Hielo y ardor - Una novia por otra. Kate Walker
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–¡Nada! –dijo ella, todavía colorada.
Se agachó y recogió a los gatitos, los apretó contra su pecho y examinó sus cuerpos para asegurarse de que no les había hecho daño.
Sebastian la fulminó con la mirada.
–No me diga que se ha asustado al verme. Vivo aquí.
–Me he tropezado, con los gatos.
Él la miró con escepticismo, pero se encogió de hombros. ¿Por qué parecía que los tenía todavía más anchos con aquella camiseta? Era injusto.
–Debería mirar por donde anda –le dijo.
–Eso es evidente –replicó Neely, que no iba a decirle lo que había estado mirando. Enterró la cara en los animales y tomó aire de nuevo. Después, volvió a levantar la mirada–. No tiene por qué pintar.
–Es mi casa. ¿O me va a decir que es su pintura?
Neely apretó los labios.
–La verdad es que lo es, pero no importa. Lo que sí importa es… –se lanzó– que quiero comprarle la casa.
Sebastian abrió la boca para hablar, pero ella no le dejó.
–No es posible que la quiera. Hace veinticuatro horas, ni siquiera sabía que existía. Fue un impulso. Y tal vez ahora piense que la quiere, pero, en realidad, no la quiere.
Él volvió a abrir la boca, pero Neely sabía que tenía que dejarle claro lo mucho que le interesaba la casa.
–Escúcheme –insistió–. Se cansará de ella. Odiará la humedad. Se cansará de la niebla. Y no le gustará que haya pájaros rondando por la terraza. Deseará volver a su ático. ¡Estoy segura! Así que sólo quiero que sepa que, cuando ocurra, yo se la compraré por la misma cantidad que le ofrecí a Frank, o hasta diez mil dólares más. Y conseguiré la financiación.
Si era necesario, le pediría ayuda a Max.
Miró fijamente a Sebastian y esperó a que respondiese, pero él no dijo ni una palabra. Pasó medio minuto.
–¿Ha terminado ya? –le preguntó entonces.
–Sí –contestó ella.
–Entonces, dígame. ¿Por qué quiere la casa?
Neely deseó que no le hubiese preguntado aquello. Se le daba bien hacer amigos, se había visto obligada a ello, pero le costaba hablar de su vida privada. Y no quería hacerlo con un hombre que tendía a prejuzgar a los demás.
Pero no le había dicho que no fuese a vendérsela. Y estaba esperando una respuesta. Así que tenía que dársela.
–No lo sé –y lo había pensado mucho–. He vivido en muchos lugares. Aquí, en California, Montana, Minnesota, Wisconsin. Nos mudábamos constantemente, nada era permanente… Al menos, hasta que cumplí los doce años.
–¿Qué pasó cuando cumplió doce años?
–Que mi madre se casó.
Él pareció sorprenderse con la respuesta.
–Mis padres nunca se casaron –le explicó Neely–. Mi padre se pasaba el día trabajando y mi madre era un alma libre. Rompieron antes de que yo naciese. Nos quedamos un año en Seattle, pero luego mi madre decidió irse a una comuna en California. Como ya he dicho, íbamos de un lado a otro. Y entonces conoció a John y se casaron. Fue estupendo.
Él parecía todavía más sorprendido.
–De verdad –insistió Neely–. Teníamos un hogar. Me encantaba. Durante seis años, fue genial. Luego me marché a la universidad y… Ya sabe cómo es la universidad, uno nunca se siente como en casa. Cuando terminé viví primero en un apartamento, luego, en otro. Cuando llegué aquí, alquilé otro durante un mes. Cuando Frank me comentó que quería alquilar una habitación, vine a ver la casa y… lo sentí. Me sentí en casa. Ése es el motivo.
–Es todo sentimiento.
–¿Hay algo de malo en ello?
Él no contestó.
–¿Va a pintarla de rosa?
–¿Qué?
Era la acusación que le había hecho la única vez que habían trabajado juntos, que ella quería pintarlo todo de rosa. No obstante, a Neely le había dado igual, ya que había sido el cliente quien había pedido ese color.
Lo miró fijamente. Y él mantuvo la vista clavada en la suya.
Hasta que sonó su teléfono móvil.
Sebastian se metió la mano en el bolsillo del vaquero, haciendo que Neely se fijase de nuevo en su atlético cuerpo.
Frunció el ceño. ¿Por qué le había preguntado si iba a pintar la casa de rosa? Sebastian había abierto los botes de pintura, así que ya debía de haber visto que ninguno era rosa.
–Tengo que responder al teléfono –se disculpó.
–Adelante –contestó, pero él ya se había vuelto hacia la puerta.
Le sorprendió su tono de voz, mucho más dulce de lo habitual. Hasta parecía estar sonriendo.
–Eh, ¿qué ocurre?
Debía de ser su novia.
Sin saber por qué, aquello la sorprendió. Aunque era lo suficientemente guapo. Y tal vez tuviese un lado que no mostraba en el trabajo. Quizás era encantador cuando salía de allí. Aunque, según Max, Sebastian trabajaba tantas horas al día como él.
No oyó qué más decía, porque salió a la terraza. Neely tampoco quiso escucharlo a escondidas. No tenía ningún interés en oírle murmurar tonterías a su novia. No podía ni imaginárselo.
Aunque no pudo evitar hacerlo. Debía de ser una mujer alta, rubia y delgada. Inexpresiva. De las que tenían todo el día una sonrisa tonta en los labios.
¿Serían capaces, entre los dos, de generar el suficiente calor como para romper el hielo?
Entonces, Sebastian habló en voz alta.
–No llores, por favor –dijo exasperado–. Odio oírte llorar.
¿Había hecho llorar a su novia?
Lo vio hacer una mueca, suspirar, colgar el teléfono y dejarlo en la hamaca que había en la terraza.
–Eso no ha estado bien –comentó Neely en voz alta.
–¿El qué? –preguntó él, volviéndose a mirarla.
–Hacerla llorar y luego colgarle.
–Volverá a llamar –dijo Sebastian, entrando en el salón sin recoger el teléfono.
Neely