Una reunión familiar. Robyn Carr
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—No quiero tu compasión —contestó él. Pero lo dijo con tono humorístico.
—Mejor. A las siete.
Dakota se dirigió a su coche pensando que ella sí se había compadecido de él. Se había sentido insultado y furioso por el modo en que habían jugado con él, pero no importaba. Aunque no había sido una estrategia por su parte, estaba dispuesto a aprovecharse de la situación. Y, mientras tomaban café, podía conquistarla y hacerla reír. Con esa sensación esperanzadora y alentadora, llegó a su Jeep.
Y encontró las cuatro ruedas pinchadas.
Miró a su alrededor para ver si había alguien. El coche de Neely había desaparecido y el pequeño aparcamiento detrás del bar estaba tranquilo. Miró los demás automóviles. Todas las ruedas estaban bien. Volvió a la acera, donde había bastante luz, sacó el teléfono y llamó a Cal.
—Hola.
—Hola. Nunca había hecho esto. Llamar a mi hermano mayor cuando me ocurre algo.
—Umm. ¿Qué te ha pasado?
—Estoy en el pueblo. He tomado una hamburguesa en el bar de Rob, dos puertas más abajo del café. Una mujer me ha pedido que la ayudara con una rueda pinchada y, cuando he salido con ella, no había rueda pinchada, solo una mujer con muchas ganas de guerra. He conseguido liberarme, pero ha sido muy incómodo. Y creo que la he ofendido porque ahora tengo todas las ruedas pinchadas —Dakota respiró hondo—. Supongo que tendré que llamar a una grúa.
—¡Maldición! —exclamó Cal. Su voz sonaba más alerta—. ¿Conoces a esa mujer?
Solo su nombre de pila. Pensaba que era una mujer maja, aunque tiene que pulir un poco su manera de ligar.
—¿Crees que ha sido ella?
—¿Eso no parece un poco exagerado?
—Tienes que llamar a la policía antes de llamar a la grúa. Y yo iré a recogerte.
—Puedo ocuparme de esto solo.
—¿Quieres que le pinchen las cuatro ruedas al próximo hombre que no quiera ligar con ella?
—No estamos seguros de que haya sido ella —protestó Dakota.
—Yo creo que sí, pero no podemos probar quién ha sido. Llama a la policía, diles lo que ha pasado y pídeles que te recomienden un servicio de grúas.
—¡Ah! —gruñó Dakota.
—Esto es Timberlake —contestó Cal—. Aquí no pasan muchas cosas de esas. Si no dices nada, le puede pasar a otra persona. O puede que ella intente algo más peligroso contigo.
—Creo que preferiría ocuparme de esto…
—Ahora hablas como una mujer —repuso Cal—. Quiero que pienses en eso. Estaré allí en veinte minutos.
A Dakota se le había pasado brevemente por la cabeza la idea de que las mujeres no denuncian los delitos porque tienen miedo o porque solo quieren olvidar lo que ha pasado y confiar en que no vuelva a ocurrir, pero la había apartado de su mente. También había una cierta humillación en el hecho de ser una víctima. En la victimización y la acusación.
Había llamado a Cal porque buscaba a alguien que lo sacara de esas tonterías. Por supuesto que había sido Neely. Y por supuesto que esa mujer no debería hacer esas cosas. Luego pensó algo más. No quería que Sid lo supiera. No quería parecer débil.
¿Igual que una mujer no quería que su novio o su esposo supieran que la habían agredido porque no quería que pensara que estaba sucia, o peor, que ella se lo había buscado?
Cal llegó antes que el ayudante del sheriff.
—Mostradme los daños —dijo. Y procedió a revisar el coche—. Esto ha requerido mucho esfuerzo —comentó—. Ten cuidado con esa mujer. Es cruel.
Para alivio de Dakota, solo había un neumático rajado, los demás estaban desinflados. Resultaba extraño que tuviera eso en común con Neely, desinflar ruedas para enfatizar su punto de vista. Y no lo tranquilizaba saber que ella iba por ahí con algún objeto puntiagudo peligroso. Pensó en ese incidente mucho más de lo que quería. El vandalismo probablemente sería solo una falta. Intentó imaginarla acurrucada en la oscuridad con su ropa elegante y sus botas caras y sacando el aire de los neumáticos.
Su compañía de seguros cubrió la grúa, pero Cal tuvo que llevarlo al trabajo a la mañana siguiente. En conjunto, estaba bastante enfadado por todo el asunto.
El sábado, sin embargo, estaba deseando ver a Sid. Después del trabajo, metió en el GPS la dirección que le había dado ella. No pensó en su experiencia desagradable con Neely, sino más bien en ir a una cafetería en Colorado Springs donde podría concentrarse en demostrar lo deseable que era. Descubriría más cosas sobre Sid, la distraería con historias de sus viajes por el mundo y, si hacía falta, explotaría sus acciones como soldado y héroe. Nunca empezaba haciendo eso, siempre lo guardaba como último recurso.
Miró a su alrededor, pero no encontró la dirección que le había dado. Las indicaciones estaban claras, pero le costaba creer que fueran correctas. Era la primera vez que iba a Colorado Springs, pero no le resultaba fácil imaginar a Sid invitándolo a una parte mala del pueblo. «Por favor, Señor, no dejes que Sid también esté loca. Con una es suficiente».
Dio la vuelta a la manzana con el coche, pero no vio ninguna cafetería. Ni siquiera una parada de coches o camiones. Al fin sacó el papel que ella le había dado y, después de cerrar el coche, se dirigió al único lugar de la manzana que parecía estar abierto. Era bastante viejo, tenía una cruz grande en la puerta y un cartel, que casi no se veía en la oscuridad y que decía: «Cena gratis».
Pensó que sería la parte frontal de algún tipo de iglesia y que al menos conocerían el barrio. Entró y descubrió que era un comedor de beneficencia. Tuvo que abrirse paso entre la gente que esperaba en la cola para llegar hasta la persona que estuviera al cargo y preguntarle. Y entonces la vio.
Estaba de pie detrás de un mostrador de servir, sonriendo como si nunca hubiera sido tan feliz. Llevaba un delantal verde, un pañuelo en la cabeza y guantes de goma, y blandía un cucharón. Dakota soltó una risita y movió la cabeza. Se saltó la cola para acercarse a ella.
—¿Café? —preguntó con su mejor sonrisa.
—Me alegra que hayas venido —contestó ella—. Clay, dale un delantal a este hombre y enséñale lo que hay que hacer.
Un hombre recorre el mundo buscando
lo que necesita, y lo encuentra cuando vuelve a casa.
GEORGE MOORE
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