Ver como feminista. Nivedita Menon
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B. R. Ambedkar había visto el potencial del matrimonio entre castas para lo que él llamaba «la aniquilación de la casta». En un famoso pasaje publicado por primera vez en 1936, escribió: «En aquellos lugares donde el tejido social está unido por otros lazos, el matrimonio es un asunto ordinario de la vida. Pero donde la sociedad está cortada en pedazos, el matrimonio como una fuerza vinculante se vuelve una cuestión urgente y necesaria. El verdadero remedio para romper las castas es el matrimonio entre castas. Ninguna otra cosa servirá para resolver el problema de la casta» (Ambedkar 1936: 67).
Evidentemente, setenta y cinco años después, los panchayats de las castas siguen compartiendo (y temiendo) el reconocimiento de Ambedkar del potencial disruptivo que el matrimonio entre castas tiene en las identidades de casta. Como feministas, no obstante, podríamos querer relativizar el poder sanador del matrimonio como una «fuerza vinculante» en este proceso, por razones que irán aclarándose a medida que avancemos.
En la segunda década del siglo XXI, el término «crímenes de honor» devino moneda corriente para hablar de los consejos de los tradicionales pueblos multiclanes en la comunidad Jat de Haryana, los khap panchayats, que han ordenado y cometido múltiples asesinatos de parejas que eligieron matrimonios «inapropiados». Estos consejos se distinguen de los sarkari panchayats constituidos bajo el paraguas del Estado y argumentan que tienen mayor legitimidad en la comunidad que estos, lo cual bien podría ser verdad. Los khap panchayats llevan un tiempo exigiendo enmiendas a la Ley de Matrimonio Hindú, como la prohibición de los matrimonios sagotra (entre miembros del mismo clan patrilineal o gotra) y bhaichara (entre miembros del mismo círculo de pueblos). Sumadas a las presiones sociales contra el matrimonio entre castas, estas restricciones combinadas implicarían efectivamente que casi cualquier persona que un varón o una mujer conociera en su infancia y su juventud estaría fuera de los límites permitidos para el amor; de este modo, las decisiones matrimoniales quedarían firmemente en manos de las familias.
Se ha dicho muchas veces que la imagen de los khap panchayats como violentos y dictatoriales es culpa de las élites urbanas educadas en tradiciones británicas que desprecian a los pueblerinos y que las comunidades gobernadas por estos consejos están contentas con ellos. No obstante, es importante destacar que, en última instancia, el desafío a la autoridad de los khaps proviene en primer término de la gente joven del seno de esas comunidades. En efecto, este problema llegó a ojos de las «élites urbanas» solamente a partir de la resistencia rotunda a los dictados de los khap panchayats por parte de los y las jóvenes de estas comunidades, que se exponen al boicot social e incluso a la muerte por amor*.
En resumen, las feministas reconocemos aquello que los sectores conservadores en la India encuentran peligroso en el Día de San Valentín: el potencial subversivo del amor. Un amor que se niega a ser domesticado por las reglas de la casta, la comunidad y la heterosexualidad.
La división sexual del trabajo
Pero, aceptémoslo, una vez que el amor se encaja suavemente en la institución del matrimonio, se trata de un matrimonio como cualquier otro. Mis amistades y yo hemos intercambiado muchas anécdotas sobre la extraña experiencia de encontrarnos defendiendo los matrimonios arreglados en conversaciones con gente occidental, bienintencionada pero ingenua, que nos pregunta en un tono horrorizado: ¿todavía existe el matrimonio arreglado en la India? Un matrimonio es un matrimonio, les decimos. ¿Cuántas personas en Occidente se enamoran «perdidamente» (es decir, de forma inevitable, en oposición a los rígidos controles de los matrimonios arreglados) de alguien a quien sus padres jamás habrían visto con buenos ojos? ¿Y tan diferente es el comportamiento del matrimonio resultante con el tiempo?
Uno de los rasgos definitorios de esta institución es la división sexual del trabajo. Las mujeres son responsables del trabajo doméstico, es decir, de la reproducción de la fuerza de trabajo. Todo aquello que es necesario para que las personas puedan hacer sus trabajos día tras día (comida, casas limpias, ropa limpia, descanso) lo proveen las mujeres. Se espera de la mujer de la casa que o bien realice estas tareas por sí misma o bien sea responsable de asegurarse de que una mujer más pobre las realice por un salario bajo. En cualquier caso, se considera que el trabajo doméstico es una responsabilidad principalmente femenina incluso si, como suele ser el caso, la mujer también realiza un trabajo asalariado fuera del hogar.
No hay nada «natural» en la división sexual del trabajo. El hecho de que varones y mujeres realicen distintos tipos de trabajo, tanto en el seno de la familia como fuera de ella, tiene poco que ver con la biología. Solo el proceso concreto del embarazo es biológico; todo el resto del trabajo que debe hacer una mujer en el interior del hogar (cocinar, limpiar, cuidar de los hijos, todo eso que se consideran «tareas domésticas») puede realizarlo igual de bien un varón; sin embargo se considera «trabajo femenino». Esta división sexual del trabajo se extiende incluso al ámbito «público» del trabajo asalariado y, otra vez, esto no tiene nada que ver con el «sexo» (la biología) y tiene en cambio todo que ver con el «género» (la cultura). Ciertos tipos de trabajo son considerados «trabajos de mujeres» y otros, trabajos de varones pero lo más importante es que cualquier trabajo de mujer se valora menos y recibe una remuneración inferior respecto de los trabajos de varones. Por ejemplo, la enfermería y la docencia (en especial en los niveles educativos más bajos) son profesiones predominantemente femeninas y, además, están comparativamente mal pagadas en relación con otros trabajos profesionales que suelen ejercer las clases medias. Las feministas señalan que esta «feminización» de la docencia y la enfermería aparece porque estos trabajos se conciben como extensiones del trabajo de cuidado que las mujeres realizan en el hogar.
Al mismo tiempo, una vez que el «trabajo femenino» se profesionaliza, los varones prácticamente lo monopolizan. Por ejemplo, los chefs profesionales son todavía mayoritariamente varones, tanto en Nueva Delhi como en Nueva York. La razón es clara: la división sexual del trabajo garantiza que las mujeres siempre deban terminar priorizando el trabajo doméstico no remunerado frente al trabajo asalariado.
El hecho es que lo que subyace a la división sexual del trabajo no es una diferencia biológica «natural», sino una serie de supuestos ideológicos. De manera que, por una parte, se supone que las mujeres carecen de fuerza física y no son aptas para trabajos pesados, pero, tanto en la casa como fuera de ella, hacen los trabajos más pesados (cargar agua y leña, moler maíz, trasplantar plántulas de arroz, transportar cargas en la cabeza para minas y construcciones). Pero al mismo tiempo, cuando el trabajo manual que hacen las mujeres logra mecanizarse, y así volverse más ligero y mejor pagado, son los varones quienes reciben la formación para usar la nueva maquinaria, y se deja fuera a las mujeres.