La hora de la Re-Constitución. Sebastián Soto Velasco

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La hora de la Re-Constitución - Sebastián Soto Velasco

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también no dejarse llevar por ellos en todo lo que venía hacia adelante. Y la centorizquierda, en sus actuaciones posteriores, ha hecho lo contrario, manteniéndose atada a las estrategias del Partido Comunista y de la izquierda más radical del Frente Amplio. La cuestión previa para detener la acusación constitucional contra el Presidente, por ejemplo, fue rechazada por casi toda la centroizquierda que pretendía seguir adelante. La conducta displicente para condenar la violencia y los silencios de muchos son, en los hechos, la renuncia a apoyar uno de los pilares del Acuerdo.

      ¿Fue ingenua la centroderecha? Tal vez lo fuimos; aunque la frontera que divide la ingenuidad de la confianza en la política es demasiado tenue. Es mejor preguntarse si atrincherarse hubiera sido una mejor salida. Al final solo lo sabremos cuando todo esto haya terminado.

      ¿CÓMO SALIMOS DE ESTO?

      El problema que queremos resolver

      Cass Sunstein es hoy tal vez uno de los más importantes y prolíficos académicos en Estados Unidos. Hace algunas décadas, interesado en el proceso de elaboración de constituciones tras la caída de la Unión Soviética y la liberación de los países de la Europa del Este, reflexionó sobre el papel de estas en las sociedades. Ahí planteó una idea relevante que no debiéramos olvidar. Sostuvo que una constitución democrática es aquella que “viene a resolver problemas particulares que probablemente surgirán en la vida política ordinaria de una nación”. Por eso agregó que las constituciones son “instrumentos pragmáticos diseñados para resolver problemas concretos y permitir que la vida política funcione mejor”. Y cuestionó entenderlas como el lugar para declarar todas las verdades o para supuestamente dar una completa cuenta de todos los derechos humanos42.

      La reflexión de Sunstein permite enfocarnos en una pregunta ineludible: ¿cuál es el problema concreto que debe resolver la nueva constitución? ¿Qué problema debemos atender para intentar que la vida política funcione mejor?

      Hoy resulta fácil responder esta pregunta cuando, mirando en retrospectiva, hablamos de nuestras constituciones más importantes. La de 1833 intentó, por medio de presidentes poderosos y el influjo de Portales, resolver la anarquía y el desorden que ya se arrastraban por más de una década. La Constitución de 1925 repitió la fórmula, pero esta vez para enfrentarse a un problema muy concreto: el desgobierno del parlamentarismo chileno que, con todos los matices que corresponda hacer, había erosionado el sistema político. La Carta de 1980, en cambio, intentó resolver un problema distinto. Entonces, cuando el mundo estaba dividido en dos, buscó evitar que Chile volviera a caer en manos de los socialismos reales al estilo cubano. Con toda la simplificación que tienen estas líneas, lo cierto es que cada una de esas constituciones respondió a uno o más problemas concretos.

      Que en cada caso estas constituciones hayan dejado atrás el problema inicial luego de las primeras décadas no inhabilita el argumento. Las constituciones no están ancladas al problema que intentan resolver, pues estas son —lo hemos dicho y lo volveremos a decir tantas veces— “cuerpos vivos” o “árboles que crecen”. Esto significa que el problema original pasa y surgen otros nuevos que, en la medida en que no impliquen rupturas, son resueltos por la política en el marco constitucional. También significa que cada una de estas constituciones, tarde o temprano, se emancipa de la voluntad de sus arquitectos.

      Y así, entonces, el problema del orden al que apuntaba la Constitución de 1833 se resolvió en algún momento del siglo XIX (¿con Montt, tal vez?) y surgieron otros que no requirieron una nueva constitución para encontrar una solución, sino que bastaba con la acción de la política. La gobernabilidad que buscaba la Constitución del 25 llegó temprano y el año 1932 la política inició una nueva etapa. La Constitución de 1980 vio, con la caída del muro y de toda la Unión Soviética, que la amenaza marxista quedaba reducida a un puñado de países, iniciándose una era en que la izquierda socialdemócrata se alejaba de la nostalgia revolucionaria.

      Pues bien, ¿cuál es el problema que debe resolver la nueva constitución?

      Hamilton decía, en las primeras páginas de El federalista, que el problema que tenía el pueblo americano al momento de discutir su constitución era “si las sociedades humanas son capaces de establecer un buen gobierno desde la reflexión y la voluntad”. O, por el contrario, si estaban condenadas a depender de “la fuerza y los accidentes”43. Afortunadamente hace mucho tiempo esa pregunta ya quedó atrás. Hoy sabemos que las sociedades sí pueden prosperar y vivir en armonía ejerciendo la reflexión y la voluntad. Sabemos también, y no hay que ir muy lejos, que ninguna sociedad está libre de “la fuerza y los accidentes”. A veces estos tomarán la forma de “estallidos”, crisis financieras o políticas. Lo importante es que, incluso ante estos imprevistos, sabemos que un buen diseño institucional puede lograr que sus efectos sean acotados.

      Por eso, entonces, el problema actual es distinto al de Hamilton y los padres fundadores del constitucionalismo. Es un problema que debemos buscar e intentar resolver entre nosotros. No sirve buscar un problema en el pasado; si hay alguno, ese está aquí.

      Desde el 18 de octubre muchos se han ocupado de intentar describir el problema constitucional atándolo a las causas del estallido de violencia. Algunos, después de rendir un conveniente homenaje a lo ocurrido, sostienen que el problema es el “neoliberalismo”. Así, Carlos Ruiz y Gabriel Salazar, cada uno a su modo, construyen una doble utopía: que el supuesto “neoliberalismo” es la causa de todos nuestros problemas y que su superación es el inicio de una nueva vida. Salazar llega al extremo de dictar las bases de una nostálgica sociedad premoderna. Eugenio Tironi, con menos grandilocuencia, argumenta que el problema está en el modelo que ha sido desbordado tras un largo período de deterioro de otras instituciones fundamentales, tales como la familia y la religión. Madalena Merbilháa y Cristián León, por su parte, rastrean los orígenes del 18 de octubre en el marxismo cultural que inspira a buena parte de la izquierda. León profundiza también en cuestiones de orden moral, intelectual y espiritual que estarían en la base de la asonada de octubre. Y, en fin, Luis Larraín y Sergio Muñoz, cada uno desde su perspectiva, sostienen que el problema de todo está en la desafección democrática que invade a muchos44.

      Cada uno de estos problemas pueden o no ser causas del 18 de octubre, aunque lo que es relativamente claro es que ninguno de ellos es genuinamente constitucional. Tal vez tienen, con mayor o menor intensidad, algunos reflejos constitucionales, pero ellos son solo destellos que no se corrigen por la vía del cambio constitucional. Pienso, en cambio, que el problema que debe intentar resolver la nueva constitución es uno que se da en tres niveles; y solo uno de ellos es propiamente constitucional. El primer nivel es el político; el segundo es la estructura; y el tercero, la convivencia. Solo el segundo tiene una marcada presencia constitucional; el primero solo algunos; y el tercero, prácticamente ninguno. Veamos.

      El principal problema que padece el país probablemente consiste es el estado actual de la política. Léase bien: no es la política el problema entonces, pues esta cumple un rol insustituible en la representación y en la deliberación. El problema es el estado actual de la política.

      Hay distintas formas de apreciar este problema. Rodrigo Correa escribió hace algunos meses un sugerente texto en el sitio intersecciones.org que se hace cargo del desafío constitucional. Sostiene que las causas de la crisis están dadas principalmente por las condiciones de legitimidad sobre las que se construye el sistema democrático. Hoy esas condiciones se fundan en una intensa validación social del interés individual, cuestión que ha erosionado los antiguos mecanismos de equilibrio de las preferencias individuales con las colectivas (ej. la opinión pública “orientada a la generalidad” y los partidos políticos). La Constitución, nos dice, solo puede ser un camino de salida si logra reconstruir

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