El camino sencillo. Margarita Ortega

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El camino sencillo - Margarita Ortega

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ImageBowl o cuenco de acai

       ImageNachos

       ImageLeche chocolatosa en leche de almendras y margarina casera

       ImageMargarina casera

       ImageGranola

       Nota al pie

      Hace un tiempo, durante un momento de entendimiento que significó con mucha dureza emprender, definitivamente, el camino hacia mí, en medio de la noche oscura del alma, acepté que tenía demasiados llamados de atención del destino y que era momento de asumir esta tarea de una vez por todas. Entonces, sucedió algo que me dejó ver cómo opera la vida cuando estás conectado a ella.

      El día en que sentía que mi vida se derrumbaba —una sensación clara y tormentosa—, en el peor de los momentos y en el más tenebroso de los mundos, un domingo por la tarde, me llamó una persona que había estado buscando desde hacía varios meses y que había venido a mi casa para mirar juntos cómo hacerle unas reformas complicadas pero necesarias. Esta persona no había vuelto a aparecer, argumentando que le había resultado imposible por razones de trabajo. Sin embargo, ese día en particular, cuando yo me sentaba frente al computador a pasar mi tarde escribiendo e intentando digerir todo lo que me estaba ocurriendo y a asimilar la decisión de cambio que debía tomar sobre hacer el viaje de regreso a mi verdadero yo, sonó el teléfono. Inesperadamente, al otro lado de la línea, la voz de este hombre me dijo: “Doña Margarita, ¿cómo me le va? ¿Comenzamos mañana?” Yo, que no sabía ni qué hacer conmigo misma, respondí sin pensarlo: ¡Sí!

      No tenía idea sobre cómo iba a organizar todo para que siguiéramos funcionando en casa de manera normal; un arreglo tan grande como el que había proyectado, que implicaba tumbar muros y levantar pisos, podía ser más complicado de lo imaginado. Es más, ni siquiera tenía el dinero para hacer la reforma y solo sabía que debía recibir unos pagos que estaban demorados y que ese dinero aparecería en el momento justo; tuve fe. Llegó el lunes y con él un movimiento increíble de todo lo que me rodeaba. Mi mundo seguía dando vueltas dentro de mí y físicamente, en lo exterior, sucedía lo mismo. Para poder hacer las reformas tuvimos que quitar todos los muebles de la zona social, desocupar el espacio, y llevarlos a los cuartos, con lo cual quedamos casi atrapados entre una cosa y otra; todo, sobre todo, en una gran incomodidad: tratar de salir del cuarto iba a ser una tarea de héroes cada mañana. Los escombros y el polvo no demoraron en habitar los espacios restantes de mi hogar. Durante un tiempo todo sería muy diferente a lo habitual. Esa primera semana de trabajos en la casa fue complicada porque se derrumbaron varios muros y apliques del techo, se rompió el piso, y aparecieron todas las complicaciones que suelen suceder cuando finalmente uno decide solucionar lo que tenía que haber hecho desde hacía mucho tiempo y que por miedo a hacer el tránsito solo aplazamos y aplazamos, mientras insensatamente aprendemos a convivir con el problema.

      Así también me sentía yo. Mi alma y el espacio que habito —mi cuerpo— estaban pasando por la misma situación que veía en mi entorno. Me levantaba para toparme con el sofá de la sala casi encima de mi almohada, sin corazón, sin fuerzas y sin saber de dónde asirme. Ladrillo, pintura, resanes, más polvo, escombros, todo yacía en el piso. Mi casa era la metáfora perfecta de cómo me sentía por dentro. Así como la persona a cargo de la obra debía saber qué muros eran estructurales, dónde estaban y qué se podía y se debía remover, en mí sucedía lo mismo; solo que yo no recordaba cuál era o dónde quedaba mi estructura...

      Hacía mucho tiempo que no hacía uso de mi ser, de mi verdad. Había dejado que la vida se llevara a cabo desde mis ideas, asumiendo que surgían de un compromiso interior por ser quien soy, mas no de saberme mía, de reconocerme con amor y compasión, porque había, sin saberlo, aprendido a vivir sin perdonarme, permitiendo que mis miedos fueran más fuertes que mi amor propio. ¿Dónde estaba yo? Quizás debajo del sofá. Tal vez bajo una de las patas de la mesa del comedor. Podía sentirme grande, pero me asumía pequeñita… Quedaba mucho por hacer.

      Esa primera semana, tan difícil, por suerte, pasó rápido, y muy pronto entramos en la segunda semana de trabajo. Los escombros se fueron y aunque había mucho polvo y era complicado respirar —aun con todas las ventanas abiertas—, por fin todo comenzó a tener forma. Poco a poco, un día a la vez. Se fue pasando el tiempo y esta vez todo fue más lento. Tanto así que para cuando llegó el segundo fin de semana parecía que se había avanzado tan poco que lo que seguía podía tardar más de los veinte días que habíamos presupuestado. Ese sábado, cuando se fueron los maestros de obra y todo quedó en silencio, a medias, menos sucio pero todavía polvoriento; entre el arrume de muebles y sin poder percibir cuándo sería el fin de todo esto, estallé en llanto.

      Supe que encontrar las herramientas para salir de mi zona de confort de toda la vida iba a requerir un esfuerzo tan grande como el mismo hecho de comenzar a aplicarlas para poder sentir algo de paz interior. Me sentí de nuevo en crisis y lo que veía afuera no ayudaba mucho. Pasaron las horas y de nuevo llegó el lunes, con su recuerdo de un nuevo inicio, de que era imposible esconderse al paso del tiempo. Gracias a esos dos días de profundo dolor, en los que no veía luz al final del camino y en medio de mi desesperación, ocurrió que casi sin darme cuenta, por estar tan ocupada llorando, logré sintonizarme con mis necesidades, pero sobre todo con mis fortalezas. ¿Qué era lo que debía hacer? No había nada claro. Pero sí estaba segura de una cosa y es que tenía que encontrar las respuestas: escuchar, observar, sentir y entender las claves para continuar, porque comprendía que este llamado de la vida se podía perpetuar, haciéndome repetir las mismas situaciones y haciéndome pasar por los mismos dolores una y otra vez. Entendí que todo iba a parar, que todo iba a cambiar si finalmente me hacía cargo de mí.

      La tercera semana de trabajo en la casa estuvo dedicada a los detalles. A rehacer el piso, a resanar muros y techo, a decidir en dónde irían los conectores de energía, en fin, a temas puntuales. Poco a poco, yo también fui viendo los detalles que en mi interior había descuidado.

      Finalmente, tras un mes de obra, la casa se pudo reparar, transformar y habitar. Confieso que conmigo el asunto ha sido más demorado; pero tengo presente la esencia de mi demolición y de mi autoconstrucción. Confío y sé que siempre he estado ahí, en ese lugar en el que guardo mi verdad, que es la realidad divina, mi conexión con todo lo que me rodea; que solo soy yo en otros trajes, y que todo está bien en mi mundo, conmigo con y desde la luz, desde la fuente: Dios, o como cada quien quiera llamarle. Tengo fe y amor por la vida. Aquí voy, poco a poco, un pensamiento y una emoción a la vez, feliz de ver cómo todo, absolutamente todo, es una obra en perfecta armonía.

      Este libro habla del alimento consciente, y es el último de una trilogía que nació sin pretenderlo hace unos años atrás. Le preceden: Regresa al origen y El perfecto balance. El camino sencillo es un libro que espera poder derribar en ti muros de prejuicios, limpiar polvo acumulado y mitos sobrevalorados frente a lo que consumimos, para poder llegar a la posibilidad de hacer de nuestras elecciones diarias, elecciones fáciles, responsables y reales que nos permitan actuar desde la perspectiva de un criterio amoroso y lúcido, que involucren el entorno que habitamos, nuestro hogar: la Tierra.

      En

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