Hans Blaer: elle. Eiríkur Örn Norddahl
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A decir verdad, le apetecía cualquier cosa menos despertar. Todo menos levantarse. La tarde y la noche habían sido difíciles y hacía no demasiado tiempo que se había dormido. ¿Qué le había despertado?
Nada. Reinaba un silencio sepulcral.
El padre de Hans Blær —que había estado embarcado desde que elle era pequeñe; en realidad, desde que él mismo era pequeño— había afirmado algunas veces que en mar abierto había pocas cosas tan desagradables como el silencio que reinaba cuando se paraba el motor. Y si sucedía cuando estabas durmiendo, toda la tripulación se despertaba con un respingo. Nunca contaba si era por algo grave o si era algo habitual. Quizá sucedía muchas veces por semana y no había nada que contar. Pero a elle se le quedó grabado que el silencio te despertaba.
Pero este silencio. Ni siquiera había tráfico delante de las ventanas. Los pájaros callaban —probablemente todos habían emigrado a los países cálidos, faltaba poco para el invierno, se acercaba una gran tormenta para la noche—, los perros y los gatos callaban, las personas que habitualmente deambulaban por el centro se habían ido a dormir, no se oían crujir los árboles. Probablemente podríamos seguir diciendo que el único sonido que oía era «la sangre pulsante en sus venas», «el rumor de los cables eléctricos del alma de la ciudad» o «el chirrido de la marcha del sistema solar», pero todo eso sería falso y, en realidad, lo que sentía elle era como si el mundo se hubiera detenido, por mucho que en el exterior siguieran pasando cosas. Era puro silencio.
Pero, al menos, seguía con vida.
Apartó la sábana de seda y saltó de la cama; el primer ruido auténtico que oyó fue el de sus talones golpeando los negros tablones del suelo. Alargó la mano para coger el móvil, que estaba cargando en la mesilla de noche, y miró el techo, bostezando. Eran las 06.13; tenía 19 llamadas perdidas; 13 mensajes de SMS sin leer; le esperaban unos 900 comentarios en Facebook y 82 mensajes; 201 mensajes de correo en el inbox; 72 menciones en Twitter, 15 etiquetas en Snapchat e incluso 7 en Instagram. ¿Pero hay alguien que siga etiquetando en Instagram?
Es conveniente que no haya malentendidos, de modo que lo repetiremos. Elle estaba habituade a que, al despertar, hubiera comentarios y mensajes reclamando su atención. Eso, por sí solo, no era nada nuevo. La vida de elle en los últimos ocho o nueve años, desde que, como buen mártir cristiano y por propia voluntad, se entregó a las leoninas fauces de los medios de comunicación (aunque con plena consciencia, hay que decirlo, pues no hace nada sin querer, dos no pelean si uno no quiere), se distinguía por unos estímulos irresistibles sobre los que elle solo ejercía un dominio parcial. Sus palabras se convertían en noticias irresistibles para algunos y en ley para otros; unas veces le tomaban como el mejor «ejemplar de su especie» (y entonces era al mismo tiempo héroe de la libertad de expresión, la temeridad, la transroyalty) o el mejor ejemplo de «mierda de su clase», muchas veces lo decían las mismas personas, la buena gente le llama diet-fascista (guay), la mala gente, hermafrodita o escoria, aunque la mayoría no parece saber en qué casilla situarle. Y elle no tenía ni el más mínimo interés por ayudarlos.
El comentario más insulso, hecho en modo irónico en una conversación entre unos parientes de Burkina Faso sin apenas amigos en la red, engordaba hasta convertirse en titular de primera página en un país que creía que los fakes eran un servicio público si conseguían un impacto suficientemente alto. Elle estaba acostumbrade a eso desde hacía tiempo, no esperaba otra cosa, pero exigía que el viento soplara de otra dirección, que la nieve tuviera otro color o que las mujeres dejaran de tener la regla. Eso era como era; sucedió como sucedió.
Sin embargo. Por muy acostumbrade que estuviera, le extrañó que hubiera ochocientos comentarios básicamente coincidentes. Incluso al terminar los días de más faena, cuando se acostaba temprano, dormía hasta el aburrimiento sin preocuparse por nada hasta el mediodía, cuando el número rondaba los cien o algo menos. Elle sabía que no tenía por qué extrañarse, anoche previó que este día sería una auténtica tortura y que conciliar el sueño había sido un milagro.
Hans Blær comprobó enseguida que los mensajes podían clasificarse en seis grupos, aunque algunos se solapaban:
En primer lugar, había acusaciones e insultos, basados principalmente en malentendidos, pero también, en cierto modo, en una postura infantil sobre las cuestiones éticas. En conjunto, todo enlazaba a noticias que afirmaban que elle había cometido delitos con una o más chicas jóvenes en Samastaður. Estas acusaciones —ciertas, inciertas, torticeras o distorsionadas, who cares?— eran la base de todas las demás. De todo el caos.
En segundo lugar, había saludos breves. Hola. ¿Estás ahí? ¿Qué está pasando? Y así sucesivamente. Gente más próxima, que intentaba ponerse en contacto con elle; muchos, probablemente, con escasas esperanzas, no solo por la situación, sino también porque elle solía estar muy ocupade y no destacaba precisamente por ser rápide a la hora de responder, ni siquiera en un día bueno.
En tercer lugar, personas nada próximas a elle —o que llevaban tiempo sin serlo— que le enviaban extensas cartas o le etiquetaban en algún reportaje con intención de explicar algo, a sí mismos o a elle o alguna otra cosa sin relación ninguna; era gente que estaba loca por conocerle y que sentía la necesidad de contextualizar de algún modo su conocimiento con lo que estaba pasando en esos momentos. Pedir disculpas, mostrar apoyo, mandarle a la mierda, etcétera.
En cuarto lugar, periodistas que le enviaban preguntas o solicitudes de entrevista.
En quinto lugar, luchadores por la justicia social que le etiquetaban en algún reportaje, o que hacían preguntas exaltadas y llenas de prejuicios, o simplemente para dar rienda suelta a sus poco amistosos sentimientos.
En sexto lugar, trols, en su mayoría sin humor alguno, que usaban mal las comillas en unos comentarios sarcásticos sobre el aspecto que tendría elle en ropa interior. «¿Quién es el responsable del sistema sanitario que ha dado ánimos a ese “hombre”?». Etcétera. Ya entendéis.
Si elle tenía rabo, y era perfectamente imaginable que lo tuviera, o si lo había tenido alguna vez, gente así no podía tener ni la menor idea, además de que no era asunto suyo.
Hans Blær necesitó cuarenta minutos para repasar toda aquella basura —a toda velocidad— y para desetiquetarse de las barbaridades más atroces. Luego se puso la bata, unos calcetines calientes y entró de puntillas en la cocina. Ninguna de esas cosas le pillaba por sorpresa. Todo estaba ya preparado ayer noche.
Hans Blær bebió el café directamente de la cafetera; se puso un zumo de naranja, dos (finas) rayas de coca y pan tostado con mantequilla. Luego se sentó en un taburete del mostrador de la cocina y disfrutó por un instante de lo callado que estaba todo. Ya no era silencio, el silencio se había terminado, o se había ido, o esfumado, ahora estaba todo callado. Las paredes pintadas de negro se tragaban la luz y la convertían en algo que hacía que cuando se sentaba bajo la lámpara del mostrador se formara una especie de aura luminosa en torno a su cabeza; elle no estaba sole en la oscuridad, estaba sole a la luz de un reflector, mientras en todos los demás lugares, el mundo era oscuro como la brea. En el bolsillo de la bata seguía iluminándose la pantalla a intervalos regulares.