Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento. Antonio Rafael Fernández Paradas
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De entrada, recordamos que en la historiografía especializada, o general, sobre el siglo, se mantienen las ideas de: falta de calidad, escasez de producción y pobreza de nuestra escultura. Las razones hay que encontrarlas en el abandono historiográfico que ha sufrido el asunto hasta casi finales del siglo XX. A partir de entonces, se están subsanando mediante monografías sobre autores, temáticas y estudios regionales, que están haciendo cambiar los criterios o, por lo menos, están dando a conocer lo que se hizo, cómo se hizo y por qué se hizo de la forma que se hizo[10].
Un breve repaso nos informa de que el producto de ese último tercio del siglo XVIII y principios del XIX bailó con todos los asistentes al acto. Es más, los mismos autores que se proclamaban neoclásicos o clasicistas académicos, si venía al caso, volvían la mirada al pasado y no tenían reparos en revisitarlos, unas veces con honesta postura historicista y reivindicativa de las esencias nacionales, y otras por puro oportunismo. Otros fueron más coherentes y trataron de adaptar los nuevos lenguajes a la temática. También es verdad que la frialdad neoclásica o clasicista no favorecía el rezo ni conmocionaba los espíritus, y los resultados fueron de frialdad y buenas hechuras pero alejadas de provocar fervor. Un ejemplo de todos ellos puede ser Damián Campeny. Curiosamente defenestrado en su producción religiosa, especialmente por especialistas incuestionables como María Elena Gómez Moreno[11], ha sido también reivindicado, y mejor comprendido, por otros, como Carlos Cid Priego, que valora en él el esfuerzo por trabajar en el nuevo lenguaje las tradicionales iconografías[12]. El Entierro de Cristo de la catedral de Pi (Fig. 1) es el mejor ejemplo de esa postura comprometida con la nueva estética y con el producto religioso. Pero no olvidemos que Clasicismo y Neoclasicismo, por intelectuales y fundamentados en la razón, marcan distancia y eso es todo lo contrario que pretende la imagen religiosa. Como diría san Juan de la Cruz, al calor de Trento: “El uso de las imágenes para dos principales fines ordenó la Iglesia, a saber: Para reverenciar a los Santos Y para mover la voluntad y despertar la devoción por ellos y ellas. Y cuando sirven de esto, son provechosas y el uso de ellas necesario; y por eso las que más al propio y al vivo están sacadas y más mueven a la voluntad a devoción se han de escoger”.
Fig. 1. Escultores como Damián Campeny realizaron un notable esfuerzo por aportar a la escultura religiosa del siglo XIX nuevos lenguajes expresivos.
Trento pedía reducir las normas mentales de la espontaneidad personal y del realismo de los maestros típicamente renacentistas, exigía que no se eliminara la serenidad e intención del clasicismo renacentista y se le sumara sentimientos, pero verdaderos, diseñados desde la contención del dolor, más real por intimo y personal.
Este mensaje se va olvidando a medida que avanza el Barroco, el XVII, y lo externo va ganando espacio, traducido en la vehemencia de Mesa, hasta llegar al XVIII, en el que se convierte en el léxico de la expresión. (Figs. 2, 3)
Figs. 2. y 3. Las estéticas clásicas imperantes en el Siglo de la Ilustración, supusieron un choque contra la piedad popular abogada desde Trento.
El problema surge a partir de finales del siglo XVIII, cuando las nuevas tendencias estéticas (aparte de la formación obligada del escultor que pasa por la Escuela de Bellas Artes y todas sus reglas) basadas, no se nos olvide, en la razón y el método, encorsetan al artista quien, si atiende al comitente, reutiliza los estilemas del Barroco, ya sin el contenido que justificaba sus premisas, y produce obras estridentes y caricaturizadas, o atiende a su carrera y se pliega a las normas académicas con las que obtendrá alguna recompensa pero no el favor de la crítica ni del público. Todo ello ha hecho que la lectura sobre este producto artístico haya sido negativo y la mayor parte de él sin tener en cuenta sus circunstancias, por las que la historiografía artística, hasta hace bien poco, insistía en esos tópicos de la escasez de calidad del producto, la casi desaparición de la temática y la inferioridad de la escultura con respecto a las otras artes.
Remitiéndonos a los clásicos, en 1926 Sánchez Cantón dirá: “¡Mal siglo para la escultura religiosa!”[13]. Quizás sean sus palabras unas de las primeras que hacen un resumen del devenir de la escultura española desde mediados del siglo XVIII al XIX. En una certera síntesis, al hilo de los mejores “ejemplares” de san Francisco producidos en España desde la Edad Media, resumirá:
“El arte del siglo XVIII es poco gustado por mal conocido. Hace algunos años se le despreciaba en bloque, y, pese a su proximidad, la distancia espiritual y sentimental era enorme. Algo han cambiado las cosas en los últimos tiempos, y una mejor y mayor comprensión ha obligado a revisar juicios que se creían inmutables.
”La escultura española, si en un principio vive a expensas de la tradición degenerada, pronto adquiere caracteres que la diferencian de la del XVII. Faltan grandes nombres comparables a los precedentes, aunque los de Salzillo, Duque Cornejo, Risueño, Juan Pascual de Mena, Carmona, Porcel y Ferreiro puedan, con justo título, reclamar un puesto en la historia de la imaginería castiza.
”[…] Al lado de esta tendencia barroca, dependiente de los recuerdos últimos, fue formándose otra, que significaba la vuelta a Gregorio Fernández y a Montañés, sometida en parte a los principios académicos. Dos artistas personifican este intento, que logró frutos tan correctos como desabridos: Juan Pascual de Mena y Carmona.
”Con la frialdad que daba el tiempo, esculpía en Castilla Luis Salvador Carmona; mas no es artista desdeñable, ya que, recordando a los maestros del siglo anterior, supo a veces acertar con el sentimiento general; la escultura en Galicia renace en el siglo XVIII; un grupo de tallistas mal estudiados forman una verdadera escuela, que no desmerece de la madrileña, aun sin contar la personalidad más afamada, Felipe de Castro, por su completa devoción al arte académico y su constante ausencia de la tierra natal. Entre los que de ella no salieron culmina José Ferreiro.
”En el siglo XIX, la moda, trayendo de fuera devociones sin antecedentes en nuestro suelo, contribuyó a la total ruina de la escultura policromada”[14].
En las décadas siguientes poco se variará de lo dicho, resultado de mantenerse ese escaso interés por este producto que no generaron investigaciones que enriquecieran su conocimiento y su valoración.
En 1951, Enrique Pardo Canalís edita Escultores del Siglo XIX[15], por el que había obtenido el premio Raimundo Lulio en 1948. Este trabajo (y el autor) ha constituido la referencia para la escultura del XIX hasta prácticamente finales del siglo XX. Como máximo referente, trabajó sobre los principales escultores del XIX en las revistas de referencia de su época, convirtiéndose en la voz más autorizada. En el prólogo del libro referido sentenció:“La escultura es un capítulo olvidado del arte decimonónico español”[16]; Para después diseñar el panorama del tema a partir de cuatro directrices: la tradición barroca, “que en estado de latencia se mantiene soterrada algún tiempo”; el Neoclasicismo, “verdadera tendencia estilística que llega a inspirar a Piquer y Ponzano”;