Ayotzinapa y la crisis política de México. Jorge Rendón Alarcón

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Ayotzinapa y la crisis política de México - Jorge Rendón Alarcón Testimonio

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ni la disciplina: son sencillamente delincuentes fuertemente armados cuyo núcleo original estuvo compuesto por desertores de ciertos cuerpos de élite del ejército mexicano, pero cuyo enrolamiento posterior descansa en civiles mediocremente entrenados. Desde luego esta es la peor pesadilla: un civil provisto de armas de alto poder, sin ningún ideal, movido por la codicia y probablemente con sentimientos de injusticia social. Los fines que persiguen explica la forma de violencia que ejercen: su propósito fundamental es paralizar mediante el miedo cualquier oposición eventual, primero entre otros grupos rivales potenciales y, luego, entre la población civil. Su violencia tiene un carácter “ejemplarizante”: cada muerte es un mensaje disuasivo que quiere sembrar el terror por la desmesura, como lo muestra la destrucción de los cuerpos de los 43 estudiantes secuestrados. En consecuencia, estos grupos ignoran por completo las normas de contención de la violencia que existen en los conflictos armados entre ejércitos regulares; desconocen también la diferencia que se establece entre combatientes y no combatientes, la cual trata de circunscribir los blancos legítimos en cualquier guerra formal: los sicarios no distinguen sexo, edad u origen étnico.19 Por lo demás, no combaten sólo contra la fuerza pública sino que combaten entre sí, al punto que a medida que un grupo se debilita se acentúa contra éste la crueldad y la compasión desaparece. Aunque parezca trivial decirlo, para dirimir sus diferencias esos grupos no pueden recurrir al derecho institucional, de manera que cualquier diferencia entre ellos se resuelve con la muerte. Una muerte simplemente por codicia, por dinero, es decir la muerte más carente de nobleza, más sinsentido que puede existir. Por eso ha puesto a prueba los valores de la sociedad mexicana que se pregunta, asustada: ¿de qué somos capaces?

      A fin de medir lo que está en juego en la vida pública es preciso comprender hacia dónde se dirige esta amenaza. Ante todo, no está en cuestión el poder político. Estos grupos armados no pretenden suplantar al poder del Estado: no son una guerrilla, no reclaman ningún fin político y tampoco han hecho suya ninguna reivindicación social: un criminal armado no es inmediatamente un guerrillero, ni un insurgente de manera que no conviene otorgarle ninguna simpatía política. Pero si no buscan apoderarse del poder político, en cambio sí buscan doblegarlo y si logran su complicidad socavan las débiles bases en las que descansa su legitimidad. En su progresiva implantación nadie está a salvo y su tarea es debilitar toda fuerza social susceptible de oponerle resistencia. Por la complicidad o por la amenaza, el hecho es que separan a la sociedad civil de las instituciones que pueden defender el orden democrático y libre. No son una amenaza al poder político, pero pueden diluir el orden político indispensable para asegurar la vida en común. El miedo disuelve la cohesión social porque borra cualquier sentido de destino común entre los ciudadanos. Por ello, la única posibilidad para la sociedad mexicana, si desea preservar la libertad, es fortalecer sus instituciones coercitivas, judiciales y políticas. Reducida a su último extremo, la existencia de una sociedad exige recuperar el poder coercitivo de la violencia legítima, asegurando además un sistema de procuración de justicia que cumpla sus objetivos. Sin esta premisa elemental, no hay un régimen de derecho que permita la vida en común.

      En segundo lugar, se ha vuelto más visible el gran peligro social que la desigualdad económica y la falta de educación trae consigo. En efecto, el narcotráfico está asociado con la pobreza porque pone a su disposición un amplio material humano no sólo de sicarios sino de cómplices en pequeño. Ciertamente, a lo largo del tiempo su reclutamiento cambia porque ingresan individuos cada vez más marginales, reclutados con dinero o con amenazas, los cuales no pueden asegurar su ascenso en la organización sino mostrando una mayor ferocidad.20 Aquí la pobreza actúa con toda su fuerza. Pero la pobreza no es el único factor, porque el tráfico de drogas es un delito asociado a la codicia.21 Diversos estudios han mostrado que el origen social de las bandas organizadas no se restringe a los más pobres sino que se extiende a todas las clases sociales, especialmente en sus capas menos educadas. Una sociedad democrática requiere sin duda la reducción de las desigualdades económicas, pero tiene necesidad de mecanismos de educación civil y de cohesión social sin los cuales aun esa premisa económica se revela insuficiente.

      En tercer lugar, el número de víctimas ha llevado a algunos actores políticos a proponer una tregua, una suerte de pacto de tolerancia que establezca ciertos niveles de criminalidad tolerable a cambio de impunidad. Pero esta no es una alternativa: ningún régimen democrático de libertades puede convivir con esta delincuencia (y no se trata aquí de una afirmación meramente moral). Los cárteles no son un adversario organizado, sujeto a un mando único con el cual pactar. Aunque cada grupo minúsculo tenga una férrea disciplina interna, en conjunto no tienen control sobre sus propias estructuras, ni sobre otros cárteles, no poseen reglas internas y no conocen ningún límite a su acción. La ilusión de que anteriormente se podía “pactar” se debe simplemente a que en ese momento no eran tan poderosos como lo son hoy. La tolerancia anterior del Estado se debía a que representaban un problema de “seguridad pública” pero no, como lo son ahora, un problema de seguridad nacional. Es verdad que cuando se instalan en una ciudad o en una región imponen una pacificación a la violencia que ellos mismos generan. En esos momentos, con poco dinero obtienen apoyo, simpatías y hasta logran comprar algunas fidelidades y reina un ilegalismo “aceptable”. No obstante, esta “pacificación” es ficticia porque se paga con el sometimiento más arbitrario: extorsiones, “impuestos”, violaciones.22 Incluso sus relaciones con los poderes fácticos y con los caciques locales suelen terminar dramáticamente: si en un primer momento pueden servir como sicarios a sueldo, muy pronto su propia lógica los lleva a concentrar todo el poder, sin admitir socios.

      Finalmente, se han elevado voces que intentando poner fin a esta violencia proponen la legalización de las drogas en nuestro país. Pero ante ello se erige el contexto internacional. De hecho los países centrales, Estados Unidos y Europa, mantienen una política de gran tolerancia ante el consumo de drogas: lo hacen parte del derecho a la libertad individual (y por ello en ciertos casos legalizan el uso recreativo) y sólo penalizan el tráfico abierto; por otra parte, las políticas de castigo al tráfico o de prevención que aplican son cambiantes y a menudo insuficientes. Por ahora, en esos países el narcotráfico es un problema de “salud pública” y no amenaza su seguridad interna, de ahí su tolerancia. Una legalización de las drogas unilateral sería un suicidio (para cualquier país de América Latina) porque aquí la oferta es infinitamente mayor que la demanda y el crecimiento en el consumo interno provocaría un problema de magnitud impredecible, sin que desaparezca el tráfico ilegal hacia el norte. Es natural que nuestro país busque mitigar un problema que no creó y que no puede resolver. Por ahora está encerrado en una trampa del capitalismo contemporáneo: lo que de un lado de la frontera es placer, distracción o estrés, en el otro lado es violencia y dolor. Los Estados Unidos ponen los consumidores, el dinero y las armas, y México pone los muertos. La única solución a nuestro alcance para confrontar esta nueva delincuencia es fortalecer nuestra vida pública interna.

      Históricamente, la incapacidad del Estado para hacer prevalecer las libertades básicas provoca su remplazo por otras formas de organización comunitaria. En nuestro país estas organizaciones espontáneas has sido llamadas “autodefensas”: se trata de grupos de ciudadanos pobremente armados si se les compara con los grupos de narcotraficantes que deben enfrentar, pero que prueban todos los días que saben arriesgar la vida. Estos grupos están formados por hombres y mujeres (las cuales han mostrado, como siempre, su fortaleza y su liderazgo en todos los conflictos del país). Se puede encontrar a campesinos, amas de casa, profesoras de escuela elemental, pequeños comerciantes, todos armados e involucrados sin distinción en tareas de vigilancia. Han tenido mucho éxito no sólo en expulsar de sus comunidades a las bandas de narcotraficantes, sino también en contener el saqueo de sus recursos naturales, sobre todo forestales. Sus relaciones con el gobierno institucional no son sencillas: cuando atrapan a un delincuente, en ocasiones hacen las veces de “tribunal popular” y sólo con reticencia lo entregan a las autoridades gubernamentales, tratando de asegurarse que sea efectivamente sancionado. Existen casos en que aquellos que encabezan tales organizaciones se encuentran acusados de delitos dudosos y algunas veces infundados. Hasta ahora ninguna de ellas ha derivado en una organización paramilitar opuesta al poder político, pero son vistas como potencialmente peligrosas

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