Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento. Antonio Rafael Fernández Paradas

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encuentra en la procedencia del encargo, ahora dominado por la sociedad civil y, a distancia, por las instituciones. Estas, las civiles, se volcaron —aunque, al decir de los autores, escasamente— en una escultura de propaganda: monumentos públicos, programas iconográficos de exaltación nacionalista, y retratos de próceres, y las religiosas, con tan mermada capacidad de encargos, a redecorar —o decorar— los interiores de las iglesias. La sociedad civil con capacidad de mecenazgo se dirigió especialmente hacia el monumento funerario y el retrato. En medio de este mapa se encuentra la escultura religiosa de carácter devocional, porque hay que distinguir el tema religioso en general, aplicado a relieves y esculturas de figuras del santoral o de Cristo y la Virgen, contextualizadas y/en arquitecturas o espacios urbanos y la imagen concebida para el rezo directo e íntimo con el fiel, la imagen de devoción. Es en la problemática que se plantea en ellas en la que nos vamos a detener.

      Fig. 1. Escultores como Damián Campeny realizaron un notable esfuerzo por aportar a la escultura religiosa del siglo XIX nuevos lenguajes expresivos.

      Trento pedía reducir las normas mentales de la espontaneidad personal y del realismo de los maestros típicamente renacentistas, exigía que no se eliminara la serenidad e intención del clasicismo renacentista y se le sumara sentimientos, pero verdaderos, diseñados desde la contención del dolor, más real por intimo y personal.

      Este mensaje se va olvidando a medida que avanza el Barroco, el XVII, y lo externo va ganando espacio, traducido en la vehemencia de Mesa, hasta llegar al XVIII, en el que se convierte en el léxico de la expresión. (Figs. 2, 3)

      Figs. 2. y 3. Las estéticas clásicas imperantes en el Siglo de la Ilustración, supusieron un choque contra la piedad popular abogada desde Trento.

      El problema surge a partir de finales del siglo XVIII, cuando las nuevas tendencias estéticas (aparte de la formación obligada del escultor que pasa por la Escuela de Bellas Artes y todas sus reglas) basadas, no se nos olvide, en la razón y el método, encorsetan al artista quien, si atiende al comitente, reutiliza los estilemas del Barroco, ya sin el contenido que justificaba sus premisas, y produce obras estridentes y caricaturizadas, o atiende a su carrera y se pliega a las normas académicas con las que obtendrá alguna recompensa pero no el favor de la crítica ni del público. Todo ello ha hecho que la lectura sobre este producto artístico haya sido negativo y la mayor parte de él sin tener en cuenta sus circunstancias, por las que la historiografía artística, hasta hace bien poco, insistía en esos tópicos de la escasez de calidad del producto, la casi desaparición de la temática y la inferioridad de la escultura con respecto a las otras artes.

      “El arte del siglo XVIII es poco gustado por mal conocido. Hace algunos años se le despreciaba en bloque, y, pese a su proximidad, la distancia espiritual y sentimental era enorme. Algo han cambiado las cosas en los últimos tiempos, y una mejor y mayor comprensión ha obligado a revisar juicios que se creían inmutables.

      ”La escultura española, si en un principio vive a expensas de la tradición degenerada, pronto adquiere caracteres que la diferencian de la del XVII. Faltan grandes nombres comparables a los precedentes, aunque los de Salzillo, Duque Cornejo, Risueño, Juan Pascual de Mena, Carmona, Porcel y Ferreiro puedan, con justo título, reclamar un puesto en la historia de la imaginería castiza.

      ”[…] Al lado de esta tendencia barroca, dependiente de los recuerdos últimos, fue formándose otra, que significaba la vuelta a Gregorio Fernández y a Montañés, sometida en parte a los principios académicos. Dos artistas personifican este intento, que logró frutos tan correctos como desabridos: Juan Pascual de Mena y Carmona.

      ”Con la frialdad que daba el tiempo, esculpía en Castilla Luis Salvador Carmona; mas no es artista desdeñable, ya que, recordando a los maestros del siglo anterior, supo a veces acertar con el sentimiento general; la escultura en Galicia renace en el siglo XVIII; un grupo de tallistas mal estudiados forman una verdadera escuela, que no desmerece de la madrileña, aun sin contar la personalidad más afamada, Felipe de Castro, por su completa devoción al arte académico y su constante ausencia de la tierra natal. Entre los que de ella no salieron culmina José Ferreiro.

      En las décadas siguientes poco se variará de lo dicho, resultado de mantenerse ese escaso interés por este producto que no generaron investigaciones que enriquecieran su conocimiento y su valoración.

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