Una reunión familiar. Robyn Carr
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—Tu casa es genial —comentó Dakota.
Cal no respondió a eso.
—¿Qué hacías en Australia? —preguntó.
—No conocía aquello —contestó Dakota—. Quería hacer un ambulado. Es un…
—Sé lo que es un ambulado —lo interrumpió Cal con una carcajada—. Un rito aborigen, una vuelta temporal a su estilo de vida —inclinó su cerveza en dirección a la de su hermano a modo de brindis—. Nunca te había visto con tanto pelo. En la cara y en todas partes.
Dakota se acarició la barba.
—Probablemente debería recortarla.
—¿Por qué no me cuentas lo que ocurre, antes de que Maggie y Elizabeth vuelvan a casa?
—Bueno, en Australia visité a un ranger con el que estuve hace años en los militares y luego fuimos juntos a ver a otro. Después, con la información que me dieron ellos, estuve viajando un mes, viendo parte del país, acampando, pescando, pasando tiempo conmigo mismo y esquivando serpientes y cocodrilos…
—Me refiero al Ejército. ¿Te has salido? Sabía que ya no estabas contento. Dijiste que hablaríamos de eso algún día.
—No estaba seguro de dónde acabaría, pero sabía que vendría aquí de visita. Como Sierra y tú estáis aquí y, además, tengo una sobrina, quería pasar a veros.
Cal suspiró.
—Dakota. El Ejército.
—Bueno, me sorprende haber aguantado tanto tiempo. Jamás pretendí hacer carrera militar. Quería aprovechar su oferta de viajar y estudiar gratis.
Cal enarcó una ceja.
—¿Viajar gratis? ¿A las zonas en guerra?
Dakota sonrió.
—Tuve un pequeño desencuentro con un coronel. No nos entendimos. Al parecer, lo mío fue insubordinación. Y llegó el momento de pensar en hacer algo diferente.
—¿Te han licenciado con honores? —preguntó Cal, presionando por saber.
Dakota negó con la cabeza.
—Pero no me han licenciado con deshonor.
Simplemente lo habían licenciado, pero eso ya decía algo. Había que meter mucho la pata para no ser licenciado con honores.
—¿Qué hiciste? —preguntó Cal.
—Me mostré en desacuerdo con una orden suya y le dije que si la cumplíamos moriría gente. Rangers. Que morirían rangers. Yo tenía diez, no, cien veces más experiencia que él, pero creo que buscaba competir conmigo o algo así porque estaba empeñado en llevar a cinco de nuestros mejores rangers a un conocido lugar de entrenamiento del ISIS y alguien moriría. Creo que a ese imbécil lo sacaron del parque de vehículos y lo pusieron al mando de una unidad. Yo anulé sus órdenes y me amenazó con el calabozo. Pensé que era un buen momento para cambiar de carrera.
—¿Te enviaron a casa? —preguntó Cal—. Tuviste que hacer algo peor que mostrarte en desacuerdo con ellos para que te enviaran a casa.
Dakota bajó la vista.
—Lo que hice lo hice por el bien de mis hombres.
—¿Qué hiciste?
Dakota no contestó.
—¿Lo golpeaste o algo así?
—No. Mis hombres no me lo permitieron —Dakota hundió los hombros—. Desinflé las ruedas hasta que pude ponerme en contacto con otro coronel que conozco y que podía interceder con las órdenes que nos ponían directamente en peligro.
—¿De los Jeeps? —preguntó Cal.
—No. De los MRAP.
—¿MRAP?
—Vehículos resistentes al ataque de minas. Los grandes.
—¿Esas bestias del desierto mastodónticas con neumáticos más altos que yo? ¿Cómo demonios conseguiste desinflar eso?
—Con una 45 —repuso Dakota—. O un M16.
—¿Disparaste a los neumáticos? ¿Y cómo es que no estás en la cárcel?
—Estuve. Salí por buen comportamiento —repuso Dakota—. Y se demostró que el coronel era incompetente y había hecho cosas aún peores antes. Cal, estaba loco. Era un homicida. No sabía lo que hacía. No era un ranger. Tenía muy poca experiencia en combate. No le iba a dejar que matara a más personas.
Los dos hermanos permanecieron un rato sentados en silencio, bebiendo de sus cervezas. Dakota fue el primero en hablar.
—Oye, a veces en el Ejército pasa eso. Pillan a un tío que acaba de ascender y le dan una unidad de mando para la que no está preparado. Tengo un amigo, un doctor, cuyo jefe no tenía experiencia en los cuerpos médicos. Era piloto. Y tomaba decisiones para médicos y hospitales que eran peligrosas para los pacientes, pero no aceptaba consejos, no se avenía a razones, no quería preguntar nada. Según mi amigo, había gente que sufría o no recibía el tratamiento adecuado. Se amotinó una unidad entera de doctores y el coronel los represalió. Esas cosas no ocurren muy a menudo, normalmente hay al menos una cabeza razonable en el juego.
Dakota respiró hondo.
—Creo que al mío lo sacaron del batallón de hacer calceta. He trabajado a las órdenes de algunos imbéciles, pero ese se llevaba la palma.
—Pero tú estás fuera. Cuando te faltaban tres años para retirarte.
—Sí. Tengo mucho tiempo para pensar en mi próximo trabajo —Dakota sonrió—. Todavía soy un crío.
—O sea que te fuiste a deambular por ahí —Cal soltó una carcajada—. ¿Para probar que eres como el resto de nosotros?
—Tú lo hiciste después de la muerte de Lynne. Y te funcionó. Pero ¿por qué? Esa es mi pregunta. ¿Por qué lo hacemos? Deambular es lo que más odiaba de nuestra infancia.
Los padres de Dakota se consideraban vagabundos. O hippies. O pensadores de la New Age, lo que fuera. En realidad eran un padre esquizofrénico, a menudo paranoico y con alucinaciones, y una madre que era su guardiana y protectora. Recorrían el país con sus cuatro hijos en una furgoneta y después en un autobús escolar reconvertido en autocaravana. Paraban de vez en cuando en la granja de los abuelos de los niños en Iowa y al final acabaron viviendo allí cuando Dakota tenía doce años, Cal, el mayor, dieciséis, y las dos hermanas, Sedona y Sierra, catorce y diez años respectivamente.
Cal seguía siendo paciente y comprensivo con sus padres, con el padre que no quería tomar una medicación que podía ayudarle a funcionar normalmente, o, al menos, con algo más de normalidad. Hasta se mostraba cariñoso con ellos. Sedona hacía gala de responsabilidad con ellos, de un modo amable pero eficaz, iba a verlos con regularidad y procuraba que no pasaran privaciones