Viaje al centro de ti - Los 12 mandamientos del siglo XXI. Luis Fernando arean Alvarez

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Viaje al centro de ti - Los 12 mandamientos del siglo XXI - Luis Fernando arean Alvarez Harpercollins Nf

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estaba en el camino correcto, haciendo todo lo que desde pequeño me habían dicho que había que hacer para ser feliz?

      Lo había hecho, lo había conseguido y lo había perdido, y ¿ahora qué? Nadie me habló de que esto pudiera pasar ni de cómo salir adelante. Nos preparan para el éxito, no para el fracaso. Parece ser, según mis enseñanzas, que la felicidad solo es posible cuando las cosas suceden como uno quiere. Un error que tardé en entender.

      Llevaba años estudiando y sacrificándome duramente para alcanzar lo que todo el mundo desea: un trabajo estable, un salario mensual más que digno, una casa, estabilidad, cultura, vivir en un país del primer mundo, vacaciones, gente alrededor que me quería. Llegué muy alto y suponía que era feliz.

      Es verdad que a pesar de haber conseguido llegar tan arriba, siempre sentí que en realidad había logrado lo que todos esperaban de mí, pensaba que eso era lo correcto y sacrifiqué mi vida para conseguirlo.

      Queremos que todos estén orgullosos de nosotros. Como suele ser normal, damos más importancia a lo que opinan los demás que a lo que pensamos de nosotros mismos. No nos importa dejar de ser quienes somos o quienes nos gustaría ser para convertirnos en lo que los otros esperan que seamos. Vamos construyendo sin darnos cuenta el personaje que la gente que nos rodea quiere ver. Es como si ellos fueran moldeando la forma de la escultura de nuestra vida.

      Cuando lo pierdes todo y surgen las preguntas, una de ellas es: ¿es esto lo que yo hubiese hecho de haber sabido que de igual manera iba a triunfar haciendo lo que me diese la real gana? La respuesta empezaba a ser NO.

      Y es curioso, porque con solo treinta años había realizado muchísimos proyectos, muchos y muy exitosos. Otros lo parecieron, aunque no lo fuesen, porque si en algo era un experto era en saber que si fracasas en algo solo tú debes saberlo. Al resto del mundo no hace falta que les cuentes nada.

      Hasta ese momento había disfrutado una vida muy por encima de la media. Había conseguido mucho más de lo que jamás había soñado de pequeño, pero después del cierre del teatro sentía que nada de eso importaba, algo que podía desaparecer tan rápido no podía ser, como he dicho, la famosa «felicidad».

      Nadie te enseña que la felicidad se encuentra en otro sitio mucho más profundo, en un balance entre lo interno y lo externo. Sin ese equilibrio, vivir se convierte en una desequilibrada aventura. Así me encontraba yo, perdido, y lo único que quería era huir. ¡¡Huir!!

      Una madrugada, sin saber muy bien por qué, sentí que me levantaba con una fuerza diferente. Me hice la misma pregunta de siempre delante del espejo: ¿Lo que vas a hacer hoy es lo que realmente quieres hacer? Y de nuevo volví a responder que NO, como venía haciendo, aunque, al contestarme que lo que iba a hacer ese día no era lo que me gustaría, decidí empezar a pensar cómo podría cambiar mi vida.

      Me duché, tomé mi Chai tea latte y salí decidido a comenzar una transformación. ¿Cómo? Todavía no lo sabía, pero tenía claro que no quería vivir la vida que otros habían elegido para mí, ni tener una felicidad que no estaba en mis manos.

      En El éxito y Cómo hacer posible lo imposible recomendaba que lo mejor para cambiar tu mundo es viajar. Uno de los motivos de esta recomendación es debido a que mi toque de varita tuvo lugar en un viaje inesperado.

      Cada noche rezaba pidiendo respuestas, alguna señal que me indicase qué camino tomar. Y cada mañana la misma rutina, pero aquella madrugada algo había cambiado.

      UN DÍA DISTINTO

      Al mirarme al espejo pensé cuántas veces, durante ese camino, me había sentido absolutamente perdido, con la sensación de que no estaba cumpliendo el objetivo en mi vida, incluso planteándome si en realidad esta tenía alguno. Llegué a pensar que quizás el objetivo era precisamente ese, solo su búsqueda y nada más. Como ves, cuando estás desesperado, te das tú mismo respuestas para consolarte que jamás se te hubiesen ocurrido.

      Si tu vida tiene un objetivo, ¿estás absolutamente seguro de que lo que estás haciendo te llevará a él? Es más, ¿no se te pasa mil veces por la cabeza que lo que estás haciendo no te está conduciendo a ningún sitio? A mí sí, más de una vez lo había pensado, pero estaba tan concentrado en lograr aquello que se suponía que tenía que conseguir que nunca me detuve a escuchar la respuesta. Nunca me paré a reflexionar si aquello era lo que yo en verdad quería hacer. Tan solo lo hacía y todos los que me rodeaban parecían estar orgullosos de mí. Por aquel entonces creía que eso era lo importante. Si los demás estaban contentos, yo también. Qué gran error. No pensaba que era al revés, ahora sé que

      Si yo estoy feliz, todos a mi alrededor también lo estarán.

      Uno de esos días en los que más dudas surgen es cuando tu mundo se desploma, tal y como me pasó a mí. Me di cuenta de que no era invencible, me sentí vacío, porque lo que me llenaba se había ido y desde ese vacío empecé a pensar para qué había hecho lo que había hecho y si realmente quería hacerlo. Comencé a perder la fe. Y fue entonces cuando me planteé si había merecido la pena tanto esfuerzo. Y después de semanas de desaliento, llegó el mayor bajón. Me seguí planteando muchas cosas y de nuevo las dudas inundaron tanto mi cabeza que me ahogaban.

      Fue una mañana del mes de mayo cuando me levanté completamente sin fuerzas para poder seguir. Me rendí. Me rendí y miré al cielo entregándole mi esfuerzo, todo lo que tenía y lo que no tenía. Me rendí, algo que nunca pensé que admitiría, confesándome que ya no podía más. Y justo ese mismo día me llamó, ¿casualidad?, mi hermana Ana para comentarme que a su amiga Sara del colegio Logos le habían ofrecido un viaje a Israel, organizado por la Escuela Bíblica, con un grupo de cuarenta personas. Me dijo que ni ella ni Sara podían ir y me preguntó si me apetecía hacerlo a mí con mi hija.

      Mi hija Daniela y yo empezamos por aquel entonces una tradición: dedicarnos quince días al año a realizar un viaje juntos. Hoy seguimos manteniendo esa costumbre y, estemos donde estemos cada uno, en cualquier parte del mundo, siempre nos dedicamos esas dos semanas para visitar solos algún lugar que ella escoge. Como ha estudiado Relaciones Internacionales, suele elegir países con sistemas políticos un tanto especiales para conocerlos más de cerca. Hemos compartido experiencias en Japón, India, Cuba, Kenia, Estados Unidos, Canadá…

      La idea de irme en autobús por Israel con un par de curas y cuarenta «abueletes» —pensé que no habría muchos jóvenes— en junio, uno de los meses más calurosos en Israel, escuchando a diario los sermones de los curas no era exactamente lo que más me apetecía en aquel momento. No era el plan de mi vida y por supuesto, sin pensarlo, dije que no. ¡Por Dios!, qué pereza de viaje y qué poco atractivo. Pasaría de lo más glamuroso a lo más simple. En vez de animarme, me iba a hundir en un estado de ánimo peor.

      Mientras tanto, como un zombi, asistía a reuniones donde intentaba conseguir el dinero que necesitaba o alguna salida que me devolviera de nuevo al mercado. Pero las reuniones, lejos de mejorar, empeoraban la situación cada vez más. No veía salida por ningún lado. ¿Sería mi final en esta profesión?

      A lo largo de la semana siguiente, Sara siguió insistiendo a mi hermana para que me convenciera porque el viaje merecía la pena y todavía quedaban dos plazas. Ana me contó que varios miembros de la familia de su amiga lo habían hecho y me dio más detalles.

      Me comentó que te mandaban un cancionero para cantar todos juntos en el autobús. Iban a hoteles de no mucha calidad porque había que apoyar a los palestinos cristianos, que son los dueños de esos hoteles, y no iban a los buenos de lujo que hay en Israel porque pertenecen a los judíos que están oprimiendo al pueblo palestino. Cuanto más me hablaba de

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