Para aprender a viajar así:. Michael D. Hill

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Para aprender a viajar así: - Michael D. Hill

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del proceso de colonialidad) esta lógica “conoce” esos paradigmas y estructuras», pero con la estrategia de generar un pensamiento otro desde la colonialidad del lugar de enunciación (2012: 59-60).

      En la antropología andina, las etnografías de comunidades indígenas se desarrollaron a partir de las corrientes simbólicas y estructuralistas desde los años sesenta, con importantes obras como el estudio de la cosmovisión y las prácticas sociales en la comunidad de Sonqo, de Catherine Allen. Allen actualizó su trabajo en 2002 (traducido al español en 2008) y en la reedición del libro, en una nueva e importante adenda, reconoce de manera autocrítica su propio enfoque folklorista de la comunidad tradicional, en el periodo de campo original, que limitaba su percepción de los aspectos cosmopolitas, urbanos y occidentales que ya existían. Es importante también mencionar algunas otras corrientes en la etnografía andina fundadoras para este proyecto, siendo una la intervención de varias etnógrafas con enfoques feministas, como es el estudio de alimentación, pobreza y género de Weismantel (1998); el trabajo de Florence Babb, Entre la chacra y la olla (2008), con su enfoque en el rol de mujeres indígenas en la economía política andina; y el trabajo de Linda Seligmann, en Cusco, sobre mujeres vendedoras en los mercados, Peruvian Street Lives (2004), integrando un análisis interseccional de raza/etnia, clase, género y sexualidad. Otra corriente relevante para el presente estudio se enfoca en el fenómeno de una creciente clase media o clase profesional indígena, con estudios como el de Colloredo-Mansfeld (1999) y Meisch (2002), sobre la participación y emprendimiento de indígenas de Otavalo en las industrias de textiles, artesanías, música y turismo. Por último, hay que señalar otra corriente en la antropología andina que se enfoca en la fluidez e hibridez de la identidad etnoracial mestizo-indígena (de la Cadena 2000) y el papel creciente de actores indígenas como mediadores en espacios interculturales (Crain 2001; Laurie, Andolina y Radcliffe 2009).

      Gina es en ejemplo modelo de estos procesos de una identidad indígena mestiza, dado que hay cierta fluidez en los Andes, en la identificación etnoracial, al menos entre las categorías indígena y mestizo. La transformación de ciertos marcadores, como vestimenta, nivel educativo, idioma o acento, o participación o no en espacios o reuniones indígenas, puede generar cambios en la categorización etnoracial de parte de la sociedad y de uno mismo. Gina, como veremos, se reconoce como ambas: indígena y mestiza, pero en sus palabras y acciones, muestra más su compromiso profundo con el quechua como idioma, como identidad etnolingüística y como comunidad de hablantes. Aunque su identidad se ha vuelto más y más híbrida o cosmopolita a lo largo de su vida, ya en su comunidad natal ocupaba un espacio fronterizo, transcultural, híbrido (ver Anzaldúa 1987). La familia de Gina vivía en los límites y no exactamente dentro de Colquemarca, un espacio transicional entre el pueblo, identificado como mestizo (o misti, un término quechua, híbrido en sí, más cerca de la idea de ‘indígena mestizo’ que mestizo) y el campo rural (o ‘las comunidades’) visto como espacio más indígena. Y aunque Gina y su familia eran considerados pobres, desde las categorías y estándares actuales, el hecho de que tuvieran terrenos cerca del pueblo y buenos apellidos españoles les habría hecho más misti o hasta mestizos a los ojos de otras personas quechuas. Como Petterson nos recuerda, en su tesis doctoral sobre la región de Chumbivilcas, la región misma fue declarada, por el famoso autor José Uriel García, en 1928, como sumamente «fértil para el mestizaje. El indio de ese territorio es enteramente mestizo, mestizo en acción como sentimiento» (citado en Petterson 2010: 401). Sin embargo, la identidad de Gina no es un mestizaje indígena que busca una resolución en el blanqueamiento ni en el esencialismo sino en sostener lo que la socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui, autodeclarándose como un «objeto étnico no identificado», denomina lo ch’ixi, un concepto aymara que significa, para ella, no una mezcla sino un tejido de yuxtaposiciones u oposiciones dinámicas sin síntesis, un choque energizante en el que «coexisten contradictoriamente dos cosas» (citado en Cacopardo 2018; ver también Rivera Cusicanqui 2018).

      Por último, nos gustaría situar este proyecto dentro de la metodología de historia de vida en los estudios andinos, una corriente que está bien establecida y en aumento (ver García 2008; Muratorio 2005; Rodas 2007; Gavilán Sánchez 2014; Rivera Cusicanqui 2008; Sniadecka-Kotarska 2001). Un ejemplo de la longevidad de la metodología de historia de vida en la antropología andina es el trabajo de Linda D’Amico con Mama Rosa de Peguche, en su libro sobre etnicidad, globalización y la construcción cultural del lugar (2014), la misma Mama Rosa que colaboró con Elsie Clews Parsons, en su etnografía sobre Peguche (1945). La historia de vida del cargador cusqueño Gregorio Condori Mamani, y su esposa Asunta, en la obra Andean Lives (Valderrama y Escalante 1996) es especialmente relevante en este proyecto, dadas las conexiones directas entre Gina y Gregorio y los cargadores de Cusco, como parte de un proyecto solidario (ver más sobre este tema en capítulo 6). Blanca Muratorio es otra defensora del método de historia de vida, argumentando que trae un enfoque al hecho de que el trabajo de campo antropológico «siempre es el resultado de una realidad que debe ser negociada con los sujetos que tienen sus propias teorías e interpretaciones de la cultura que da coherencia a sus vidas» (2005: 131). Similarmente, Linda Seligmann (2009) explica que, a través de «una historia de vida, uno puede discernir como el contexto moldea a las acciones y reflexiones personales; cómo y por qué narradora y antropólogo construyen sus vidas subjetivas de una manera y no otra; y cómo la trayectoria particular de sus vidas puede impactar los hechos» (335). Yo diría que los métodos de historia de vida, dado que dependen del trabajo de la memoria, de comparaciones diacrónicas y de interpretaciones temporalmente situadas, nos ofrecen una manera única para explorar el lugar de experiencias pasadas dentro del ciclo de la vida y para examinar el desarrollo de narrativas sobre uno mismo y sus identidades culturales.

      [Foto 1.2: Gina, intérprete de quechua, en un grupo intercultural de investigación haciendo trabajo de campo.]

      El libro sigue y desarrolla la tendencia en la antropología de historias de vida hacia textos dialógicos y colaborativos (ver Kopenawa y Albert 2013; Rubenstein 2002), el desarrollo de antropologías latinoamericanas orientadas hacia la interculturalidad y la decolonialidad en vez del indigenismo (Degregori y Sandoval 2007; Quijano 2011), y el surgimiento de generaciones de artistas e intelectuales indígenas expresando y teorizando sus identidades desde la interculturalidad (Anka Ninawaman 2004; Cumes 2012; Kowii 2005; Tzul 2008). Aunque se podría decir que tiene aspectos de auto/biografía o de testimonio, en fin, consideramos este libro un ejemplo de historia de vida etnográfica colaborativa. El formato y estilo del libro se caracterizará por un entretejido entre las narraciones editadas y el análisis y contextualización histórica, estructural y sociocultural de las experiencias narradas. Mientras otras historias de vida o proyectos de testimonio han desagregado y aislado estos dos registros, o han mantenido una cronología histórica más estricta como organizador principal, este libro busca representar una innovación contemporánea en el método y género de historias de vida por su estilo colaborador y dialógico alrededor de temas significativos a lo largo de la vida.

       1.2 Metodologías del diálogo y amistad

      Este proyecto está sostenido por el compartir longitudinal de experiencias, relaciones y diálogos personales, lo que Waterston y Rylko-Bauer han llamado «la etnografía íntima» (2006). Destacando las ventajas del acercamiento, postulan que nuestra «posicionalidad como antropólogos nos permite explorar los ámbitos íntimos sin oscurecer el rol de los factores culturales, históricos y socioestructurales en la causalidad. De esta manera, la antropología rescata nuestros proyectos de caer en el solipsismo, del reduccionismo psicológico y de las distorsiones de la abstracción incorpórea» (Waterston and Rylko-Bauer 2006: 409). El contexto del material presentado en este libro es una amistad y mentoría duradera de 20 años entre una mujer indígena, profesora de quechua, y un hombre blanco, profesor de antropología.

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