Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento. Antonio Rafael Fernández Paradas
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Añade con recto criterio el ilustrado crítico que:
“[…] el Cristo yacente del Sr. Vallmitjana no es la muerte de la Divinidad, no es la inercia en que se trasluce una resurrección; es un hombre, es un modelo: un modelo graciosamente interpretado, un estudio plástico de mérito innegable, pero en el que no se ve realizado el alto ideal que se ha propuesto el escultor”.
Y presenta como causa legítima el hecho de que el sentimiento religioso está muy lejos de ser una fuente de inspiración en nuestro siglo escéptico y positivista:
“[…] la estatua es bella por la pureza del contorno, por estar inspirada en la belleza clásica; pero nada dice al espíritu[46]”.
En 1878, Samsó consiguió la 1ª medalla con La Virgen Madre (Fig. 18), y Bellver con Ángel caído (Fig. 19). Estos éxitos hicieron que a las exposiciones internacionales, concretamente a la de París de 1878, se enviaran estas primeras medallas. Hay que hacer referencia, antes de entrar en los comentarios de los franceses sobre nuestras esculturas, que el material con el que contaban los jurados seleccionadores era escaso y dificultoso. Los envíos de esculturas a las internacionales eran muy costosos por el volumen y el peso, que obligaban a embalajes y transportes complicados. Por otra parte, y por las mismas razones, los expositores mandaban a las nacionales los modelos en yesos de las esculturas, que luego se traducirían en monumentos o imágenes en otros materiales más duraderos y definitivos, por lo que lo presentado tenía siempre un carácter de improvisación y transitoriedad que iba en detrimento de la consideración a la calidad[47]. Quizás esto justifique comentarios como estos:
Fig. 18. Juan Samsó. La Virgen Madre. 1878.
Fig. 19. Ricardo Bellver. Ángel Caído. 1879. Parque del Retiro. Madrid.
“A pesar de sus afinidades greco-latinas, los españoles no han sido jamás llamados al estudio que tiene por objeto la forma separada de las sensaciones o de las pasiones que la animan, ni en consecuencia por el lado de la estatuaria, que pide sobre todo calma y ponderación. En otras palabras, el arte plástico, inmóvil y abstracto de los griegos no podía convenir a una raza incandescente bajo fríos exteriores, apasionada por la luz, el sol, la acción y el placer —estas consideraciones sumarias bastarán para hacer comprender el escaso favor que ha obtenido hasta ahora la estatuaria en España, y el lugar restringido que ocupa hoy en sus galerías—. Sin embargo, por pequeño que sea, este sitio no esta vacío, y los escultores demuestran que los medios que suponen un defecto para los artistas locales, y con alguna voluntad y perseverancia muda podrían obtener resultados considerables. La laguna relativa que se descubre en ellos, no por impotencia natural, sino por una pendiente irresistible que los separa de la vía y los lleva por otro terreno […][48]
En general, los franceses entienden que la estatuaria no es el fuerte del arte español. Algunos echan de menos la maestría del Barroco, citan, precisamente, a Alonso Cano, y muy pocos alaban alguna obra, entre ellas el Ángel caído de Bellver y la Virgen Madre de Samsó, que entienden inspirada en una obra de Rafael[49].
Los más premiados fueron Vatmillana y Bellver.
No cambia mucho el panorama con el modernismo. Se sigue hablando de los mismos problemas e iguales resultados. La poética fin de siglo, pese a la revitalización espiritualista y la moda cristológica, importaron nuevas iconografías y su modo de representarlas, que no calaron demasiado en la sociedad española. No se puede decir lo mismo de la pintura. Como ejemplo recordamos el tema de Jesús en el Lago de Tiberiades, tan magníficamente traducido por Muñoz Degrain. Pero los modernistas, cuando volvían a la temática religiosa, no se desprendían de la esencia del Barroco ni de sus preceptos. Y ahí están Miguel Blay y Benlluire para confirmárnoslo.
¿Debemos por ello renegar de la escultura religiosa del siglo XIX, o, si me apuran, de la del XX? Mejor las palabras de Sánchez Cantón pronunciadas en 1926, que las mías, para concluir:
“Allá amargados y exclusivistas, nuevos Jeremías, derramen lágrimas sobre el pasado y vaticinen la destrucción de toda belleza; ésta jamás perecerá, y el arte durará tanto como el mundo. A nuevos tiempos, nuevos conceptos y nuevas formas; procuremos explicárnoslas, por mucho que disten de nuestros gustos. Fuera audacia discernir qué habrá de quedar de las tendencias actuales; es pleito reservado a los que vendrán detrás; pero cuando Holanda, Guevara, Pacheco y tantos otros se equivocaron al fallar en contra de grandes artistas coetáneos suyos, parece cautela de prudentes no proferir anatemas, aunque sólo sea en previsión de risas futuras”.
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