Ver como feminista. Nivedita Menon
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No hay nada inherentemente degradante en limpiar las casas de otras personas o cocinarles por un salario; podría ser un trabajo como cualquier otro. Pero no en India. Aquí el trabajo contiene los peores aspectos del feudalismo y el capitalismo.
La crueldad de las clases medias indias hacia sus «sirvientas» supera a los peores excesos del feudalismo. La expresión educada «empleada doméstica» que ha reemplazado a la palabra «sirvienta» en el uso público es peligrosamente engañosa. Que no quepa duda: son sirvientas. No se las trata como seres humanos, ni siquiera como mascotas. Además de sufrir agresiones físicas y sexuales (lo que es muy común), las trabajadoras domésticas realizan un trabajo pesado y extenuante que nunca se acaba, porque, si viven en la casa de sus empleadores, no tienen un horario de trabajo específico y, si viven fuera, no tienen días libres ni vacaciones.
Esto sin mencionar las humillaciones a las que se las somete de manera rutinaria. He visto muchas veces en restaurantes de Delhi la imagen lamentable de mujeres jóvenes, claramente criadas a cargo de niños pequeños, que permanecen en pie durante todo el tiempo que tardan sus patrones en comer, listas para hacerse cargo del bebé en cualquier momento, sin que se les ofrezca siquiera un vaso de agua. Los miembros de una de estas coquetas parejas que vi podrían haber sido tranquilamente estudiantes en Estados Unidos, donde, si alguna vez hubieran tenido que dedicarse a cuidar niños para cubrir sus gastos, habrían esperado nada menos que ser tratados con dignidad. Este desprecio hacia quienes realizan un trabajo manual esencial está profundamente vinculado a la diferencia de castas y es una parte fundamental de la mentalidad de las clases medias indias pertenecientes a las castas superiores, cuyas credenciales «progresistas» tienden a manifestarse únicamente en permitirle al barrendero dalit entrar en la cocina a lavar sus platos sucios.
Antaño, el sirviente de la familia feudal al menos podía esperar una protección general en tiempos de escasez, mientras que el criado moderno a lo sumo puede aspirar a recibir pequeños préstamos para emergencias personales, a ser descontados luego de la miseria que cobra. Por otro lado, un contrato de trabajo capitalista podría ser un poco más digno que la situación feudal, puesto que ambas partes acuerdan mutuamente una serie de términos y condiciones. También puede ser más alienante que el lazo feudal conservado por generaciones y generaciones, al no proveer ningún vínculo humano más allá de los límites del contrato, pero, al menos en principio, es más equitativo. El sirviente indio no conoce ni la red de seguridad del siervo feudal ni la igualdad formal del contrato capitalista: soporta al mismo tiempo la humillación de la jerarquía feudal y la explotación fría del capitalismo.
El aislamiento sufrido por las jóvenes criadas internas es aterrador: llegan de lugares distantes a grandes ciudades como Delhi y Bombay, muchas veces no conocen el idioma local, su único entorno son las casas en las que trabajan, y el trato con sus empleadores, que pasan fuera de casa casi todo el día, es su única interacción humana, y el calificativo «humana» no sería aplicable en la mayoría de los casos. Solo cuando hay agencias eclesiásticas involucradas en la contratación existe algún tipo de supervisión del trato que los empleadores dan a las criadas.
La crisis que enfrentan las clases medias en muchas ciudades de la India, y en estados como Kerala en los que pueden encontrarse trabajos mejor pagados en otros sectores, es que cada vez hay más escasez de personal doméstico. El trabajo doméstico se ha convertido en la opción menos elegida entre los trabajos manuales. De ahí, tal vez, la reciente avalancha de articulistas en publicaciones en lengua inglesa que se explayan en ocurrentes columnas y artículos basados en entrevistas sobre las excentricidades de una u otra criada en particular, las dificultades para encontrar una «buena» criada o niñera o el hecho de que este ámbito se haya convertido en un «mercado de vendedores». Es revelador que nunca encontremos entrevistas con las propias criadas. Puede haber una fotografía de una criada de rodillas, fregando el suelo; o en una caricatura pícara y tierna, agitando una escoba, pero ¿qué tiene ella que decir? No lo sabemos.
Una voz extraordinaria de una empleada doméstica a la que sí tenemos acceso es la autobiografía de Baby Halder, originalmente escrita en bengalí y luego traducida a varios idiomas, incluyendo el inglés como A Life Less Ordinary (2006) (en español se publicó en 2009 con el título de Una vida menos ordinaria). Es el relato simple y sin sentimentalismos de una vida de pobreza extrema y explotación por una serie de empleadores, hasta que la autora llegó a trabajar para el profesor retirado que la alentó a escribir. Necesitamos muchas más voces de este tipo en la esfera pública para quebrar la complacencia de las clases medias indias.
Las otras personas ausentes en los artículos sobre sirvientes mencionados con anterioridad son los varones de clase media. Normalmente, las entrevistadas son lo que se llama «mujeres que trabajan», es decir, que perciben un salario por trabajar fuera del hogar. Y porque hacen eso, no pueden realizar su verdadero trabajo de cuidar de sus casas y sus familias de forma gratuita. De modo que deben pagar a otras mujeres (y a veces, a otros varones) para hacer un trabajo que ellas mismas harían gratis. Pero sus maridos, los padres de esos hijos e hijas, no tienen nada que ver con todo esto: ellos tienen que ocuparse de sus vidas. Y de ahí las historias desgarradoras de las mujeres: tuve que pedirle al chófer que cuidara a mi bebé porque no podía saltarme una reunión importante, tuve que perderme una reunión importante porque la niñera no apareció. Mientras tanto, los proveedores de esperma jamás se pierden ninguna reunión, por muy trivial que sea.
Esto explica por qué los empresarios no quieren contratar mujeres (excepto para cuidar a sus hijos): porque siempre tienen problemas «de sirvientes». Y es que son las mujeres, y no los varones, quienes supuestamente emplean a los «sirvientes».
Recientemente, dos empresarias de éxito escribieron columnas periodísticas sobre la necesidad de tratar a las criadas como empleadas, pagarles bien, tratarlas con dignidad y darles los mismos beneficios y facilidades que una misma esperaría como empleada. Si no lo haces, advierten a las mujeres, debes prepararte para ser ineficiente en tu propio trabajo, porque tu marido jamás va a involucrarse en este asunto (Bijapurkar 2011; Kalra 2011). Básicamente, el trabajo mal pagado de las empleadas domésticas viene a mitigar el conflicto conyugal que podría generar la injusta división sexual del trabajo.
Si este es el caso, entonces el salario que se le paga a cualquier empleado varón incluye de hecho un elemento oculto, el costo de este trabajo, sea remunerado o realizado de forma gratuita por su esposa. Porque ese empleado no podría ir a trabajar todos los días si estas tareas quedaran sin hacer. Y en el largo plazo nadie trabajaría si no hubiese quien se dedicara a criar a los niños y niñas hasta que alcanzan la edad adulta. Es el argumento que vienen esgrimiendo las feministas hace años: si las mujeres dejaran de hacer este trabajo no remunerado, o de encargarse de que se haga, los sistemas económicos se detendrían en seco. Toda la economía se cimienta en el trabajo no remunerado de las mujeres.
Existen varias agencias privadas y eclesiásticas que regulan la demanda de ayuda