Hans Blaer: elle. Eiríkur Örn Norddahl
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Si quieres despertar sole, lo más práctico es dormirte sole. Nunca hay que confiar en que podrás echar a alguien que se ha quedado dormido. A elle no le engaña su naturaleza, y su naturaleza es la libertad. Pero elle es un hombre práctico —cuando no es una mujer práctica— y prefiere anticiparse a las cosas.
Despierta con la cabeza despejada, decidide y cansade, y empieza poniéndose cara, una de sus caras. Eso es una norma. No la estableció elle, y no tiene por qué someterse a ella, pero es así, sin discusión. Primero se pone la cara, luego se pone bata y zapatillas, va al descansillo y baja las escaleras. Desde la planta baja se accede a la cocina de Joe & the Juice. Allí compra té rooibos, batido de espinacas y jengibre, y un sándwich de atún y jalapeño. Da propina al empleado —Andreu, Torfi o Sigurjón, en ocasiones algún contratado temporal—. Sabe que en Islandia no se da propina, pero elle no vive la vida según las normas. Elle misme decide lo que quiere y lo que no quiere. A elle no le importa un billete de cien coronas más o menos, aunque tampoco servirá para hacer milagros en la economía doméstica de Andreu, Torfi o Sigurjón, según el caso, pero los pondrá de buen humor. Con el billete de cien coronas está diciendo: vosotros sois especiales. Y también: vosotros me otorgáis un trato especial. Os preocupáis de que esté abierta la puerta trasera y no me importunáis con cháchara innecesaria si estoy recién despertade y no me interesa lo que digáis, pero sois superconscientes de mantener conversación conmigo cuando estoy feliz y parlanchine. Además, a veces, en su honor, hasta apagan la música que inunda el local como una resonante oleada cancerígena.
Vuelve a subir de puntillas los escalones de madera. Su apartamento consiste en un único espacio, aparte del cuarto de baño. La pared consta de ocho paneles cuadriculados de cuatro metros de altura —disfruta de vistas a la zona portuaria, el monte Esja y el edificio Harpa—. Hay escaleras de roble que conducen al piso superior, a la izquierda, donde duerme, y debajo está el cuarto de baño. A la derecha está la cocina americana y una mesa de comedor, aunque elle come siempre en la esquina izquierda, cerca de la ventana, donde tiene el ordenador de sobremesa sobre una mesita de bar. Todas las paredes están pintadas de negro.
Después lee las noticias y se informa. Huye del algoritmo prefabricado y busca opiniones más que likes, si hay opción —la belleza de la muchedumbre, donde pueden florecer mil flores—. Le fastidia que un bienintencionado programador de Chicken se filtre para sí mismo alguna verdad aprovechable, algo de lo que pueda escandalizarse el unísono coro de borregos que el algoritmo sitúa más cerca de elle. Fastidio, odio, desprecio, deshonor y vergüenza. Todo el espectro de sentimientos.
Elle utiliza la misma táctica, ya que no es mejor engañarse a sí misme que dejar que otros lo hagan. Si alguna opinión le parece demasiado ridícula, si apacigua su bondad innata, pasa enseguida a otra.
Un ejemplo.
¿El sistema de cuotas de pesca tenía alguna función que no fuera reprimir la naturaleza humana? ¿No estaba destinado el ser humano a vivir en la tierra y a morir después? ¿Tenía que arrastrarse por el mundo como una mendicante serpiente sin piernas, dejándose arrastrar por la vergüenza luterana en vez de por su natural deseo de las cosas buenas de la vida? ¿O debería alabar el sistema de cuotas como maximización del beneficio, de ese magnífico arte del cálculo de los expertos en administración de empresas que fueron capaces de transformar una simplísima ecuación, unos trazos sobre un papel, en imaginarios peces no pescados en el océano de queso y champán de las orgías de Garðabær? Quizá lo mejor sería no pescar ni un solo pez, ¿no era cierto que el noventa por ciento de las capturas se las comían los pobres? ¿No podríamos contentarnos simplemente con perseguir algún que otro bogavante de paso, con vino blanco, y dejar que los duchos en aritmética borren del mapa las aldehuelas salvajes?
O bien:¿A alguien se le pasó por la cabeza, realmente en serio, que las mujeres que han acusado a Harvey Weinstein, el canalla más famoso de la historia de la humanidad, iban con él para «hablar de su carrera» o «repasar un guion»? ¿No iban sencillamente para que se las follara a cambio de éxito y fama, acaso no es una transacción ventajosa? Que cambiaran de opinión en medio del asunto, cuando el ballenáceo corpachón de Harvey apareció debajo del albornoz —y un falo desproporcionado con forma de gamba con una boca cual manguera de bomberos, indigno de un bellísimo coñito hollywoodiense, suave como la seda y de entrenados músculos—, no es más que otra historia, mucho más trágica, en la que elle no quería tomar partido.
Sin embargo. ¿No fue divertido también ver cómo se encogía el falo una vez reveladas las más profundas perversiones? Ansias desmesuradas guardadas en el corazón, comentarios idiotas a los que dejaban volar cuando creían que no había nadie escuchando (y, naturalmente, nunca se les ocurrió pensar que los pobrecitos agujeros de las tías fueran capaces de hablar en voz alta). Nada bajo el sol es más bello o más entretenido que la venganza. Y cómo resplandecían las tipas cuando vieron estallar en llamas los resecos bosques de la patria —uno tras otro— y el mundo se hizo llamas como una supernova en una vía láctea habitualmente oscura. Mirad sus ojos, mirad cómo suben y bajan los pechos de esas valquirias del futuro, y decid si no os pone un poco cachondos. En el mundo no hay nada más follable que una mujer furiosa.
Y otro más:
¿Las mujeres tienen sueldos más bajos porque los varones las odian o porque ellas tienen otros valores biológicos que las llevan a elegir trabajos menos valorados por el mercado, porque no es el mercado quien les paga directamente? ¿Las lesbianas resultan especialmente incapaces para luchar contra las ciberagresiones o, por el motivo que sea, están más dispuestas que otras personas a dejarse agredir, para obtener así a bajo precio la compasión de una sociedad cabrona? Ya me entendéis. Es complicado. Solo hay que tener los ojos abiertos, tener muy en cuenta que la verdad no es, a fin de cuentas, la primera idea que se nos pasa por la cabeza.
Por la naturaleza misma del tema, no le corresponde a elle ofrecer respuestas —elle no es más que un cabrón o un bombón que se está comiendo un sándwich de atún junto al ordenador de su salón—, pero se siente como si tuviera la obligación de reflexionar sobre el tema desde los dos lados, sobre todo cuando hay más de dos. Lo cierto es que solo trabajan quienes lloriquean más fuerte. No tiene por qué salir gratis el ser súbdito de una sociedad democrática en el siglo de la información.
Pues eso.
Así serían las cosas en un día normal. En un día normativo, no es que haya días que sean del todo normativos, pero ya entendéis. Esta mañana, elle no despertó sole ni en calma, sino perseguide por todas las autoridades importantes de la sociedad: delincuentes, policía, medios de comunicación y todos aquellos con quienes había alcanzado la fama a base de mirarlos a los ojos desde que salió del seno de su madre hace 34 años, así como sus conocidos, parientes, amigos y enemigos. Y ni siquiera ha bajado a Joe & the Juice. Esto pertenece a otra historia, es obvio, estas cosas no suceden en el vacío. Empezaremos por el principio, escribe elle. Ya me perdonaréis si somos demasiado francos y os borraremos solo si sois más susceptibles de lo debido. Jesus saves y todo eso. Ahora pondremos las cartas sobre la mesa.
Era por la mañana y, como ya se ha dicho, estaba despierte, escribe elle una vez más en las páginas crema, a la luz parpadeante de una vela, como un malhechor cualquiera del siglo XIX. Nunca miraba la agenda hasta que había terminado el desayuno. Daba igual la hora que fuera. El día empezaba cuando elle estaba dispueste para el día, no al revés. Las normas son para los siervos. Primero dormía hasta que despertaba y luego se tomaba el tiempo necesario para ponerse en marcha. No hacía nada útil si no estaba bien despabilade, a menos que la sangre fluyera por sus arterias y sus pensamientos ardieran. Pero ¿algo útil? Elle no estaba aquí para ser útil. Los siervos existen para ser útiles. Hans Blær existe por gusto.