Hans Blaer: elle. Eiríkur Örn Norddahl

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Hans Blaer: elle - Eiríkur Örn Norddahl Sensibles a las Letras

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que no estuvieran hablando de Hans Blær y sus cualidades humanas, o de sus cualidades femeninas, o masculinas, o trans, pero se quedó extrañamente disgustada. Estaba preparada para algo que sabía que resultaría difícil, pero que nunca llegó a ser. Y ahora estaba como abrigadísima a pleno sol, le sudaba el alma, y la naturaleza animal esperaba solo el ataque, esperaba el momento de morder. Golpeó con la mano abierta en la placa de la mesa y se puso en pie. Respiró hondo, cerró los ojos y levantó los brazos por encima de la cabeza.

      A continuación, encendió el ordenador y entró en Facebook. Todos a los que usted conocía poco habían empezado ya a discutir el tema, y todos a los que conocía mejor callaban piadosamente por respeto a los sentimientos de usted mientras engullían los cereales del desayuno, la primera taza de café del día acompañado de vitaminas y aceite de hígado de bacalao, leían las noticias e intentaban montar mentalmente una imagen global de aquella violencia incomprensible. Estaba claro que la nación también había estado escuchando las discusiones en la radio y cada uno se había hecho alguna idea al respecto, algo y bastante más sobre lo que había querido decir el representante del Ministerio de Bienestar Social con eso de los «exobsesos» de las casas de reposo, pero de momento se pusieron a hablar de otras cosas.

      Se pasó un buen rato sin apartar los ojos de Facebook ni de la ventana hasta que de pronto miró el reloj. El mundo seguía existiendo. El tiempo. En veinte minutos empezaba su grupo de yoga para menopáusicas. Y usted ahí clavada a la silla junto a la mesa del desayuno, con una rebanada de pan con queso a medio comer, en blusa y pantalones del chándal. Sin peinar. Sin pintar. Ni siquiera se había cepillado los dientes. No le apetecía nada salir de casa, pero estaba decidida a hacerlo porque la soledad no era con ella menos dura que la compañía de otras personas. Tardaba como un cuarto de hora en coche hasta el centro y no tenía tiempo que perder si no quería llegar tarde.

      Dejó con cuidado la taza de café, se limpió el queso que le había caído encima y se fue pitando a la entrada a pasitos rápidos, metió los pies directamente en las botas de invierno y cogió la bufanda de la balda de los gorros.

      ¿Las llaves del coche? ¿Dónde estaban las malditas llaves del coche? Descolgó el chaquetón de la percha y volvió a entrar sin quitarse las botas. Tenían que estar en la cocina. No debía descargar su enfado con los muebles. Ni dar patadas en el suelo. Ni rechinar los dientes. A la mierda el suelo, solo tendría que limpiarlo después. A la mierda, daba igual. Concentrarse. ¿Dónde vio las llaves por última vez?

      Cinco minutos después encontró las llaves debajo de una montaña de caramelos en el bote de las golosinas, en el salón. Ahora ya estaba claro que llegaría un poco tarde, pero probablemente no importaría mucho. De todos modos, la gurú Guðlaug nunca empezaba a la hora exacta. Salió corriendo, llamó el ascensor y miró la luz que se movía por el contador de pisos, del uno al doce. Era un ascensor Kone nuevecito, hecho en Finlandia, que instalaron la primavera anterior, y que no tardaba nada en subir. Cuando entró y apretó el botón del piso cero para bajar al garaje, disponía aún de 12 minutos.

       Hans Blær Viggósbur

      «Es necesario ser fuerte para moverse entre imbéciles, e inteligente para quitar de en medio a los imbéciles. Quien no ha aprendido a dominar lo pequeño —las mariposas, las hojas de los árboles, el reflejo de las estrellas en los ojos de la persona amada— nunca aprenderá a conocerse a sí mismo y nunca comprenderá la esencia del mundo. Será rechazado por los imbéciles». Hepatitis B, El puño y el músculo.

      Hace 23 h y 4 m. 711 likes. 119 comentarios.

      ILMUR ÞÖLL

      El 11 de septiembre de 1984, y unos días antes y después —cinco años más o menos— el mundo era al mismo tiempo asexuado, sexófobo y paralizado por un irresistible temor a la muerte. Vigdís Finnbogadóttir era presidenta de Islandia. Reagan era presidente de los EE. UU. Y a la familia de la avenida de Snorrabraut no podrían haberles sido más indiferentes otros presidentes. Por todo el país surgían videoclubs, las películas X las tenían en la trastienda, debajo del mostrador había un libro de registro y las revistas porno adornaban las estanterías de todas las librerías. Porque no existía internet, pero la gente necesitaba algún remedio para masturbar su impotencia. Los habitantes del planeta se mostraban con poca ropa en la televisión, con el pecho desnudo en las playas, y prácticamente todos habían perdido el impulso sexual por miedo al invierno nuclear y al sida; las mujeres asistían a cursos de autoprotección para defenderse de los violadores y compraban silbatos y espráis de pimienta, y de vez en cuando cocaína y cócteles, porque no existían medidas de seguridad suficientemente radicales para detener una guerra nuclear, ni había silbatos suficientemente grandes para asustar a los violadores, y de alguna forma había que aguantar tanto horror.

      Cuando las mujeres dan a luz un niño es siempre una especie de milagro. Pero Lotta Manns, cuando aún disfrutaba de vitalidad, los milagros los hacía igual que lo hacía todo. Bufó un poco, levantó los brazos como si los cielos corrieran peligro de derrumbarse, salmodió como un religioso musulmán, se encogió de hombros, luego puso los brazos debajo del cuerpo y se quitó el mundo de en medio. Porque, digo yo, ¿qué otra cosa podía hacer? Nada.

      Hans Blær nació (por primera vez) cinco años después de que Lotta cumpliera los veinte, el gran día 11 de octubre de 1984, el mismo día en que caminó por el espacio la primera mujer. En cuanto llegó a la tierra, se arañó hasta hacerse sangre y berreó para apoderarse del mortificado cuerpo de su madre, Karlotta Hermannsdóttir, exacto, y se acurrucó sobre su esternón entre los dos pechos gigantescos que colgaban hacia los lados como dos ballenas varadas en sus sudorosas axilas. Elle se había aferrado a la vida y no tenía ninguna intención de soltarla.

      Todo esto había sucedido en forma muy repentina. Lotta Manns pugnaba por recuperar el aliento. Su ancho rostro estaba enrojecido, tenía el rubio cabello pegado a las sienes por el sudor, la barbilla estaba llena de moco, y los ojos, inyectados en sangre por el esfuerzo; recordaba al mismo tiempo a una pobre tonta y a un ufano guerrero. Volvió a cerrar los ojos y recogió del vacío sus pensamientos, volvió a ponerlos a cada uno en su casilla. Luego cogió los bracitos de Hans Blær, le levantó y estudió su entrepierna, arrugó las cejas, se mordió el labio, le acercó, alejó, acercó, volvió a ponerle entre sus pechos, cerró los ojos y dijo: «Niña». Luego exhaló y añadió al inhalar: «Gracias a Dios».

      Eso no era nada especial, nada anómalo. Exactamente así asigna sexo la gente, así viene haciéndolo desde tiempos inmemoriales, y no podríamos afirmar con fundamento que eso tuviera la más mínima importancia en este caso concreto, aunque haya sido el primer error en una causalidad más bien banal.

      Cuando Lotta hubo descansado un poco y el padre, Viggó Rúnarsson, hubo cortado con habilidad aprendida el cordón umbilical y la comadrona le hubo limpiado a elle toda la sangre y todo volvió a ser feliz tranquilidad, se decidió que Hans Blær recibiría el nombre de Ilmur Þöll. Porque olía muy bien, que es lo que significa Ilmur.

      Siempre volvemos a empezar. Todo vuelve a empezar. No tenemos ningún interés en poner el punto final al otoño, que dure toda la eternidad, que las palabras no se agoten nunca, escribe elle, apretándose la nuca con la mano.

      Primero no tenía nombre y luego se llamaba Ilmur, escribe elle en una página nueva, vacía y de color crema, a la luz fluctuante de una vela, con una oscura tormenta en un vaso, 34 años y 16 días después de venir al mundo, y era, como ha quedado dicho, una niña, o algo parecido. El proceso del parto fue larguísimo, pero se aceleró en cuanto empezó la expulsión, Ilmur pesó tres kilos y cuarto. Tres y cuarto, casi tres y medio. Una criatura sana, dijeron los médicos. Una criatura sana, murmuraron a media voz al cuello de sus batas blancas mientras se movían nerviosos

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