El jefe necesita esposa. Shannon Waverly

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El jefe necesita esposa - Shannon Waverly Jazmín

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ellos para siempre. Y mucho se temía que eso era precisamente lo que ellos querían.

      Querían estar cerca de la familia de su hijo, para poderla ver y oír. Lo irónico era que Meg entendía aquella necesidad. Gracie y ella eran lo más próximo que tenían que les recordara a su hijo. Pero por mucho que lo entendiera, no arreglaba su situación.

      En los últimos meses, a Meg le había costado bastante mantener vivo su pasado. Las comidas de los domingos eran siempre las historias que le contaban a Gracie de un padre que no había conocido. Las tardes las pasaban con un álbum de fotos en las manos. En todas las conversaciones hacían alguna mención de su hijo.

      –Si Derek estuviera vivo –empezaban muchas de sus frases–. Eres como tu padre –otra de sus expresiones favoritas.

      Meg estaba harta de todo aquello. Aunque había querido a su marido y nunca lo iba a olvidar, pero poco a poco sus heridas estaban cicatrizando. Y quería vivir, porque de nada servía aferrarse a su pasado. Aunque sólo fuera por Gracie.

      Quería salir, conocer a gente hacer nuevos amigos, hacer cosas diferentes. Y le apetecía empezar a quedar con hombres otra vez. Aunque no tenía ninguna prisa por encontrar marido, ni volverse a casar. Quería formar una familia y a lo mejor darle otro hermanito a Gracie.

      Pero no sabía lo que pudieran pensar de todo aquello Vera y Jay. Seguro que querían que las cosas siguieran como estaban, que siguiera viuda, como si fuera un insecto que hubiera caído en ámbar y allí se hubiera quedado para siempre. Y no eran cosas de su imaginación. Últimamente había comprobado cómo Vera la había desanimado a tomar determinadas decisiones que indicaran el camino hacia la independencia. Y lo más frustrante era que Vera se justificaba diciendo que lo hacía para ayudarla.

      Más que nunca la única solución a todos sus problemas era irse de allí. Y eso les iba a beneficiar también ellos. Estaban demasiado pendientes de Gracie y de ella, las necesitaban para mantenerse emocionalmente. Tenían que distanciarse un poco. En cuanto se dieran cuenta de que ella no tenía ninguna intención en cortar la relación con ellos se relajarían y mantendrían una relación más positiva.

      Pero para ello tenía que conseguir más dinero, necesitaba ahorrar algo de dinero.

      Con gesto decidido se levantó y se fue al teléfono. Había pensado pasar el fin de semana con Gracie. Lo más importante en su vida era su hija, y todo el tiempo que pasara con ella era poco. Pero tendría que hacer un pequeño sacrificio.

      Meg levantó el auricular y marcó el número de Forrest Jewelry. Eran las seis menos diez. Seguro que el señor Forrest todavía estaba en su despacho.

      Al tercer tono, una voz masculina respondió.

      –Hola, señor Forrest. Soy Meg Gilbert –silencio–. Margaret, una de sus empleadas.

      –Sí, sí, claro.

      –He estado pensando en su oferta para trabajar este fin de semana, y he decidido aceptarla.

      Capítulo 2

      NATHAN colgó el teléfono y suspiró más aliviado. Al final iba a conseguir hacer el catálogo. Hacía tan sólo un minuto tenía sus dudas.

      En sus labios esbozó una sonrisa. Aparte de que si iba Margaret con él, su madre no le atosigaría con ninguna otra mujer.

      Recordó que tenía que llamar a su madre. Le tenía que decir que iba a ir acompañado. Levantó el teléfono otra vez y marcó el número de la casa de sus padres en Bristol.

      –Hola, Lucy –saludó al ama de llaves, que fue la que respondió al teléfono–. ¿Está mi madre por ahí?

      Al cabo de unos segundos se puso Pia Forrest.

      –Nathan, qué sorpresa.

      –Hola, mamá. ¿Qué tal?

      Durante diez minutos le estuvo contando qué tal estaba. Se había casi olvidado de lo que hablaba. Cada vez que la llamaba se olvidaba de ello. Otra gente respondía con un monosílabo, pero ella le hacía un relato detallado de lo último que le había pasado.

      –Te he llamado –empezó a decirle, interrumpiendo lo que le estaba contando en aquel momento–, para decirte que voy a ir con alguien este fin de semana. Espero que no te importe.

      –¿Que vas a venir con alguien? ¿Aquí? –Nathan casi pudo sentir cómo fruncía el ceño. Hacía por lo menos dos años que no había llevado a nadie a su casa.

      –Sí, una de las chicas de la oficina –por si aquello no hubiera dejado perpleja a su madre, seguro que lo que iba a decirle a continuación lo iba a conseguir–. Me temo que tendré que pasar parte del fin de semana trabajando –le explicó–. Por eso me llevo a Margaret.

      –Oh, Nathan. ¿No irás a…?

      –¿No iré a qué?

      –¿No irás a pasar el fin de semana trabajando?

      –Más o menos. No tengo más remedio. De lo contrario me será imposible ir y sé que eso te va a sentar mal.

      –Sí, claro, pero…

      –Por eso te estoy llamando, para decirte que va a venir Margaret conmigo y que prepares una habitación para ella.

      Su madre suspiró.

      –¿Es realmente necesario que venga?

      –Sí. De lo contrario no podré sacar adelante el trabajo. ¿Por qué? ¿Tenéis algún problema de camas?

      –No, no es eso –Pia dudó antes de confesárselo–. Es que he invitado a una joven encantadora que está deseando conocerte. Pero si vas a estar ocupado con otra chica de la oficina, no va a poder ser.

      –No tengo más remedio. De todas maneras Margaret es una persona muy agradable, tranquila y que no molesta –o por lo menos eso era lo que él pensaba. Aunque la verdad no sabía nada de ella, a excepción de que era una secretaria buenísima. Lo que esa chica hacía cuando acababa a las cinco de trabajar era un misterio para él. No le interesaba demasiado la vida de sus empleados.

      Nathan sonrió un poco al pensar en ella. A pesar de que lo que había dicho era verdad, había también otras cosas que le impresionaban de Margaret Gilbert.

      Nunca antes había conocido a una mujer tan decidida a esconder sus virtudes. Llevaba un peinado anticuado y unos trajes rarísimos, y a pesar de ello causaba una muy buena impresión. ¿Y sus gafas? ¿No le habría dicho nadie que habían cambiado ese modelo hacía veinte años?

      Pero la forma que tenía de vestirse era parte de su encanto, porque debajo de aquella ropa se escondía una chica joven e ingeniosa. Parecía una niña disfrazada con la ropa de su madre.

      –¡Ya sé! –exclamó su madre, sacándole de sus pensamientos–. Tu primo Walter.

      –¿Walter?

      –Sí, el hijo de Herbert.

      –¿De qué diablos estás hablando, madre?

      –Le

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