Anatomía heterodoxa del populismo. Mauricio Jaramillo Jassir
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Ahora bien, en la historia de América Latina el populismo, como práctica, ha puesto bajo la lupa aspectos desatendidos de la democratización. Dicho de otro modo, el populismo ha desnudado debilidades, contradicciones y paradojas en el complejo proceso de la consolidación democrática. ¿Es posible siquiera considerar que el populismo es un elemento constitutivo de la democracia en algunos contextos? ¿Es legítimo apelar a su uso para consolidar la democracia dentro de los llamados regímenes jóvenes? ¿En qué circunstancias el populismo afecta o beneficia a la democracia? Estas preguntas implican volver al debate que se pensaba superado, entre la democracia formal y real, dimensiones que en la práctica deberían ser indisociables.
La consolidación democrática: una asignatura pendiente
A estas dificultades para entender el populismo se suma aquella de comprender la evolución de la democracia en América Latina, concretamente en la región andina, en los últimos años. Uno de los retos de la ciencia política contemporánea ha consistido en escribir sobre la democracia hoy en día preservando la originalidad, una tarea que parece complejizarse al compás de la aparición de una abundante literatura al respecto. A este propósito, Philippe Braud considera que debe existir “cierto grado de inconsciencia para escribir sobre la democracia […] habida cuenta de la extraordinaria profusión de textos que le han sido consagrados” (2003, 7). Los estudios sobre la democracia en América Latina son numerosos y vale la pena citar como ejemplos representativos los informes que apoya el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En 2004, se lanzó el reporte La democracia en América Latina: hacia una democracia de ciudadanos y ciudadanas, documento que contuvo un diagnóstico bastante equilibrado sobre el estado de la democracia en la zona, con un catálogo de estadísticas y análisis bastante completo (PNUD 2004). En años posteriores, la Universidad de Vanderbilt ha asumido la gestión y redacción del informe, al que se conoce como Latinobarómetro, en el marco del Proyecto de Opinión Pública de América Latina.
A esto es necesario añadir los análisis desde la ciencia política que exploraron la transición hacia la democracia y su posterior consolidación, sobre todo en el Cono Sur y en Brasil.2 Así, se formó un cuerpo de transitólogos y consolidólogos, como Guillermo O’Donnell, Juan Linz, Andreas Schedler, Alfred Stepan, Guy Hermet, Gerardo Munck, Larry Diamond, Lawrence Whitehead, Philippe Schmitter, entre otros.
A partir de estos aportes empíricos y teórico-analíticos, es posible enriquecer, profundizar y resaltar nuevos aspectos sobre el funcionamiento de la democracia, sobre todo en aquellas regiones donde es posible percibir mecanismos alternativos para su consolidación. Esto ocurre en la zona andina y particularmente en Ecuador, un caso llamativo por las atipicidades del proceso, muchas de ellas, aunque profundamente estudiadas, en constante evolución en los últimos años.
A la hora de sopesar esta literatura consagrada a las transiciones, se nota una concentración en países como Argentina, Brasil, Chile y Uruguay (y, en menor medida, Paraguay). Buena parte de la academia se interesó por este conjunto, convirtiéndolo en paradigma de la democratización latinoamericana; en contraste, la región andina ha sido menos considerada para el estudio de la democratización. De los cinco países que conforman el espacio andino (Perú, Bolivia, Colombia, Ecuador y Venezuela),3 tres, en el caso de Bolivia, Ecuador y Perú, se clasifican como democracias jóvenes por haber instalado tales regímenes con posterioridad a la tercera ola. Colombia y Venezuela, por su parte, fueron excepciones a esta tendencia, ya que su proceso democratizador se cataloga dentro de la segunda ola, según la clasificación de Samuel Huntington, es decir, tras la Segunda Guerra Mundial (Huntington 1996).
En términos de democratización, la región andina es poco analizada y, por ende, se conoce de forma muy precaria la manera en que se estancó la consolidación en las décadas de 1980 y 1990. En buena parte de América Latina, como en algunos círculos latinoamericanistas de Estados Unidos y Europa, el mundo andino ha sido atractivo por el componente indígena, que ha despertado numerosos estudios enmarcados en la sociología o la antropología política. En la década de 1980, a buena parte de estos países se le asoció con el narcotráfico, una consecuencia que parecía natural por haberse convertido en la zona con mayores niveles de producción de cocaína en el plano global. Posteriormente, siguieron décadas de estigmatización que dejaron de lado aspectos tan relevantes como la democracia. En medio de este contexto, Ecuador sigue siendo un país desconocido en el contexto colombiano, latinoamericano y en los centros de pensamiento o en universidades en Estados Unidos y Europa.
A pesar de todo, a finales de los años noventa y comienzos de siglo XXI, esta zona volvió a llamar la atención por estar en el centro del ciclo progresista, bajo el paraguas ideológico de la nueva izquierda. Así, se produjo un intenso debate sobre las causas y los efectos del resurgimiento de la izquierda, cuando se pensaba que tras el colapso de la Unión Soviética desaparecería cualquier rastro de comunismo, socialismo o algunas de las ideologías emparentadas con el modelo soviético. En ese contexto, la región andina vivió una trasformación dramática con la aparición de la Revolución Bolivariana, que acabó definitivamente con el sistema político surgido tras el Pacto de Puntofijo, en 1958, en Venezuela, y por la llegada por primera vez de un indígena a la presidencia de Bolivia, y también de forma inédita en primera vuelta (desde la Constitución de 1964). Este panorama se completó con el arribo de un economista heterodoxo a la presidencia ecuatoriana.
Con esta perspectiva, la región andina parecía una zona volátil, por lo que buena parte de los estudios se centró en la inestabilidad como unidad de análisis (Shifter 2004; Solimano 2003; Jaramillo Jassir 2007; Pérez-Liñán 2007). No obstante, semejantes niveles de efervescencia o inestabilidad institucional solo eran la consecuencia de una problemática estructural: la ausencia de consolidación democrática. Dicho de otro modo, la inestabilidad no debía ser necesariamente el objetivo de estudio, ya que era simplemente un síntoma de un proceso de democratización incompleto. Más allá de las causas de esa inestabilidad, la tarea más pertinente consistía en determinar los factores que explicaban la imposibilidad de profundizar la democracia.
Las trasformaciones que tuvieron lugar, así como la inestabilidad que las precedió, evidenciaron una serie de contradicciones presentes desde el establecimiento democrático, las cuales los regímenes fueron incapaces de gestionar. Con esto se fue ahondando una especie de brecha entre la instalación de la democracia y su posterior consolidación. Según la teoría democrática de las transiciones, luego del establecimiento formal de esta tras la tercera ola y el abandono de las prácticas autoritarias que marcaron a las dictaduras civiles o militares, el proceso debía conducir a una consolidación democrática. Tal fue el caso, por ejemplo, de los países que formaron parte de la denominada Cortina de Hierro en la Guerra Fría. Luego de las transiciones de los años ochenta, en Bulgaria, la antigua Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania, entre otros, la democracia entró en un ciclo que asomaba como irreversible. Aun con las dificultades que enfrentan gobiernos como el húngaro, rumano y polaco, por las duras críticas que han