La hora de la Re-Constitución. Sebastián Soto Velasco
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9. ¿Fue acertado jugar esa carta?
Pienso que sí. Ante todo, es claro que había que generar una reacción a la altura de las circunstancias. La crisis social más profunda que había vivido Chile desde el año 1982 requería reacción y no simple inercia. Por eso no podía seguir hablándose desde el programa de Gobierno y se requería algo más para mostrar que había conciencia de lo sucedido. La Constitución era una carta muy preciada, es cierto; pero la única que estaba a la altura.
Por lo demás, la historia del mundo muestra que las constituciones suelen cambiarse en momentos de profundas crisis. Nadie las cambia cuando el país progresa o cuando la política regular sigue en pie. Por eso es que siempre cuestioné, hasta antes del 18 de octubre, el eslogan de la “nueva constitución”. No había entonces una crisis institucional o social como la que surgió tras esa fecha.
Algunos, no sin razón, han sostenido que el Acuerdo que abrió la puerta al cambio constitucional fue celebrado bajo condiciones de violencia extrema. Por eso, aseguran, el consentimiento estaría viciado. Pero, más allá de lo no pertinente que resulta aplicar a este caso las normas de formación del consentimiento de contratos, lo cierto es que la política y la historia enseñan que es justamente en estos momentos de crisis cuando nacen las nuevas constituciones. Así ha sido el caso de todas las chilenas. Y no será esta una excepción.
Elster, un estudioso de estas materias, lo muestra con elocuencia en una investigación que ya es un clásico. En ella aparecen como causas comunes de cambios constitucionales en los últimos dos siglos una crisis social o económica (Estados Unidos en 1787 o Francia en 1791); una revolución (constituciones de Francia y Alemania en 1848); el colapso de un régimen (en la Europa del Este tras la caída de la dictadura comunista en los noventa); el temor al colapso del régimen (la Constitución francesa de De Gaulle en 1958); la derrota en una guerra (las constituciones alemana y japonesa tras la Segunda Guerra Mundial); la reconstrucción de la posguerra (la Constitución francesa de 1946); la creación de un nuevo Estado (Polonia y Checoeslovaquia después de la Primera Guerra), y la independencia del orden colonial (como los países hispanoamericanos)39.
¿Cuál de ellas se asemeja al caso chileno de 2019? Mucho podrá debatirse al respecto, pero lo cierto es que lo que ocurrió tiene una fuerza desestabilizadora suficiente como para exigir una respuesta institucional a la altura de las circunstancias.
Pero la carta constitucional tiene otra virtud: es una carta que apela al diálogo y ello nos conecta con nuestra propia historia. Si miramos las crisis chilenas de los últimos cincuenta años, podemos ver que de todas ellas se ha intentado salir por la vía del diálogo, y en muchas de ellas el diálogo ha involucrado a la Constitución.
Recordemos lo que ocurrió entre septiembre y noviembre de 1970. En la elección presidencial de ese año ninguno de los candidatos obtuvo la mayoría absoluta y, por lo tanto, correspondía al Congreso Pleno ratificar al elegido entre las dos primeras mayorías: Salvador Allende o Jorge Alessandri. En esas semanas se elucubraron todo tipo de teorías para evitar la elección de Allende. Incluso se produjo el triste asesinato del Comandante en Jefe del Ejército, general René Schneider, como una absurda medida de presión para motivar la intervención de esa institución armada. ¿De qué forma se buscó superar esa crisis que enfrentaba la política? A través del diálogo transformado en una reforma constitucional conocida como Estatuto de Garantías Constitucionales. Por medio de esa reforma se intentaron fortalecer diversas garantías que tradicionalmente se veían amenazadas con la llegada de gobiernos marxistas al poder. El tiempo nos ha permitido comprender que la Unidad Popular no fue sincera en su compromiso pues, como el mismo Allende lo reconoció, el Estatuto era una “necesidad táctica” ya que “en ese momento lo importante era tomar el gobierno”40. Pero eso no resta valor al diálogo inicial y a su resultado, el propio Estatuto, como una forma de intentar superar la crisis.
También se inserta en esta línea el diálogo entre Aylwin y el ministro del Interior de Salvador Allende en julio y agosto de 1973 en la casa del cardenal Silva Henríquez41. La crisis entonces era de magnitudes impensables hoy. Sabemos (¿lo sabían ellos?) que era la última salida posible antes de la ruptura institucional. Es cierto: el diálogo, que giró en torno a posibles cambios constitucionales, fracasó. No sabemos si había algo que podía evitar ese desenlace que las fuerzas políticas de ambos lados venían predicando. Pero el diálogo y la Constitución fueron otra vez vistos como una salida.
Un tercer ejemplo es el del Acuerdo Nacional de 1985. Tras la crisis del 82 y las protestas (mucho más violentas que las actuales, pues ellas terminaban en muertes) se inició un diálogo entre fuerzas políticas propiciado por la intervención del arzobispo Juan Francisco Fresno. De ese diálogo surgió el Acuerdo Nacional de 1985, que también tenía una faceta constitucional. Finalmente, ese Acuerdo, que no tuvo todos los efectos pensados inicialmente, fue igualmente valioso pues constituyó un importante antecedente de la Reforma Constitucional del 89 y un primer espacio donde, al son del diálogo, se volvieron a tejer confianzas.
El último ejemplo, ya en democracia, es distinto porque su magnitud es menor. Pese a todo, vale la pena recordarlo porque tiene al menos una semejanza. El año 2002, a propósito del caso MOP-GATE también se habló de la renuncia del presidente Lagos. Y la forma de resolverlo no fue una reforma constitucional, sino una nutrida agenda de proyectos de ley para modernizar el Estado, todos ellos frutos del diálogo y de la intervención del entonces presidente de la UDI Pablo Longueira.
Como puede verse, convocar a un diálogo en torno a la Constitución no es algo extraño en las situaciones de crisis en nuestra historia. Lo que el Presidente, el Gobierno y la mayoría del Congreso invitaron a recorrer fue entonces algo no muy distinto a lo que se venía haciendo hace décadas cuando empezaba a crujir la institucionalidad: sentarse a conversar para juntos avanzar.
Algunos dicen que fue una claudicación. De hecho, si le creemos a CADEM, en esas semanas el sector más fiel al presidente Piñera lo abandonó. Sin embargo, para evaluar una claudicación debe apreciarse la película completa y esta todavía no termina. Además, en las crisis, las renuncias son siempre relativas y se deben juzgar en referencia a la realidad que impone la crisis y no a las circunstancias normales.
En definitiva, la realidad que impuso la crisis, como lo he dicho, requería de una reacción profunda que permitiera canalizar el descontento por los, a esa altura, estrechos cauces de la política. La izquierda, que venía predicando la nueva constitución como el elixir salvador, no veía alternativa sino la constitucional. Y en la centroderecha la necesaria pacificación bien valía abrir la discusión constitucional. Por eso el acuerdo incorporó la “Paz Social” y la “Nueva Constitución”. Después de la firma el ambiente político volvió a mejorar por algún tiempo y parecía que la clase política, sabedora que al final las campanas también doblaban por ellos, retomó cierta responsabilidad y altura.
Es cierto. Ese ambiente duró poco. Apenas cinco días después de la firma del Acuerdo, la acusación constitucional contra el Presidente anunció que la política volvía a ser un campo de batalla y que la centroizquierda no tenía fuerza alguna para oponerse a lo políticamente correcto. Vaciada de contenidos propios, no vio otra opción que seguir el ritmo de aquellos que no habían firmado el Acuerdo Político. Y, dentro del Congreso, la intransigencia del Partido Comunista y de parte del Frente Amplio los inhabilitó para defender aquello que explícita y tácitamente se habían comprometido esa madrugada.
¿Hizo