡la salvación! Vio un departamento, vacío y abierto, unos escalones más abajo, a su derecha. Era el apartamento del segundo, donde trabajaban los pintores. Se acababan de ir, como si lo hubiesen hecho a propósito. Probablemente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y perturbando. Estaban recién pintados los techos. En medio de uno de los cuartos todavía había un bote de pintura, un pincel y una cubeta. Raskolnikof se metió furtivamente en el apartamento y se ocultó en un rincón. Tuvo el tiempo preciso. Los hombres ya se encontraban en el descansillo. No se pararon: continuaron ascendiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar en voz alta. Raskolnikof aguardó un instante. Luego salió de puntillas y, rápidamente, se lanzó escaleras abajo.
No había nadie en la escalera; nadie en el portal. Velozmente salió y dobló a la izquierda.
Perfectamente sabía que esos hombres ya estarían en el apartamento de la anciana, que les habría asombrado hallar abierta la puerta que hacía unos instantes se encontraba cerrada; que estarían observando detenidamente los cadáveres; que de inmediato habrían deducido que el asesino se encontraba en el apartamento cuando ellos llamaron y que acababa de escapar. Y quizás incluso sospechaban que, cuando ellos subían, se había escondido en el departamento deshabitado.
No obstante, Raskolnikof no se arriesgaba a acelerar el paso; no se arriesgaba pese a que tendría que recorrer todavía un centenar de metros para alcanzar la primera esquina.
“Si entrara en un portal —pensaba— y me ocultara en la escalera... No, sería un error. ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomo un coche? ¡No, tampoco, tampoco!”.
En la mente las ideas se le enredaban. Finalmente vio una callejuela y entró en ella más muerto que vivo. Era claro que casi se había salvado. Corría allí menos peligro de levantar sospechas. Además, él era como un grano de arena entre los transeúntes que llenaban la angosta calle.
Sin embargo, de tal forma lo había debilitado la tensión emocional que apenas podía caminar. Por su rostro resbalaban gruesas gotas de sudor; su cuello estaba mojado.
Cuando desembocaba en el canal, una voz le gritó:
—¡Amigo, vaya merluza!
Perdió la cabeza completamente; cuanto más caminaba, más perturbado se sentía.
Cuando llegó al malecón y lo vio casi vacío, el temor de llamar la atención lo horrorizó, y regresó a la callejuela. Pese a que casi caía desfallecido, para llegar a su casa dio un rodeo.
Cuando atravesó la puerta todavía no había recuperado la presencia de ánimo. Se acordó del hacha cuando ya estaba en la escalera. Todavía tenía que