Ayotzinapa y la crisis política de México. Jorge Rendón Alarcón

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Ayotzinapa y la crisis política de México - Jorge Rendón Alarcón Testimonio

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jóvenes sacrificados provenían de una escuela normal rural. Diversos estudios9 nos han dado a conocer las características de estas instituciones que se afincan desde el momento de su fundación, poco después de la Revolución mexicana. Estas escuelas provienen de una de las grandes contradicciones de la sociedad posrevolucionaria, entre la ideología declarada y los actos reales de gobierno. Es una contradicción porque de un lado el afán modernizador de formar individuos preparados capaces de influir en sus comunidades de origen se estrella con un campo abandonado a las formas de producción y de poder político más arcaicas. Es normal entonces que los enemigos naturales de esos jóvenes sean los caciques locales, los comerciantes acaparadores y las compañías extranjeras que explotan los recursos de la zona, lo mismo que los gobiernos estatal y federal, que están muy lejos de cumplir con los ideales de libertad e igualdad que animaron el movimiento rural revolucionario del siglo XX. ¿Alguien puede sorprenderse de que ahí hayan surgido líderes importantes de la oposición más radical como los dos últimos guerrilleros históricos del estado de Guerrero, Lucio Cabañas y Genaro Vázquez?

      Debido a su ideología, la situación de estas escuelas normales se modifica de acuerdo a la orientación, liberal o conservadora, de los gobiernos federales. Considerada en el largo plazo, la existencia de esas escuelas es una anomalía respecto a los objetivos de la política educativa nacional. No solamente su matrícula se ha reducido sino que en el caso de los planteles más combativos se procede simplemente a su clausura.10 En este clima de tensión, las escuelas que sobreviven —como la de Ayotzinapa— deben movilizarse cada año mediante manifestaciones más o menos violentas para asegurar el presupuesto que permita su continuidad.11 Tal tensión se expresa igualmente en las formas de manifestación a las que recurren: bloqueo de carreteras, recaudación forzada de dinero al ocupar las casetas de peaje en las carreteras,12 saqueo de autobuses mercantiles. Todas estas estrategias conforman su arsenal de lucha: son simplemente delitos del fuero común, pero no son perseguidos: o bien son tolerados o bien son puntualmente impedidos sin ningún castigo por parte de las autoridades locales o federales. Tal situación no hace más que erosionar el ya débil Estado de derecho pero las autoridades, quizá íntimamente convencidas de su falta de legitimidad política, no ejercen ninguna acción jurídica, temerosas de agravar por la represión cualquier conflicto de apariencia menor. Estas derrotas del Estado de derecho son menores sólo en apariencia.

      Esto es exactamente lo que sucedía la noche del 26 de septiembre de 2014. Aunque las condiciones generales del suceso ya estaban puestas, también intervino una cierta dosis de contingencia: sólo uno de los autobuses de estudiantes tomó la ruta hacia la ciudad de Iguala: eran sobre todo estudiantes de primer año que así recibían una suerte de “iniciación política” por parte de los más veteranos de la escuela. Visto a la distancia hay una nota trágica en que las víctimas se dirigían hacia una trampa compuesta por todo un tejido de complicidades: desde su arribo a la ciudad el autobús estaba siendo vigilado por los “halcones”, es decir, cómplices en pequeño que por sumas insignificantes forman un cinturón de protección a los grandes delincuentes. Uno de ellos, que además de pertenecer a la delincuencia trabajaba para la Secretaría de Seguridad Pública de la ciudad, telefoneó a la policía local, al presidente municipal y de paso a la policía de la vecina ciudad de Cocula. A cada particular esta complicidad parece no presentarle problemas éticos, pero sus actos minúsculos acaban contribuyendo a las grandes tragedias: cada uno antepone sus beneficios personales poniendo en peligro la vida pública de todos, lo que indica el poco valor que conceden a ésta. El alcalde, quien tenía razones para temer la presencia de los estudiantes, ordenó detenerlos a cualquier precio. Los alumnos fueron baleados, algunos encerrados en el autobús, y otros más que habían podido escapar rompiendo la ventanilla de emergencia, en la calle; los disparos alcanzaron ahí a una mujer y a un joven deportista que se encontraban casualmente en el lugar: ambos murieron, con esa muerte circunstancial que deja a cada uno la sensación de que en este país la vida pende de un delgado hilo que el azar puede romper.

      La orden de disparar no puede ser comprendida sin este trasfondo de encono político, pero también del origen de los estudiantes, de su situación social. En el estado de Guerrero la confrontación en las calles es frecuente, con la impunidad de unos y de otros, pero además esta vez se trataba de estudiantes pobres de origen campesino. Esa orden brutal de asesinar no está exenta del desprecio racista que sufren los campesinos más pobres del país. Es difícil imaginar esa orden y su cumplimiento si estuviera dirigida contra otro grupo social. En México, el racismo no tiene orígenes étnicos (pues todos somos más o menos mestizos), y tampoco tiene orígenes religiosos, pero descansa en la extrema discriminación sustentada en las enormes desigualdades económicas que existen. Una encuesta publicada este mes de marzo (2015) acerca de la “Calidad de la Ciudadanía en México” revela que el 74% de los ciudadanos es proclive a la discriminación económica. Hay una real hipocresía social cuando los mexicanos se enorgullecen de su pasado prehispánico, pero desprecian a aquellos que sobreviven en las comunidades tradicionales; son éstos los que sufren un racismo de origen económico, discriminación que coincide con los grupos que tienen los rasgos más indios y que suelen ser monolingües en sus lenguas de origen. Nuestro país aún no aprende suficientemente a respetar a todo ciudadano y la educación cívica que poseemos no ha logrado contrarrestar la insolencia del dinero.

      Si el racismo económico es una de las condiciones que se encuentran detrás de los acontecimientos, no es la única: la otra es la violencia constante en la zona. Una de las premisas de la vida democrática es la solución pacífica de los conflictos. En efecto, la democracia obliga a renunciar a la violencia directa entre los participantes e impone, a todos, una alta autocontención, cualesquiera que sean los resultados de las contiendas jurídicas o electorales. Pero esta premisa de civilidad no se cumple en el estado de Guerrero. Los diferentes gobiernos locales y federales son ampliamente responsables de esta situación porque históricamente ellos mismos han recurrido o tolerado abiertamente la represión violenta directa. En este estado prevalecen formas arcaicas de solución de conflictos. Las órdenes asesinas del Sr. Abarca pertenecen a esta caduca tradición y se ajusta perfectamente a la historia de los movimientos sociales en esta zona del país. Veamos.

      El estado de Guerrero es rico en recursos naturales, sobre todo mineros, forestales y turísticos. Pero es uno de los tres estados más pobres del país, al lado de Oaxaca y Chiapas, y por ello concentra una población importante en pobreza extrema. La suya es la historia de los cacicazgos más primitivos, de los comerciantes más rapaces y las compañías trasnacionales más voraces; por eso tiene una larga tradición de movimientos en demanda de libertades civiles y democráticas y de la defensa de los recursos naturales que son propiedad de las comunidades. Pero estas demandas han enfrentado toda clase de represiones violentas, sea por parte de los poderes fácticos, sea por los gobiernos corruptos, cómplices u omisos que debido a la debilidad de la democracia encuentran políticamente más rentable el apoyo de estos poderes fácticos que el apoyo democrático de la sociedad. La ejecución de los 43 jóvenes es un eslabón más de la serie de represiones sangrientas de las que sólo se diferencia porque esta vez corrió a cargo de una autoridad de bajo nivel. Una de estas represiones que marcó la historia del estado de Guerrero ocurrió el año 1995, en un lugar llamado Aguas Blancas, cuando la policía local emboscó a un grupo de manifestantes provocando 17 muertos. Lo mismo que hoy, se produjo una conmoción en todo el país. El caso llegó a los tribunales federales pero el poder judicial quedó lejos de cumplir con sus obligaciones: una sentencia emitida contra 49 personas no sólo fue de una lentitud exasperante sino que permitió a la mayoría de los acusados abandonar la prisión poco tiempo después.13 Tal impunidad jurídica no sólo suscitó una nueva inconformidad sino que marcó el futuro de los conflictos sociales en el estado. Si merece recordarse es porque el Estado mexicano parece incapaz de comprender que restaurar el Estado de derecho es poner fin a un ciclo de violencia y venganza, es decir, es restablecer una premisa de la vida democrática, un bien que alcanza a todos y ha preferido la complicidad caciquil de los poderes fácticos. Lo que está en juego en estos momentos es más sustantivo que la complicidad con unos y el dolor de otros: es la construcción de un régimen que cancele la venganza privada y cree las bases de una solución no violenta

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