Anatomía heterodoxa del populismo. Mauricio Jaramillo Jassir
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Este populismo de derecha comenzó a finales del siglo pasado cuando algunos gobiernos de la región —Collor de Melo en Brasil, Menem en Argentina, Salinas en México, Gaviria en Colombia, Fujimori en Perú— lanzaron modelos neoliberales de apertura económica que eliminaron aranceles, expusieron a la competencia internacional sectores empresariales vulnerables, revirtieron los logros en materia de industrialización conseguidos hasta entonces gracias a la sustitución de importaciones y redujeron el papel protagónico del Estado para entregárselo al mercado, en sectores públicos estratégicos como la prestación de servicios sociales esenciales.
En los últimos años, como desarrollo del neopopulismo, ha aparecido en la región, en medio de la crisis de representación que la afecta, el populismo virtual, alimentado por las redes sociales y coadyuvado por los medios tradicionales de comunicación, ahora en poder de grandes grupos empresariales. Estos últimos, actuando como poderes fácticos, han convertido el “cambio” en una mercancía política que venden en función de la defensa sus intereses, como parte de un “estado de opinión”, que desconoce los mecanismos democráticos de representación y participación política. La existencia de este nuevo estado de opinión explicaría cómo, a partir de la manipulación mediática y la utilización de las redes sociales, triunfaron consultas plebiscitarias como el Brexit, la elección del presidente Trump, el referendo de la Unión Europea de 1992 en Francia y el rechazo de los acuerdos de paz en Colombia.
La apelación virtual a un electorado manipulado consigue, según Wolfgang Merkel (2015), citado en Jaramillo, que una minoría sea capaz de articular varias demandas y canalizarlas hacia una sola propuesta, con el fin de hacer prevalecer una creencia o visión. Esta forma de democracia negativa aparece confirmada en estudios recientes, según los cuales la gente tiene una tendencia natural a sumar más los sentimientos negativos que los positivos. En este contexto, el relevo más contemporáneo que permitió la llegada de gobiernos conservadores a la región habría sido resultado de la explotación, a través de los medios de comunicación y las redes sociales, de un legítimo sentimiento de decepción de los sectores jóvenes frente a la política tradicional y su capacidad para representar sus reclamos de cambio. Los mismos reclamos que, meses después de elegidos los nuevos gobiernos, comenzarían a expresarse por medio del “grito” de los movimientos populares y las marchas estudiantiles en las calles latinoamericanas. La respuesta de la derecha a esta ola contestataria ha sido el uso desproporcionado de la fuerza, la convocatoria de diálogos de sordos con los manifestantes y el inicio de guerras jurídicas (lawfare) contra los dirigentes progresistas que podrían liderar alternativas de gobierno en el corto y el mediano plazo.
El populismo progresista
El proyecto del socialismo democrático que identificó a Rafael Correa, Hugo Chávez y Evo Morales coincidió en someter al escrutinio popular, a través de elecciones y refrendaciones plebiscitarias, a programas de profundo contenido social que, de acuerdo con los avances conseguidos entonces en otros países —como en Brasil con Lula, Argentina con los Kirchner y el Uruguay de Mujica—, consiguieron reducir los índices de pobreza en cuatro puntos porcentuales, entre el 2010 y el 2013, al pasar del 31,6 al 27,8 %, así como plantear profundos cambios, que se concretaron en novedosas reformas constitucionales e institucionales.
Esta forma de populismo progresista contrastó con el populismo militar y desarrollista que se estableció en la región a comienzos de la segunda mitad del siglo XX, después de golpes militares a líderes sociales como Jacobo Arbenz en Guatemala (1954), Juan Bosch en República Dominicana (1963), Joau Goulart en Brasil (1964) y Salvador Allende en Chile (1973). Bajo la sombrilla de este populismo nacionalista, según Jaramillo, se trataría de legitimar posteriores gobiernos de facto, como el de Michel Temer en Brasil y el aún más reciente de Jeanine Áñez en Bolivia.
A diferencia de los cambios constitucionales propuestos por estos dictadores y usurpadores para legitimar su llegada violenta al poder, los cambios constitucionales aprobados durante la época del socialismo democrático estuvieron dirigidos al avance en la consolidación democrática, mediante la apertura de nuevos canales de participación popular. Para entender el nacimiento del socialismo democrático conviene, además, no olvidar el contexto internacional en que apareció: cuando estaba comprobado el fracaso del modelo neoliberal en sus posibilidades de generar crecimiento e inclusión, con resultados inferiores a los conseguidos durante la aplicación del modelo proteccionista que había sustituido. Este fue el momento en el que el sistema interamericano creado alrededor de la Organización de Estados Americanos (OEA) para garantizar la convivencia hemisférica, especialmente su sistema de defensa, había demostrado su incapacidad para garantizar la convivencia pacífica de las Américas, al tiempo que los acuerdos bilaterales de libre comercio, impulsados por el Gobierno de Estados Unidos, habían deteriorado el concepto de integración regional integral, entonces presente en mecanismos subregionales como la Comunidad Andina y el Mercado Común del Sur (Mercosur).
La crisis del modelo representativo
Existe una estrecha relación entre el desarrollo del populismo y la crisis del sistema representativo de gobierno sobre el cual se estructuraron las instituciones republicanas después de la Independencia. Por cuenta del mandato a los congresistas de la representación de los ciudadanos prosperaron en el siglo XX liderazgos populistas, entre caudillistas y mesiánicos, de Juan Domingo Perón (Argentina), Getúlio Vargas (Brasil), Lázaro Cárdenas (México), Velasco Ibarra (Ecuador) y lo habría hecho el de Jorge Eliécer Gaitán en Colombia, si no lo hubieran asesinado. El esquema representativo adoptó la forma presidencialista de gobierno nacido como una mala simbiosis entre el presidencialismo norteamericano del siglo XIX y los rezagos monárquicos de la Colonia. Aún hoy, los países latinoamericanos siguen siendo las más notables excepciones de los sistemas parlamentarios extendidos ampliamente por el mundo. En el siglo XIX, en plenos albores de la Independencia, la figura de la representatividad parlamentaria dominó parte considerable de los debates que llevaron al nacimiento de la Constitución de Cádiz (1812), que marcó el momento en el que estuvimos más cerca de crear una comunidad hispanoamericana parecida al Common Wealth.
Para Giovanni Sartori (1998), la crisis del modelo representativo tiene que ver con el surgimiento del directismo como forma de legitimar cambios constitucionales, a través de la apelación directa al pueblo mediante consultas, referendos y plebiscitos. A pesar de que algunos autores como Eduardo Posada Carbó sostienen que, desde la época de la Independencia, la vía representativa ha sido el principal motor del diseño y la construcción del sistema republicano de gobierno, es claro que otros objetivos, como el de la defensa de la soberanía, han prevalecido sobre otros idearios, como el de la representatividad democrática.
El lado más débil del sistema presidencialista es la inexistencia, dentro de su normatividad, de mecanismos expeditos para la solución de crisis que frecuentemente terminan en rupturas. La historia de la consolidación republicana de la región, a partir del restablecimiento de su democracia, ha sido, como bien lo explora Mauricio Jaramillo Jassir, el de las coaliciones espurias, los juicios políticos, los exilios forzados, las destituciones ilegítimas y, más recientemente, las guerras jurídicas (lawfare), a través de las cuales unos nuevos poderes fácticos regionales —grupos económicos, monopolios mediáticos, organizaciones no gubernamentales (ONG) internacionales, agencias calificadoras de riesgo, entre otros—, en ausencia de los partidos políticos o frente a su debilitamiento como voceros de cambio, están utilizando la justicia para