Anatomía heterodoxa del populismo. Mauricio Jaramillo Jassir
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Una de las primeras hipótesis de las que parte el siguiente texto consiste en que el populismo debe analizarse relativizándolo según dos factores: histórico y geográfico. En cuanto al primero, es posible identificar tres momentos en los que ha surgido con fuerza. En América Latina se presentaron los ciclos populistas más emblemáticos en las décadas de 1930 y 1940, que sirvieron de principal referente para que autores como Di Tella (1962), Germani (1978) o Weffort (1967) apuntaran a las definiciones pioneras de un concepto que, desde entonces, no ha dejado de evolucionar. En esta misma corriente, se observa el nacionalpopulismo y el fascismo en Europa como manifestaciones paradigmáticas y, para muchos, como prueba irrefutable sobre la incompatibilidad del populismo con la democracia (Pombeni 1997). En un segundo momento, de forma sorpresiva, el populismo resurgió a finales de los años noventa, cuando se le consideraba como un fenómeno superado y propio de democracias precarias. La Venezuela de Hugo Chávez se convirtió en un atractivo objeto de estudio, pues su aparición no solo refutó la tesis de Francis Fukuyama y Samuel Hungtinton sobre la desaparición de las ideologías (Fukuyama 1992), sino que puso en evidencia dimensiones desapercibidas sobre el populismo. Este no solo se limitó al país andino y caribeño: además se extendió a otras naciones como Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Nicaragua, entre otros. Finalmente, en el último tiempo, tanto Europa como Estados Unidos se han convertido en un terreno de expansión fértil del discurso populista, pero con connotaciones bien distintas del caso latinoamericano.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el populismo reivindicó un papel para los ciudadanos desprovistos de representación y participación, con un fuerte discurso antiestablecimiento. Sin embargo, ese pueblo no ha tenido una sola composición, pues mientras en Europa ha sido más referenciado por consideraciones étnicas, en América Latina el referente por excelencia ha sido la clase socioeconómica. De igual forma, se ha tratado de equiparar al populismo con la demagogia, con el objeto no solo de describirlo, sino para justificar su carácter antidemocrático —en la competencia electoral, se utiliza para desacreditar a políticos, movimientos o partidos rivales—. Este populismo, enraizado en aforismos como “Vox populi, vox Dei” o “Sagrada es la lengua del pueblo” de Séneca, ha despertado el rechazo que puede tener su origen en la dura sentencia de Carlomagno del siglo VIII: “No es cierto que la voz de Dios sea siempre la del pueblo; pero cuando se alza esa voz misteriosa, expresada a través de símbolos enérgicos que a su vez se hallan en la consciencia del pueblo, este declara de forma inmediata y sin dudar que Dios acaba de hablar” (Haréau 1868, 112).
En esta misma lógica se inscriben voces que denuncian un exceso en la participación, en la medida en que, en determinados contextos, esta ha sido instrumentalizada para fines antidemocráticos. José Ortega y Gasset (1999) elaboró una de las críticas más agudas respecto de esta manipulación al hablar de la manipulación de las masas. Estas críticas expresan un rechazo a la idea de sacralidad del pueblo y a los atributos de sabiduría que se le atribuyen incluso desde la Antigüedad.
Más allá de las diferencias entre estas manifestaciones tan dispares del populismo, este texto pretende abordarlo desde una perspectiva empírica, la cual permita entender mejor hasta qué punto este resulta compatible con la democracia liberal. Se trata de determinar si es posible alcanzar niveles suficientes y deseables de justicia social, así como incluir sectores marginados, todo dentro de la atmósfera democrática, respetando las libertades fundamentales y las instituciones constitucionales. Esta indagación sobre la posible conjugación populismo-democracia tiene una enorme relevancia para América Latina, pues las instituciones han sido históricamente débiles y la democracia cambiante, hasta el punto en que se ha debilitado por una excesiva personificación de la política, entre otros. La historia de la región está íntimamente ligada a la existencia de liderazgos populares, los cuales tomaron la figura de caudillos civiles o militares con un marcado carácter mesiánico (Juan Domingo Perón, Juan Velasco Alvarado, José María Velasco Ibarra, Getúlio Vargas, Joao Goulart y Lázaro Cárdenas, por solo reseñar algunos). En la contemporaneidad de América Latina el populismo se ha convertido en una cultura política, así como en una forma dominante de discurso y de movilización social.
De forma particular, el populismo (o algunos de sus rasgos más protuberantes) ha sido una práctica constante y condicionante de las grandes trasformaciones del Ecuador. Se puede constatar desde la Revolución Liberal de Eloy Alfaro, entre 1895 y 1912, pasando por la democratización de la política en algunas de las administraciones de José María Velasco Ibarra, ícono del populismo histórico ecuatoriano (1934-1935, 1944-1947, 1952-1956, 1960-1961, 1968-1972), y llegando hasta los albores del siglo XXI, con la transformación radical de Rafael Correa en el marco de la Revolución Ciudadana, este último, objeto central del libro.
Desde el establecimiento de la democracia, en 1979, el país vivió una suerte de desilusión, ya que el régimen no llenó las expectativas que había despertado durante la corta transición. En consecuencia, transcurridos apenas unos años desde dicha instalación democrática, Ecuador terminó convirtiéndose en el país más inestable de la zona, situación observable de forma clara entre 1996 y 2006, cuando ningún presidente elegido por voto popular fue capaz de terminar con su mandato de cuatro años. Durante dicho lapso, nueve presidentes se sucedieron en el Palacio de Carondelet (sede oficial del Gobierno ecuatoriano); la noche del 6 de febrero de 1997, la inestabilidad alcanzó el paroxismo cuando el país tuvo tres mandatarios, Jamil Mahuad, Rosalía Arteaga y Fabián Alarcón (desde entonces, se le conoce como la Noche de los Tres Presidentes). Ahora bien, vale la pena preguntarse por el significado de dicha inestabilidad, pues no implica una cultura política contraria a la democracia. Es más, semejante turbulencia puede demostrar que la población ecuatoriana está dispuesta a defender la democracia y que existe un control político ciudadano con altas dosis de eficacia. En efecto, en las destituciones de Jamil Mahuad, en 2000, y de Lucio Gutiérrez, en 2005, las manifestaciones populares fueron clave.
La llegada de Rafael Correa al poder en 2007 (elegido en 2006) significó una transformación profunda e inédita de la política ecuatoriana. El país no solo superó el periodo de inestabilidad crónica, sino que un sector considerable de la población reconocería que, durante sus diez años de gobierno, se produjeron avances sustanciales en el plano democrático, especialmente en lo que se refiere al carácter participativo del sistema político. Desde que anunció su candidatura, Correa se presentó como un outsider, pues no contaba con una trayectoria política y su única experiencia durante el Gobierno interino de Alfredo Palacio había sido más bien atropellada y, en consecuencia, terminada abruptamente. Además, provenía de la academia ecuatoriana, desde donde había hecho duras críticas al Gobierno de Mahuad por haber emprendido la dolarización, a su juicio, “el peor error en la historia económica del país, además de irreversible”; así mismo, estaba en contra de gobiernos como el de Lucio Gutiérrez, que negaban la existencia de la ideología a la hora de administrar la política económica. Pero, sin duda, el objetivo más frecuente de sus críticas, muchas veces virulentas, fueron los partidos políticos tradicionales, a quienes Correa endilgaba todo el peso de la responsabilidad por el supuesto fracaso del modelo político ecuatoriano. Correa se refería peyorativamente al establecimiento político en manos de estos como una partidocracia, noción que luego se convirtió en la esencia del correísmo y en la antítesis de su propuesta democrática. A partir de estos hechos, Ecuador vivió una refundación, que se puede observar especialmente entre 2008 y 2011, cuando las reformas alcanzaron los máximos niveles de intensidad. Como resulta obvio, la oposición vio en dicho intento refundacional una preocupante deriva autoritaria.
¿Cómo entender que, a diferencia de sus antecesores, Correa haya podido llevar a término su mandato? ¿Se pude afirmar que Ecuador profundizó su democracia en los diez años en los que estuvo en el poder? Y lo más relevante, tomando en cuenta la ambición del presente texto: ¿cuál ha sido el efecto de este populismo radical, al que apeló Correa, sobre la consolidación democrática ecuatoriana? Estos interrogantes evocan la relación