Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento. Antonio Rafael Fernández Paradas
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Cuando veamos el sentir de los autores comprobaremos que se mantienen en esta misma línea. Y es que debemos distinguir, especialmente en escultura, lo que se necesitaba, o entendía, para contar un episodio religioso. La Historia Sagrada requería un sistema diferente del empleado en una imagen concebida para cubrir necesidades devocionales.
Ya hemos dicho que, pese a la idea general de que en España se rechaza la temática religiosa, esta se practica profusamente, en la medida en que hay menos demanda de esculturas que de pinturas —y de esto hablaremos, también, más adelante—, pero se critica especialmente por su falta de eficacia. Y es que a la escultura, se exigía naturalismo y la academia, Roma, el Clasicismo y el Neoclasicismo, habían cincelado en los artistas, escultores específicamente, una situación de dependencia con la norma y el academicismo que habían aprendido en España, en la Academia de San Fernando, y en Roma, a donde sistemáticamente iban. Si se salían de estos preceptos, ni aprobaban oposiciones, ni obtenían becas, ni medallas en las exposiciones y todos aspiraban al funcionariado, ya que el mercado privado era inconsistente, caprichoso e inseguro.
Luego ese naturalismo, demasiado extremista de herencia barroca, era rechazado, elemento que al faltarle al contenido espiritualista de la obra la hacia caer en el decontenidismo y la ineficacia.
No es comparable la problemática de la pintura religiosa con la de la escultura, ya que se mueven en horizontes diferentes. En pintura se hacía tanto Historia Sagrada como Política o incluso el Género, fundamentadas en el rigor narrativo y en la ambientación (Fig. 9), en el grado de lo verisímil por erudito, pero la escultura demandaba otras causas, como hemos visto en los comentarios seleccionados sobre este aspecto más arriba.
Fig. 9. Enrique Simonet Lombardo. La decapitación de San Pablo. 1887. Catedral de Málaga.
Tenemos que leer a los autores para entender qué pensaban al respecto. Una buena atalaya son los discursos de ingreso como académicos, concretamente a la Academia de San Fernando de Madrid. Hemos seleccionado los de José Pagniucci Zumel, Elías Martín Riesco, Jerónimo Suñol, Sabino de Medina, Juan Samsó y Mariano Benlliure, que ingresaron como académicos por la sección de escultura desde mediados del siglo XIX hasta muy principios del siglo XX.
José Pagniucci Zumel[31] (Fig. 10) dedicaba su discurso de entrada a la de San Fernando al “Concepto de la escultura antigua y moderna”. En él dirá:
Fig. 10. José Pagniucci Zumel dedicaba su discurso de entrada a la Academia de San Fernando al “Concepto de la escultura antigua y moderna”.
“El artista, pues, no debe en mi concepto concretarse a la imitación minuciosa de los modelos que le ofrece el mundo exterior, ni tampoco a la de aquellos que, legados por la antigüedad a la generaciones posteriores, y habiendo, por decirlo así, recibido la consagración de una admiración constante de parte de éstas, han venido a formar autoridad, que muchos siguen ciegamente; negando no solo que pueda darse obra mas perfecta, lo cual no seria maravilla, sino que pueda tener merito alguno obra que se aparte de los caracteres peculiares de aquellas clásicas y aplaudidas producciones[…].
”En el arte, la belleza suprema es resultado a un tiempo de la idealización y de la imitación propiamente esthética (sic); de tal manera, que prescindir de una de las dos condiciones fundamentales, es exponerse, o a producir una forma sin vida, o a faltar voluntariamente a las reglas y proporciones inmutables de la naturaleza. Estas consideraciones son aplicables también a todas las artes; pero concretándome ahora a la escultura, ¿quién duda de que, si bien la severidad, la elegancia y la armonía de las líneas son de inmensa importancia para este arte sublime, pide también con absoluto imperio, que se concilien y aparezcan en cierto modo subordinados a la expresión de la vida?
” […] No basta, no, un buen modelo para producir una buena obra: es necesario mucho más. Es necesario un ideal […]”[32].
Para el autor “la idea”, en el arte cristiano, en la escultura cristiana, radicaba en la representación de las pasiones humanas, la idea de padecer.
Elías Martín Riesco[33], (Fig. 11) en 1872, al ingresar en la academia titula su discurso “Consideraciones generales sobre la escultura”, y en él considera que la escultura influyó de forma poderosísima en el desarrollo y prosperidad de la fe religiosa:
Fig. 11. Diferentes teóricos reflexionaron sobre el uso y funciones de la escultura religiosa de su época en sus discursos de entrada a la Academia de San Fernando. En la imagen, una pieza de Elías Martín Riesco.
“A la escultura le toca revelar el carácter físico, los hábitos morales y las creencias religiosas de cada pueblo”[34].
Y también:
“Desde finales del siglo XVII, época a que me refiero hasta nuestros días, han florecido eminentes escultores en Italia, España y Alemania, pero careciendo ya la escultura de carácter privativo y particular. Cierto es que se lucha, que se hacen grandes esfuerzos por adelantarla e imprimir en ella un sello de vida propia, pero también lo es por desgracia que no llegarán a conseguirse tan altos fines en la edad presente, ni mucho menos ascenderá a su apogeo mientras la forma no sea verdadera revelación del espíritu, y sobre todo, mientras reanimada la fe religiosa no disipe con su viva luz las invasoras tinieblas de una falsa filosofía. Algunos, o mas bien la mayor parte, sustituyen el sentimiento individual a la autoridad del ejemplo, y lo que con esto se gana en independencia se pierde en precisión y carácter. El árido positivismo, la esterilizadora incredulidad de nuestros días, ejercen en las artes su funesta influencia, habiendo solo veneraciones a las ideas que inspira el culto servil de las formas; ideas que si conducen a la verdad real, alejan al arte del camino que pudiera reconducirlo al engrandecimiento de que gozó en épocas anteriores. Mirad, señores, la mayor parte de las obras modernas, existentes en Monumentos Públicos, en Palacios, Templos y Cementerios, y veréis que apenas se encuentra alguna que otra que encierre en sí, o que traiga a la memoria, un pensamiento filosófico elevado, una idea cristiana consoladora. Cada uno inventa, o copia a capricho, sin tener en cuenta el carácter peculiar de la obra que ejecuta. ¿Es este el camino del arte?
”Además, tampoco tiene hoy la Escultura una esfera grande en que desarrollarse; porque, decidme; ¿dónde están los Gobiernos que la protegen para ensalzarla a mayor altura[…]
”[…] quise probaros que se necesita el imperio de la vivificadora fe religiosa y la protección ilustrada y decidida de los Gobiernos para el engrandecimiento del arte en general y de la escultura en particular[…]”[35].
Estos razonamientos fueron contestados por el también escultor Sabino de Medina[36] (Fig. 12), quien de la escultura en su tiempo aseverará:
Fig. 12. Sabino de Medina. Ninfa mordida por una víbora. 1865. Museo del Prado. Madrid.
¡Esta se halla en crisis inminente, pero de término fatal¡[37]
En esa concepción de la decadencia de la temática religiosa, el crítico Manuel Tubino, en 1877, asevera sobre la escultura contemporánea:
“[…] nuestro siglo no conoce el arte litúrgico como institución, ahora la escultura, como la pintura, son puramente seculares”[38].
Y da como receta, para