La hora de la Re-Constitución. Sebastián Soto Velasco

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La hora de la Re-Constitución - Sebastián Soto Velasco

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lo que “la gente espera y aquello que encuentra en su vivencia” pues la cultura y el mercado, anota en otra parte, han promovido procesos de individuación y expectativas que las instituciones no han logrado procesar45.

      No cabe duda que el desafío parece estar en la política como institución mediadora o “procesadora” de expectativas. Y también en sus prácticas que, no hay que olvidarlo, no necesariamente son efecto directo de la Constitución. En otras palabras: lo que está en crisis es la forma de hacer política, y ella depende tanto de reglas escritas como de muchas no escritas que guían el actuar de los políticos. El liderazgo, el servicio, la amistad cívica, los acuerdos, la importancia de la responsabilidad y el cumplimiento del deber, la conciencia de misión y tantas otras máximas que, con altos y bajos, han guiado la política, hoy parecen encontrarse en un nivel reducido.

      Lo anotado no busca idealizar el pasado. La política siempre ha sido un territorio difícil, donde la virtud no se premia. Hanna Arendt, que escribió agudamente al respecto, tiene reflexiones que desalentarían a cualquiera. La sinceridad, recordó hace ya un tiempo, “nunca ha figurado entre las virtudes políticas y las mentiras siempre han sido consideradas en los ámbitos políticos como medios justificables”46. Y, a su modo, desde otra vereda, Borges sentenciaba que los políticos son “personas que se dedican a estar de acuerdo, a sobornar, a sonreír, a hacerse retratar y, discúlpeme usted, a ser populares”47. Con esto no quiero unirme a la masa empapada de lugar común que desprecia la política. Simplemente pretendo destacar el enorme desafío que trae consigo la tarea de mejorar esta labor. Nunca será ella un lugar de máximas virtudes o el lugar que nos presente una multitud de líderes ejemplares. Pero sí podrá ser un lugar donde algunos de sus líderes se destaquen en algunas virtudes, cuestión indispensable para la buena salud de la vida en común.

      Pese a todo, hoy la política parece más enferma que ayer. Abundan el desprestigio y la desconfianza respecto a su rol; también la atraviesan una cierta incapacidad e indolencia; y, por último, padece una creciente farandulización. ¿Qué podría sobrevivir a este cóctel?

      Nada de esto supone que pueda reemplazarse la política por un algoritmo o por una casta tecnocrática. Los algoritmos y la tecnocracia sirven a la política para que esta pueda resolver, con mejor evidencia y de mejor forma, nuestras discrepancias y así conceder cierta legitimidad a las decisiones que nos obligan. Por eso el sueño de una vida sin política es solo una más de tantas utopías.

      ¿Cómo retomar, entonces, una política sana?

      El texto de Rodrigo Correa motivó algunas réplicas que intentan dar luces. Claudia Heiss sostuvo que el problema era la exclusión y la distancia entre la decisión política y la voluntad de la mayoría. Por eso propone reconstruir un concepto de representación que no se entienda como “exclusión de los representados sino como política mediada, en permanente reflexividad entre instituciones y sociedad”. Con todo, al momento de aterrizar esta abstracción sugiere mejorar la representación femenina e indígena, cuestión que parece una respuesta demasiado coyuntural y más bien a la moda para un problema algo más complejo.

      Sofía Correa, con la lucidez que la caracteriza, examina desde nuestra historia la capacidad que han tenido los partidos de representar. Su llamado es a “consolidar una pluralidad de partidos políticos capaces de representar a la ciudadanía en sus diversas expresiones, capaces de mediar entre esta y el poder, y de ejercer con responsabilidad su tarea de gobernar”. Se trata de una tríada compleja en la sociedad actual, en la que la política ha dejado de ser mediadora y donde no se sanciona, ni moralmente, la irresponsabilidad en las tareas de gobierno48.

      Más allá de lo acertado o no de estos planteamientos, lo relevante es que sugieren que el problema actual está menos radicado en las reglas constitucionales que en la cultura política que habita en el Congreso y contamina el ejercicio del poder presidencial. Siempre me ha sorprendido la cultura política que se generó a partir del mismo 11 de marzo de 1990. Teniendo entonces muchas más razones que hoy para actuar atado a la lógica “amigo-enemigo”, las relaciones se conformaron sobre la base de una cierta amistad cívica. Sea por convicción genuina, sea por temor o sea por la conciencia de estar cumpliendo un deber que trascendía la historia personal, en un mismo hemiciclo convivieron y deliberaron quienes durante dieciséis años estaban en el bando de los que perseguían o eran perseguidos49.

      Hoy la dirigencia política desprecia los acuerdos y alaba la polarización, vive en el ensueño amigo-enemigo. Nada de eso es constitucional, nada de eso cambiará con una nueva constitución. El real cambio debe ser en las convicciones de quienes ejercen la política; y ese cambio no versa sobre lo que dice una constitución, sino precisamente sobre lo que debe ser y hacer la política.

      En una sociedad de convicciones líquidas, como la que vivimos, hacer política ya no puede significar dar respuestas tipo a los complejos desafíos de la sociedad actual. Eso estaba bien para los momentos de las planificaciones globales, donde las respuestas no nacían de la reflexión o las circunstancias, sino del mandato de la ideología de turno. Hoy la política está llena de matices, es más pragmática y se enfrenta a una demanda ciudadana impaciente, menos colectiva y generalmente alejada de conceptos como bien y mal. En este escenario la política debe ser capaz de conectar con esa demanda e intentar resolverla. Pero, como nunca, la política no es solo técnica, sino que también conducción y no puede renunciar a dirigir, a generar conceptos y relatos formativos.

      Esto último ha sido planteado por muchos. Quien es uno de los intelectuales más importantes de la Iglesia Católica en las últimas décadas, Benedicto XVI, no se cansaba de repetirlo. En 2010, en Westminster, sostuvo que la política tenía una dimensión ética que no podía ignorarse. Agregó que sería muy frágil buscar únicamente en el consenso social los principios éticos que sostienen el proceso democrático. Por eso propone un diálogo entre el mundo “de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas” para descubrir la fundamentación ética de las deliberaciones políticas. “Sin la ayuda correctora de la religión”, concluyó, “la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana”50. Un año después, ante el Parlamento alemán, afirmó que el criterio último y la motivación para el trabajo del político “no debe ser el éxito y mucho menos, el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz”. Naturalmente, reconoce que el político busca el éxito para tener una acción política efectiva. Pero agrega que “el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho”51.

      Otro autor, que poca relación tiene con el anterior, es Jean Claude Michea, intelectual francés de izquierda. En un libro recientemente traducido por el Instituto de Estudios de la Sociedad llama una y otra vez a enarbolar el discurso de la virtud como un discurso político. Michea afirma que siempre la izquierda ha tenido una “base psicológica y moral” que denomina, siguiendo a Orwell, la decencia común. Esta, que emana de una antropología y no de lo políticamente correcto, “consiste en enraizar en lo más profundo de la práctica socialista las virtudes humanas de base”. El mismo mensaje puede llegar a las derechas. Ese cierto constructivismo, que también la consume, expresado a veces en una excesiva confianza en las políticas públicas, olvida el rol de las virtudes en el entramado social. Es lo que critica Michea cuando recuerda que “siempre se trata de descubrir, o de imaginar, los mecanismos capaces de generar por sí mismos todo el orden y la armonía políticas necesarias, sin que nunca haya que volver a recurrir a las virtudes de los sujetos” 52.

      Ambos autores a su modo recuerdan que la política no es solo recibir y tramitar demandas de la gente, sino también entregar algo más que puros servicios. La política debe ser capaz de entregar relatos formativos en los que se aprecie cierta moralidad para construir

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