Hielo y ardor - Una novia por otra. Kate Walker

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Hielo y ardor - Una novia por otra - Kate Walker Omnibus Bianca

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por supuesto.

      Dejó caer la carpeta que tenía en las manos encima del escritorio.

      –¿Qué has dicho?

      –¿Dónde iban a quedarse si no? ¡Tienes un montón de habitaciones vacías! ¡Tiene que haber por lo menos cuatro habitaciones en tu ático! Yo vivo en un estudio, sin ninguna habitación. Además, ¿cómo no iban a quedarse con su hermano mayor? Somos una familia, ¿no?

      Seb estaba que trinaba.

      –No te preocupes, Seb, no te plantearán ningún problema. Casi ni te enterarás de que están ahí.

      ¡Cómo que no! Se imaginó medias colgadas en el tendedero, gotazos de laca de uñas, la casa toda desordenada.

      –¡Vangie! No pueden…

      –Por supuesto que sí, cuidarán de sí mismas. No te preocupes. Ve a tu reunión. Luego hablamos. Y llámame si tienes noticias de papá.

      Y colgó.

      Seb se quedó mirando el teléfono y lo colgó dando un golpe. Maldijo a Evangeline y a su fantasía de tener una familia «normal».

      No pensaba compartir su ático con cuatro hermanas durante un mes. Lo volverían loco. Tres chicas de veintitrés años y otra de dieciocho que invadirían cada centímetro de su casa. No podría trabajar. Ni tendría un momento de paz.

      ¡No le importaba pagar las facturas, pero no iba a permitir que invadiesen su espacio!

      Gladys, la secretaria de Max, levantó la vista del ordenador y le sonrió de oreja a oreja.

      –No está.

      –¿Que no está? ¿Por qué no? Tenemos una reunión.

      Además, no tenía sentido. Max siempre estaba allí, salvo cuando estaba en una obra. Y nunca ponía dos citas a la vez, era demasiado organizado.

      –No tardará en llegar. Debe de estar en un atasco –comentó Gladys sin dejar de sonreír–. Te llamaré cuando llegue, si quieres.

      –¿Está… en una obra?

      –No. Está volviendo del puerto.

      –¿Del puerto? –Seb frunció el ceño. No recordaba que Max tuviese ningún proyecto allí.

      Max era, o había sido desde que Seb había ido a trabajar para él, un modelo a seguir. Trabajador, centrado, brillante. Era el hombre en el que él se quería convertir, la figura paterna que nunca había tenido.

      Así que, si no estaba allí a las cinco y cuarto de la tarde, después de haber sido él quien había convocado la reunión, era que algo iba mal.

      –¿Está bien?

      –Yo diría que no puede estar mejor –comentó Gladys con alegría–. Está de excursión.

      Seb frunció el ceño todavía más. ¿De excursión? ¿Max? Tal vez había entendido mal a Gladys y había dicho «de reunión».

      –Estoy segura de que no tardará –en ese momento, sonó el teléfono–. Despacho del señor Grosvenor.

      Por su sonrisa, Seb supo quién llamaba.

      –Sí, está aquí –dijo Gladys–. Esperándote. Ah… –miró a Seb–. Estoy segura de que sobrevivirá. Sí, Max. Sí. Se lo diré.

      Colgó y, sin dejar de sonreír, levantó la vista hacia donde estaba Seb.

      –Está en el garaje. Me ha dicho que puedes entrar en su despacho y esperarlo ahí.

      –Está bien, gracias, Gladys –respondió él, sonriendo también.

      Después de observar el impresionante paisaje, abrió la cartera y empezó a sacar los bocetos que había preparado para ponerse a trabajar lo antes posible. En ese momento se abrió la puerta y apareció Max.

      Seb levantó la vista… lo miró fijamente.

      –¿Max?

      Por supuesto que era Max, su figura alta y ágil, el rostro delgado y de líneas duras, el pelo canoso y la sonrisa de oreja a oreja que lucía eran inconfundibles.

      Pero ¿dónde estaba la corbata? ¿Y la camisa de manga larga? ¿Y los resplandecientes zapatos negros? En otras palabras, el uniforme de Max. La ropa con la que había ido a trabajar todos los días durante los últimos diez años.

      –Serás más profesional si tu aspecto es profesional –le había dicho a Seb nada más contratarlo–. Recuérdalo siempre.

      Y él lo había hecho. En esos momentos, llevaba su propia versión del uniforme: pantalones azules marino, camisa de rayas grises y blancas y corbata a juego.

      Max, por su parte, vestía unos vaqueros desgastados y una cazadora azul marino encima de una camiseta amarilla de la universidad de Washington. Estaba despeinado y no llevaba calcetines.

      –Lo siento, llego tarde –dijo enseguida–. Había ido a navegar.

      Seb tuvo que hacer un esfuerzo por mantener la boca cerrada. ¿A navegar? ¿Max?

      Mucha gente salía a navegar, incluso durante la semana, pero Max Grosvenor, no. Max Grovenor era adicto al trabajo.

      Lo vio quitarse la chaqueta y sacar una cartera de diseño del armario.

      –Habría ido a casa a cambiarme, pero había quedado contigo. Así que… –se encogió de hombros, parecía contento– aquí estoy.

      Seb seguía perplejo. Lo habría entendido si Max hubiese tenido otra reunión, aunque hubiese sido en un barco. Cosas más raras habían pasado. Pero no le hizo preguntas.

      A pesar de su atuendo, Max volvía a estar centrado en el trabajo. Abrió la cartera y sacó los papeles del proyecto Blake-Carmody.

      –Es nuestro –comentó sonriendo.

      Y Seb sonrió también, satisfecho de que todo su trabajo hubiese obtenido un fruto.

      –Estuvimos echándole un vistazo mientras tú estabas en Reno –continuó Max–. Me traje también a un par de personas del proyecto. Espero que no te importe, pero el factor tiempo era esencial.

      –No, no me importa –Seb lo comprendía. A pesar de que él había trabajado mucho en el proyecto, Max era el presidente de la empresa.

      Y nadie podía haber ido a Reno en lugar de Seb, ya que el proyecto del complejo hospitalario era todo suyo.

      Max asintió.

      –Por supuesto que no –dijo Max dejándose caer en el sillón de piel que había detrás de su escritorio y cruzando los brazos detrás de la cabeza. Luego, con un gesto, le indicó a Seb que se sentase también–. Estaba seguro de que lo entenderías. Y le dije a Carmody que gran parte del trabajo era tuyo.

      Seb se sentó en el otro sillón.

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