Una reunión familiar. Robyn Carr

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Una reunión familiar - Robyn Carr Top Novel

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que tenían muchas cosas en común, pero querían llevarse bien y todavía no habían encontrado la oportunidad de pasar muchos ratos juntos.

      Tom Canaday llamó a la puerta de Lola el jueves a las diez de la mañana. Cuando ella abrió con una gran sonrisa, él le dio una cajita envuelta como regalo.

      —¿Qué es esto? —preguntó ella, aceptándola.

      —Ábrelo.

      —¡Ay, Tom! Tú siempre eres muy considerado —ella retiró la cinta—. Y siempre estás pensando en otros.

      —¡Ah, sí! Yo soy así.

      Lola abrió la caja y frunció el ceño.

      —¿Qué es esto?

      —Ya sabes lo que es.

      Ella sacó el objeto de la caja.

      —¿Un pestillo? —preguntó Lola, confusa.

      —Para la puerta de tu dormitorio —explicó él—. Y he instalado uno igual en la del mío.

      —No creo que hoy nos sorprenda ninguno de los chicos —contestó ella, riendo—. Los dos están en clase. Cole en la universidad y Trace en el instituto.

      —No pienso correr riesgos.

      —Nunca abren la puerta de mi dormitorio —dijo ella—. Les da terror verme en ropa interior.

      —Esto va a ser diferente —contestó él—. No habrá ropa interior. Y puede que oigan ruidos y los confundan con gritos de dolor —sonrió—. No será dolor.

      Ella dejó la caja, puso las manos en las mejillas de él y le dio dos besos sonoros. Él la abrazó y la besó con precisión. Le separó los labios con los suyos y profundizó el beso, gimiendo cuando sus lenguas empezaron a jugar. Deslizó la mano sobre el trasero de ella y la estrechó contra sí. El beso siguió y siguió durante mucho tiempo. Tom tuvo que esforzarse para apartarse.

      —Lola, rápido, dame tu caja de herramientas.

      —Tú sí que sabes enamorar a una mujer —comentó ella.

      No pudo evitar reír mientras iba a buscar la caja. Había hecho muchas reparaciones y reformas por sí misma, así que sabía bien lo que necesitaban. Cuando volvió, él había sacado el pestillo del paquete y ella empezó a pasarle las herramientas. Primero el destornillador para retirar el picaporte antiguo, luego el cincel y el martillo para alargar el agujero en la puerta.

      —¡Ojalá hubiera hecho esto antes del beso! —gruñó él—. Debo decir que es la primera vez que coloco un pestillo empalmado.

      —¿Cuánto tiempo hace? —preguntó ella.

      —Dos minutos más o menos —contestó él.

      —Eso no —repuso ella con una carcajada.

      —¿Te refieres a desde que he estado con una mujer? —quiso saber él.

      —¡Ah, vaya! Quizá deberíamos hablar de con quién más lo haces.

      Él la miró por encima del hombro y enarcó una ceja.

      —Mi mano izquierda —dijo—. Créeme, no tienes motivos para estar celosa.

      —Tom —lo riñó ella.

      —Hace mucho tiempo —repuso él, empezando con los tornillos.

      Ella dejó la caja de herramientas donde él pudiera alcanzarla y se apartó. Él gruñó un poco con un tornillo testarudo, pero trabajó con rapidez. Cerró la puerta, giró el pestillo y lo probó, intentando abrirlo.

      —Todo un éxito —dijo.

      Pero cuando se volvió, ella no estaba allí.

      —¿Lola?

      Ella salió al umbral del cuarto de baño ataviada con una bata negra de satén. Él se quedó sin aliento.

      —¡Huy! —exclamó. Se pasó una mano por la cabeza.

      ¡Era tan voluptuosa! No era delgada ni bajita. Medía casi un metro ochenta y era una mujer grande. Cuando empezaron a salir, ella le había confesado que se avergonzaba un poco de su figura y se consideraba gorda. Tom la había convencido de que le encantaba su figura, le gustaba su suavidad y que podía llenarse los brazos con ella. Era prieta de carnes, rosada y olía divinamente. Quería acariciarla desde el pelo moreno rizado hasta los dedos de los pies.

      —¡Dios santo! —exclamó.

      Y empezó a quitarse la ropa con frenesí. En el último segundo, viendo que ella seguía con aquella preciosa bata negra, él se dejó los boxers. Pero, antes de ir a la ferretería a comprar el pestillo, los había elegido cuidadosamente. Eran sus mejores calzoncillos.

      —¡Eres preciosa! —exclamó. Le alzó la barbilla para besarla al tiempo que le desataba la bata con la otra mano y se la abría—. ¡Madre mía!

      Ella rodó los hombros hacia atrás y la bata cayó fácilmente al suelo. Y quedó desnuda.

      —Llevaban seis meses saliendo y, aunque todavía no habían hecho el amor, sí habían hablado mucho y se habían acariciado. Estaban preparados en todos los sentidos menos en uno. No habían estado tumbados juntos sin ropa.

      —¿Por qué llevas esto? —preguntó ella, tirando de la cinturilla de los boxers.

      —¿Para qué me voy a molestar en quitármelos? —preguntó él, estrechándola en sus brazos—. Puedo atravesarlos sin problemas.

      Ella le tomó la mano y cayeron sobre la cama, tumbados lado a lado, abrazados y besándose como adolescentes, recorriendo con las manos el cuerpo del otro. Lola suspiraba, Tom gemía y los labios de ambos se movían. Él le besó los hombros, los pechos y el vientre. Ella le acarició el trasero y los muslos y se las arregló para quitarle los calzoncillos. Luego él se puso encima, le abrió las piernas con una rodilla y se fue acercando más y más. Se inclinó sobre ella y sonrió contra sus labios.

      —Puede que quede en mal lugar —dijo—. Estoy un poco tenso.

      Ella negó con la cabeza.

      —No te preocupes por hacerlo perfecto, ¿de acuerdo? Hemos tenido que esperar mucho.

      —Conozco a gente que ha esperado más —repuso él.

      —Pero nosotros tenemos cuarenta años —le recordó ella—. Y somos cada día más viejos.

      —Tienes razón —susurró él, antes de penetrarla—. ¡Santo cielo! Tengo la sensación de que estás hecha para mí.

      Lola suspiró y le cubrió el rostro de besos.

      Tom se movió y después ambos se movieron juntos, la cama chirrió, ellos se abrazaron y todo fue muy rápido. Los dos llegaron juntos al orgasmo, gimiendo y luchando por tomar aire, y después volvieron lenta y suavemente a la tierra. Él no podía apartar los labios de los de ella, ni siquiera

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