Ver como feminista. Nivedita Menon
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Por eso, aunque el horror que Moni tuvo que vivir quizás se sitúe en el extremo de un espectro, lo destacable es que el orden social no despliega una presencia o ausencia absolutas de tolerancia a lo diferente, sino precisamente un espectro de intolerancia. Cada uno de nosotros es responsable en cierta medida de mantener estos protocolos de intolerancia, que no se sostendrían si a título individual dejáramos de realizar nuestra parte. Desde criar hijos «como es debido» hasta corregirlos amorosamente o castigar sus conductas inapropiadas, desde asegurarnos de no romper jamás los protocolos hasta mirar mal o burlarnos de las personas que parecen diferentes, desde realizar intervenciones psiquiátricas y médicas coercitivas hasta aplicar el chantaje emocional y la violencia física: hay todo un rango de pendientes resbaladizas en el que jamás reparamos.
Pero la violencia que Moni afrontó no respondía solo a cuestiones de apariencia y conductas adecuadas al género. Incluía otra dimensión igual de significativa: la ansiedad en torno a la institución del matrimonio, a su mantenimiento y protección. Me refiero al matrimonio «realmente existente», el patriarcal y heterosexual. Sucede que la joven fue torturada no solo porque se había comportado como un muchacho, sino también porque se negó a renunciar a su amistad con una recién casada del pueblo.
La cuestión de qué representa un comportamiento adecuado según el género está entonces inextricablemente vinculada a la sexualidad legítima, orientada a la procreación. O sea, una sexualidad estrictamente vigilada para asegurar la pureza y la continuidad de identidades cruciales, como la casta, la raza y la religión. El deseo no heterosexual amenaza la continuidad de estas identidades porque no es directamente procreativo desde un punto de vista biológico, y si las personas no heterosexuales tienen hijos por otros medios, como intervenciones tecnológicas o la adopción, entonces la pureza de esas identidades se ve amenazada. Por supuesto, incluso el deseo heterosexual y potencialmente procreativo se considera una amenaza cuando se niega a fluir en las direcciones legítimas; de ahí la violencia desatada contra quienes se enamoran de personas de la casta o la religión incorrecta.
La institución encargada de esta vigilancia de la sexualidad es la familia patriarcal y heterosexual. La familia tal como existe hoy es el núcleo que sostiene el orden social.
Este orden social reconoce, con acierto, que el deseo no heterosexual y el desafío de las expectativas de apariencia «adecuada» a un género son, de hecho, señales de una negativa a participar en el negocio de reproducir la sociedad con todas sus identidades existentes intactas. Se dijo que Moni tenía dieciséis años, pero era tan pequeña y delgada que «aparenta(ba) unos doce», según un periodista que estuvo en el pueblo. ¿Cómo escapó Moni a la fuerza inquebrantable de esos protocolos que la mayoría de nosotras parece haber interiorizado tan mansamente? Por lo visto, la estructura construida por esos protocolos, que se presenta como tan «natural», incuestionable e inmutable, es más endeble de lo que parece. Hay fisuras, hay filtraciones; sus bordes son porosos y vulnerables. Hay muchas, muchas más Monis, quizás incluso dentro de nosotras mismas. Es precisamente porque la estructura es tan frágil que tuvo que movilizarse una fuerza así de enorme contra la resistencia de una niña pequeña y delgada.
¿Qué tiene que ver el amor con esto?
¿Qué es una familia? ¿Un grupo de personas que se quieren y se apoyan entre ellas en los buenos tiempos y en los malos? No obstante, no cualquier grupo de personas que haga esto es reconocido como una «familia»; por ejemplo, un grupo de amigos, una pareja homosexual con hijos adoptivos, madres solteras, mujeres que conviven con sus hermanos y hermanas, etcétera. La «familia» es una institución con una identidad legal, y el Estado reconoce como «familias» solo a conjuntos específicos de personas vinculadas de una manera específica. No solamente la ley define «la familia»: más allá de los marcos legales, se nos impone ser parte de una familia definida en términos muy estrictos. En muchos consorcios de viviendas, por ejemplo, se sobreentiende informalmente que solo se admite como inquilinas a parejas casadas heterosexuales. Una «familia» solo puede ser una familia patriarcal y heterosexual: un hombre, «sus» hijos y «su» mujer.
En 1984, un fallo del Tribunal Supremo de Delhi sentenció que los derechos fundamentales garantizados a todos los ciudadanos indios por la Constitución no eran aplicables en la familia: estos derechos se terminan en la puerta de casa. Dejar entrar a los derechos fundamentales en la familia, dijo el juez, sería como «dejar a un toro entrar en una tienda de porcelana»1. El juez, de hecho, tenía toda la razón. Si se dejan entrar los derechos fundamentales en la familia y si cada miembro de la familia es tratado como un ciudadano libre con los mismos derechos que todos los demás, la familia colapsará. Porque la familia, en su forma existente, se basa en jerarquías claramente establecidas de género y edad, con una primacía del primero sobre la segunda; es decir, un varón adulto es en general más poderoso que una mujer, aunque ella sea mayor que él.
Así, la familia como institución se basa en la desigualdad. Su función es perpetuar formas específicas de la propiedad privada y el linaje: formas patrilineales de propiedad y descendencia, en las que la propiedad y el «apellido» de la familia fluyen de los padres a los hijos varones.
Recuerdo un momento precioso en la película hindi Mrityundand, en la que las mujeres interpretadas por las actrices Shabana Azmi y Madhuri Dixit están casadas con dos hermanos. El marido de Shabana es impotente y todo el pueblo lo sabe. Ella se va por un tiempo y tiene un amorío; al volver, está visiblemente embarazada. Su cuñada, Madhuri Dixit, le pregunta sorprendida, «Didi, yeh kiska bachha hai?» («¿de quién es este hijo?»). Es una pregunta absurda e innecesaria porque es evidente que el bebé está dentro de su cuerpo y es de ella, pero esta pregunta absurda tiene todo el sentido en una sociedad patriarcal (y solo en una sociedad patriarcal): quién es el padre, es eso lo que se está preguntando. ¿A qué casta pertenece, sobre las propiedades de quién puede reclamar un derecho?
Shabana se limita a contestar: «Mera» («mío»). Recuerdo el murmullo que hubo en el cine ante tal respuesta, algunas risitas. ¿Un poco de nervios?
El hecho es que ningún varón puede nunca saber si un hijo es suyo. Una mujer puede saber que un hijo es suyo, pero un varón no, ni siquiera con un análisis de ADN. Un test de ADN puede decirte solamente que un hijo no es tuyo, pero, si tu ADN coincide, eso solamente indica «una alta probabilidad estadística» de que ese hijo sea tuyo. Como dicen, «la maternidad es un hecho biológico, la paternidad es una ficción sociológica». Es esta certeza la que crea una ansiedad permanente al patriarcado, una ansiedad que requiere que la sexualidad de las mujeres se someta a una estricta vigilancia.
El furor en torno al Día de San Valentín es revelador del hecho de que el amor indisciplinado es percibido como inherentemente amenazante. En India, el Día de San Valentín se ha vuelto cada vez más popular desde los años 1990. Como feministas, no estábamos particularmente a favor del Día de San Valentín, porque tenemos nuestras reservas en relación con la narrativa del «amor romántico», donde solo un tipo particular de historia de amor se considera una verdadera historia de amor. Por supuesto, debe ser una historia entre un varón y una mujer, y por supuesto, cuando te enamoras, la mayoría de las veces terminas «sucumbiendo» a la persona apropiada: el varón es al menos unos meses mayor que la mujer, al menos un par de centímetros más alto ¡y gana al menos un poco más que ella! Lo importante en el «amor romántico» es que la mujer sea de alguna manera más pequeña, más diminuta en un sentido tierno, mientras que el varón es un adulto. Por eso las feministas por tradición hemos criticado el «amor romántico», que, pese a ser supuestamente incontrolable, siempre termina adecuándose perfectamente al patriarcado.
También criticamos el Día de San Valentín porque se trata menos del «amor» que de vender y de comprar y del mercado, porque en el Día de San Valentín no basta con amar a alguien, hay que comprar algo para demostrarlo: tarjetas, flores, osos de peluche…