E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery
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–Rafe –ronroneó Nina.
En realidad, «ronronear» no era la palabra que mejor se ajustaba a sus circunstancias, pero no tenía otra manera de describir aquel tono de voz.
–Nina.
–Me está costando mucho hablar contigo. Supongo que eres consciente de que no es la característica que más aprecio en mis clientes. Lo único que me dice constantemente tu secretaria es que estás fuera de San Francisco.
–Y es verdad. Estoy en Fool’s Gold, ¿has estado alguna vez por aquí?
–Sí, he estado varias veces. Tienen unas fiestas muy divertidas.
–Sí, eso me han dicho. Estoy aquí por un asunto familiar y no estoy seguro de cuándo regresaré a San Francisco. Creo que tendremos que retrasar nuestros planes hasta entonces.
–No seas tonto, si tú no puedes venir a verlas, irán ellas a verte a ti.
Rafe miró alrededor del aserradero.
–No creo que sea una buena idea.
–¿Por qué no? Estarás en territorio neutral. Si no quieren hacer el viaje hasta allí, es que no merecen la pena, ¿verdad? Me has contratado para que te encuentre a la esposa perfecta y voy a tomarme esa tarea muy seriamente.
–Estupendo. Si alguna de las candidatas está dispuesta a venir hasta aquí, yo estaré dispuesto a conocerla.
–Gracias. Ahora, déjame localizarte a algunas.
–De acuerdo.
Rafe colgó el teléfono siendo consciente de que debería sentir más entusiasmo ante la idea de casarse. Pero la verdad era que si no fuera porque quería tener hijos, no se molestaría en mantener una relación permanente con nadie. Pero no era capaz de romper con la imagen de la familia tradicional, con un padre y una madre, cuando había hijos de por medio. Él había sido testigo directo de lo mucho que había tenido que luchar su madre tras la muerte de su padre.
Pero tenía la sensación de que su idea de perfección y la de Nina no eran muy parecidas. Él había hecho todo lo posible para explicarle que no estaba buscando el amor. Lo había intentado en una ocasión y le había estallado en pleno rostro. Quería encontrar a alguien de quien pudiera ser amigo, una mujer con la que disfrutara en la cama y con la que pudiera imaginarse criando a sus hijos. Nada más. El amor era un mito, él ya tenía demasiados años como para seguir creyendo en los cuentos de hadas.
Heidi soltó a Atenea en el corral y se quitó los guantes. Tres gatos gordos y descarados la miraban expectantes.
–¿Y vosotros de dónde salís? –les preguntó mientras vertía leche en una cazuela vieja y la dejaba en el suelo.
El primer gato había aparecido un mes después de que llegaran las cabras. Heidi estaba ordeñando y pensando en sus asuntos cuando la había sobresaltado un exigente maullido. Había cometido la imprudencia de darle a probar al gato la leche de cabra. Desde entonces, el gato aparecía todos los días a la hora de ordeñar. Al cabo de un tiempo, se le había unido un gato atigrado y otro de color gris con el rostro achatado.
Los gatos esperaron a que dejara el plato en el suelo para empezar a lamer la leche.
Tenían la piel perfecta y era obvio que estaban bien alimentados. Debían de vivir cerca de allí, ¿pero dónde? ¿Y cómo sabían exactamente la hora a la que ordeñaba? Heidi ordeñaba solamente una vez al día. Los gatos llegaban minutos antes y esperaban pacientemente hasta que terminaba.
Suponía que podría dejar de darles leche. Al fin y al cabo, ella no era una persona muy aficionada a los gatos. Pero había algo en su forma de mirarla que la empujaba a ello. La miraban fijamente, como si con aquellas miradas felinas fueran capaces de controlar sus acciones.
Todavía estaba riéndose del control mental que parecían tener aquellos gatos sobre ella mientras llevaba la leche recién ordeñada hacia la casa. Estaba cruzando el patio cuando vio que había un monovolumen y un Mercedes en el jardín. Reconoció los dos coches. Rafe y May acababan de bajarse de ellos.
Habían pasado dos días desde que había ido a montar con Rafe y se había descubierto sintiéndose extrañamente atraída por la única persona que estaba completamente fuera de su alcance. La química, pensó mientras entraba en la casa, podía jugarle a una malas pasadas.
–Buenos días –los saludó mientras colocaba los cubos metálicos en el mostrador.
May se sentó a la mesa con Glen y dejó una caja de pastas entre ellos. Rafe se apoyó contra el mostrador. Mientras que su madre era todo sonrisas, Rafe conservaba su expresión inescrutable.
–¡Has estado ordeñando! Me encantaría verte ordeñando algún día –dijo May–. ¿Crees que podría aprender a hacerlo?
–¡Claro! No es tan difícil. Lo más importante es tenerlo todo limpio y en condiciones higiénicas. Y habiendo cabras de por medio, eso es todo un desafío.
–¿Vendes la leche cruda? –preguntó Rafe, como si le repugnara la idea.
–Todos los días.
–Así mucha otra gente puede disfrutar de leche ecológica –dijo May con una sonrisa cargada de entusiasmo–. ¡Oh, Rafe, todo esto va a ser muy divertido?
¿Divertido aquello? Aquello era un infierno.
Rafe se volvió hacia Heidi.
–Mi madre ha decidido que preferiría quedarse aquí a estar en un hotel. Si todo el mundo está de acuerdo, por supuesto.
Lo último lo añadió únicamente por educación. A Heidi no le pasó desapercibido. La voluntad de May por solucionar las cosas era la única razón por la que Glen no estaba en la cárcel. Hasta que la jueza no tomara una decisión, era preferible intentar ser amable. Pero si May iba a vivir allí...
Heidi se quedó boquiabierta. Rafe arqueó una ceja y asintió de forma casi imperceptible.
–Sí, yo vendré con ella.
No pensaba marcharse de allí hasta que no se hubiera solucionado aquel caso y un hombre cabal jamás dejaría que su madre viviera sola en aquel rancho.
Aquello no podía estar sucediendo. ¿Los dos en la casa? May no iba a representar ningún problema, pero Rafe...
A Heidi le hubiera gustado decir que la casa no era suficientemente grande, pero tenía seis dormitorios y un baño en cada piso. Y si May y Rafe habían vivido allí, seguramente lo sabrían.
–No hemos tenido posibilidad de arreglar nada –comenzó a decir con voz débil–. Los cuartos de baño están muy viejos y las camas no son muy cómodas.
–Todo nos parecerá perfecto –le aseguró May.
Heidi miró a su abuelo, pero Glen estaba ocupado removiendo el café. Heidi tenía la sensación de que habían planteado aquella propuesta mientras ella estaba fuera con las cabras y que Glen había aceptado sin protestar.
–Espero que no te importe, pero Rafe y