Hielo y ardor - Una novia por otra. Kate Walker

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Hielo y ardor - Una novia por otra - Kate Walker Omnibus Bianca

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había enamorado de ella nada más verla. Y cuando Frank le había dicho que quería venderla, le había hecho inmediatamente una oferta.

      Además de que le encantaba, después de haber viajado tanto durante su niñez, quería echar raíces en alguna parte. Quería sentirse en casa.

      –Bueno, tal vez cambie de idea –comentó Frank esperanzado–. Tal vez se haya levantado esta mañana y se haya arrepentido de la compra. En ese caso, podría vendértela.

      –Sí, y tal vez esta noche pase un pato asado volando y caiga directamente en mi plato.

      –¿Qué?

      –Sólo quería decir que eres demasiado optimista, Frank. No importa. Al contrario que tú, yo no espero que ocurra ningún milagro. Tendré que convencerlo de que me la venda. Sólo tengo que averiguar cuál es su precio. En cualquier caso, no voy a marcharme.

      Neely iba a marcharse.

      Estaba seguro.

      La noche anterior, antes de que se fuese a la cama, le había dicho de manera bien clara que tenía que irse.

      Pero ella no había contestado. Lo había fulminado con la mirada, había recogido a los gatitos y se había subido a su habitación.

      Esa mañana, cuando se había levantado, ella ya no estaba allí. Normal, ya que eran más de las nueve.

      Hacía un día estupendo. El sol brillaba y él había dormido mejor que en muchos años. Le tranquilizaba dormir tan cerca del agua, le relajaba. Le recordaba a los veranos que había pasado en casa de sus abuelos, en Long Island.

      La casa de éstos estaba en la costa, y su abuelo tenía un barco con el que salían a navegar. Y, de vez en cuando, convencía a su abuelo de que pasasen allí la noche. Aquello era lo más especial del verano.

      La noche anterior había evocado aquellos recuerdos perdidos. E incluso esa mañana, seguía pensando en ello mientras se tomaba un café delante de la ventana.

      Sólo las vistas, los recuerdos, le hacían sonreír.

      Le daba igual Neely Robson. Había hecho lo correcto comprando aquella casa flotante. Ya se sentía mejor en ella que en su propio ático.

      Estudió el tono que había escogido ésta para pintar la terraza. Era un gris plateado. Le sorprendió. Había imaginado que la pintaría de rosa. O morado.

      El gris no estaba mal. Encajaba con el entorno. Levantó el bote de pintura y vio que todavía quedaba bastante, y se alegró. Neely había bajado las canaletas y las había pintado también. Él volvería a colocarlas y seguiría pintando lo que faltaba. Pero antes tenía que ir a comprar comida.

      Entró en casa, sacó un trozo de pizza de la nevera y se la comió mientras recorría el resto de la casa.

      La noche anterior, con Robson presente, no había podido inspeccionar su nueva compra.

      Había subido a su habitación, se había quitado la ropa mojada, se había duchado y vestido. Así que sabía cómo era el cuarto de baño. Por suerte, había descubierto que su inquilina no era tan desordenada como sus hermanas.

      Pero no se había entretenido más arriba. Había bajado al salón y se había puesto a trabajar.

      –Empieza como pretendas continuar –le decía siempre su abuelo.

      Y así lo había hecho Seb. Aquello lo había ayudado a soportar a las «madres» que su padre llevaba a casa.

      Nunca intentaba complacer a nadie. Trabajaba duro y actuaba con sentido común. La vida era más sencilla así.

      Si no le caía bien a la gente, peor para ellos.

      A Neely Robson no le gustaba.

      Pero le daba igual. A él tampoco le caía bien ella.

      Y se quedaría muy a gusto cuando la viese salir de allí con todas sus cosas.

      Con un poco de suerte, cuando volviese de hacer la compra, se la encontraría preparando las maletas.

      Neely nunca había sido una exploradora.

      No obstante, sabía que los exploradores siempre tenían que estar preparados para todo.

      Así que cuando volvió a casa esa tarde, lo hizo preparada para hacerle una propuesta a Sebastian Savas.

      Le había estado dando vueltas al tema desde que se había marchado de casa de Frank. Éste tenía razón, tal vez Sebastian se arrepintiese de la compra. Aunque era probable que no, pero no perdía la esperanza.

      En cualquier caso, se había pasado tres horas en la biblioteca, porque no quería volver a casa, haciendo números. También había llamado a su madre para decirle que, durante los próximos meses, iba a andar peor de dinero. A Lara no le importaba. Ella nunca pensaba en el dinero.

      Luego volvió a la casa flotante, preparada para hacerle al Hombre de Hielo una oferta que no podría rechazar.

      Pero no estaba preparada para entrar en el salón y encontrarse con un hombre muy diferente del que conocía.

      En los siete meses que llevaba trabajando en Grosvenor Design, sólo había visto a Sebastian en traje. Bueno, una vez, en una obra, lo había visto con el primer botón de la camisa desabrochado y la corbata aflojada. Y la noche anterior lo había visto en traje, pero empapado.

      Incluso después de ducharse, Sebastian había bajado al salón con una camisa de vestir de manga larga y unos pantalones oscuros bien planchados. Aunque sin corbata, eso sí.

      En una ocasión le había comentado a Max que Sebastian debía de haber nacido con gemelos.

      Y su comportamiento frío y calmado era como otro traje.

      Así que, ¿quién era el tipo descalzo y con unos vaqueros desgastados que estaba subido a la escalera?

      Neely se quedó de piedra. Su cuerpo se paró, pero su mirada siguió ascendiendo hasta detenerse en unos fuertes y masculinos abdominales que se veían debajo de una camiseta roja descolorida por el sol.

      Pudo ver incluso una línea de vello oscuro que desaparecía por la cinturilla del pantalón.

      Neely se humedeció los labios. Tragó saliva. Volvió a tragar.

      Se le aceleró el corazón de repente. Se obligó a tomar aire e intentó tranquilizarse.

      Pero sus ojos bajaron al bulto que había debajo del pantalón. Se ruborizó y cerró los ojos.

      No vio que los gatitos se le habían puesto delante y tropezó.

      Los gatos maullaron.

      –¡Socorro! –exclamó ella, tambaleándose y agarrándose al respaldo del sofá. Entonces abrió los ojos y vio a Sebastian, ¿quién si no?, bajar de la escalera como un bombero que fuese a apagar un incendio.

      Sin dejar de mirarla, dejó la brocha en el cubo de pintura y se acercó.

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